33

Zhang. Provincia de Gansu

Zhang Xushou entornó los ojos contra la punzante luz del sol, que era demasiado fuerte. Al igual que el resto de los aldeanos de ojos claros de Lijian, era muy sensible a la luz del desierto, aunque ese día era distinto. Ese día, mientras montaba guardia una vez más en la linde del pueblo, el sol parecía haberse extendido sobre la sábana del cielo y, en lugar de difuminarse, se había intensificado; en el horizonte no se distinguía qué era el resplandor del cielo y qué el reflejo de la arena. Se sentía como ante un sol más brillante, de un tiempo pasado que no recordaba. Esa sensación vaga se convirtió en un déjà vu que a su vez pasó a ser un potente sentimiento de inquietud e irrealidad. Cerró los ojos para tomarse un respiro y calmarse, para reflexionar. Tal vez estuviera poniéndose mala; o quizá fuera simplemente la angustia por su inminente marcha a la universidad.

O podía ser que fuera realmente la Era de las Visiones y, cuando abriese los ojos, vería a su antepasado romano marchar por el desierto entre destellos, junto a su cohorte. Al fin y al cabo ya llevaba mucho tiempo esperando eso.

Cuando abrió los ojos de verdad, el sol seguía brillando con fuerza, pero menos que antes. Y supo que no era ningún virus ni ninguna fiebre, que no había nada que estuviera engañando a su mente. Lo que experimentaba era realmente externo, estaba allí.

Pero no podía ser.

Zhang seguía en la linde del pueblo contemplando el desierto del Gobi. Salvo por que el desierto había desaparecido: al océano de arena lo había sustituido uno de verdad, de aguas azules que relucían bajo el sol. Zhang estaba a la orilla de un mar o un lago que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, y el aire rezumaba ozono y le llenaba los pulmones. Dio un paso vacilante hacia atrás. No era solo imposible, sino lo más imposible que podía haber: un océano donde llevaba existiendo un desierto miles de años, un desierto que se extendía más de tres mil kilómetros cuadrados al año.

Un desierto que de pronto y sin explicación aparente había desaparecido.

Lo más raro era que sabía que no estaba loca. Por mucho que estuviera siendo testigo de una locura, sabía que era una locura externa. Lo que veía era claramente una alucinación aunque no era ella quien la alucinaba. La imagen del Muro del Cielo desmoronándose que le había metido en la cabeza el viejo Zhia Bao la embargó de miedo. Sintió que el corazón le aporreaba el pecho y que en su interior cundía el pánico.

Y entonces lo oyó, a su espalda.

El sonido de algo monstruoso.

Zhang Xushou se volvió. Todo músculo, todo tendón y fibra de su cuerpo se quedaron paralizados por un miedo absoluto que manó y fluyó por su sistema nervioso y la desposeyó de la capacidad de moverse, hablar o respirar. Algo encerrado en su interior, en la parte más primitiva de su ser, estalló; estaba por encima de impulsos de lucha y fuga, plena y totalmente a merced de su propio terror.

Eso, y el bicho que tenía ante sí.

Era un monstruo. Cabeza de lobo, forma de lobo y aspecto de lobo pero con rayas de tigre y cinco veces el tamaño de cualquier lobo. Era algo demoniaco surgido de una pesadilla, una maraña gigante de ojos amarillos, piel, dientes y fauces. Aterrada, Zhang no se molestó siquiera en buscarle sentido a aquel bicho, en comprender que era absurdo que hubiera un lobo más grande que un caballo, pero su cerebro reparó en algo más allá del tamaño del monstruo que le hizo pensar en otra cosa distinta a un lobo. Tenía un cuerpo voluminoso y muy musculoso y la piel gruesa, pero la monstruosa cabeza y las fauces de tamaño desmesurado parecían no guardar proporción alguna con el enorme cuerpo.

El monstruo lobuno no la había visto. Caminó con cara de pocos amigos por la arena, hasta el borde del agua. Y fue entonces cuando Zhang se fijó en que no tenía ni zarpas ni garras: los pies del bicho no se parecían a nada que hubiese visto antes…, si acaso tenían cierto parecido con las pezuñas de una cabra, aunque más angulosas y afiladas. Hurgó en su memoria en busca de cualquier cosa que hubiese visto en un libro, oído en una fábula inverosímil o algún cuento de hadas en los que saliera una quimera parecida.

El tiangou: el perro-demonio de la leyenda china que se comía el sol y provocaba los eclipses. Aquel ser, aquel monstruo que tenía delante… tenía que ser eso. Comprendió que el tiangou existió, aunque no en la leyenda o las supersticiones sino en el mundo de carne y hueso. Era la realidad en la que debió de basarse la leyenda.

Pero el mar… eso no explicaba ese mar donde antes había un desierto. Y ¿por qué nunca había oído que otra gente hubiese avistado a esa bestia?

El bicho seguía sin verla, y la mente de Zhang le chilló en silencio a su cuerpo que se moviera, sin correr, que se fuese apartando muy lentamente y regresara al pueblo. Por un momento su razón no consiguió quebrar el hielo de su miedo, que seguía teniéndola inmóvil, pero entonces, con una lentitud dolorosa, sin respirar y con los ojos clavados en la bestia, empezó a echar un pie hacia atrás y luego el otro.

El tiangou sacudió su enorme cabeza en dirección a Zhang, a quien la sorprendió la velocidad del movimiento pese al tamaño del cráneo. Emitió un rugido, que no se parecía al del león ni al del lobo ni al de ningún otro ser conocido: fue un gemido prolongado, profundo y atronador, que le resonó por todos los huesos. La bestia hundió su imposible cabeza entre los hombros descomunales, que se movían como pistones lentos al andar. Zhang nunca había visto un monstruo hasta entonces pero reconoció esa forma de andar: el paso lento y medido del depredador que se prepara para el ataque.

La Era de las Visiones.

Zhang pensó en todas las historias que había oído: en la gente presa del pánico al ver cosas que no existían, sollozando ante la visión de seres queridos que llevaban años muertos. «Visiones… no te hacen daño… no son reales». Sin embargo, lo que tenía delante, por improbable que fuese, era tan real como cualquier cosa que hubiese vivido.

Otro rugido berreante del tiangou. Caminó encorvado y volvió a detenerse, con una mirada inerte y fría en sus ojos amarillos. Zhang sabía que se avecinaba el ataque. El monstruo cubrió la distancia entre ambos en un instante.

La chica cerró los ojos.

Los mantuvo bien apretados. Se tapó las orejas con las manos y les ordenó al tiangou, al océano-desierto y al sol demasiado intenso que desaparecieran.

Cuando volvió a abrirlos el mar seguía centelleando bajo un cielo brillante y el aire seguía oliendo y sabiendo distinto. El tiangou, en cambio, ya no estaba delante de ella. Lo oyó bramar de nuevo, se giró en redondo y lo vio a sus espaldas. Y vio al mismo tiempo a otra bestia imposible. El monstruo no había lanzado su ataque contra ella sino contra aquel otro ser. Le recordó a un rinoceronte pero al mismo tiempo era demasiado grande y no tenía cuernos en la cabeza, sino dos protuberancias aplanadas que parecían cucharas sobresaliéndole de la punta del hocico. Saltaba a la vista que el tiangou ya lo había atacado: Zhang vio una brecha horrenda que desgarraba una armadura de una piel gruesa y con pliegues. La bestia emitió un largo berreo de dolor mientras el tiangou se erguía sobre los cuartos traseros, torcía el cuello y abría las fauces de par en par. Cayó sobre su presa, cerrando el cepo de su mandíbula en torno a la nuca del bicho. A pesar de la constitución robusta del animal, los dientes del tiangou le penetraron el pellejo y el músculo y le hicieron añicos el hueso. A Zhang le produjo náuseas el ruido. El bicho pareció perder toda su fuerza al instante y las rodillas cedieron bajo su peso y se dobló en dos con un estrépito que reverberó. El tiangou desgarró la carne sin contemplaciones y empezó a comérsela antes de que desapareciera de ella el último asomo de vida. El aire hedía a sangre y carne cruda y desgarrada, lo que vino a sumarse a la náusea de Zhang. Cayó en la cuenta entonces de que el tiangou estaba entre ella y el pueblo; no tenía dónde esconderse, adónde huir. Tendría que pasar al lado de la carnaza para ponerse a salvo. Contando con que el monstruo lobuno estaría demasiado ensimismado en su festín para fijarse en ella, describió un amplio arco para rodearlo, resistiendo todo el rato el impulso de echar a correr, sin quitarle ojo al monstruo.

Avanzó con movimientos constantes, asegurándose en todo momento de andar muy lento para no despertar ninguna reacción depredadora en el monstruo, pero lo suficientemente rápido para pasar de largo antes de que terminase de desgarrar el último trozo de carne de su víctima.

La bestia levantó la enorme cabeza, con el morro empapado en sangre y un tendón de su presa desgarrado entre los dientes, y se quedó mirando fijamente a Zhang con sus ojos amarillos, fríos e inertes. La chica se paró y calibró la distancia que la separaba de las primeras casas del poblado. No había manera de llegar ni a la mitad del camino sin que la alcanzase, le desgarrara la carne y le hiciera añicos los huesos con sus enormes fauces.

Eso era todo. Allí moriría, y de esa manera, sin ser capaz de ponerle un nombre a lo que iba a darle muerte. Acto seguido, sin embargo, se dio cuenta de que la bestia no la miraba a ella, sino a través de ella, del mismo modo que lo había hecho antes de atacar al extraño ser rinoceróntico. Para la bestia no existía.

La Era de las Visiones. Lo que estaba experimentando parecía, se sentía y olía como algo real pero era una visión, una ilusión. No era más real que lo que podía aparecer en un televisor o una película.

Estaba convencida de que era una alucinación, sí, pero ¿tendría el valor para poner a prueba esa convicción? Zhang dio un paso de lado: un paso amplio y confiado. La mirada del monstruo continuó en el mismo punto, no la siguió. Otro paso. El monstruo rugió, y la chica volvió a sentir que el sonido reverberaba por su carne y sus huesos. Era real. Se debatió contra el pánico que la recorría y dio otro paso hacia el lado y luego uno más. Se había apartado de la línea de visión de aquel ser pero este seguía sin volverse para seguirla. Al cabo de un momento el tiangou perdió interés en lo que quiera que estuviese mirando, volvió al cadáver de la presa que acababa de cazar y empezó una vez más a desgarrarle las entrañas.

Zhang echó a correr con todas sus fuerzas hacia el pueblo. Corrió como nunca lo había hecho y sin mirar hacia atrás para comprobar si el monstruo, alucinación o no, la perseguía.