John Macbeth. Boston
Macbeth agradeció que el taxista que lo llevó hasta Belmont no hiciera gala de la charlatanería inquisitiva del que lo condujo a su primer encuentro con Corbin. No le sorprendió: los accidentes de tráfico habían subido como la espuma durante la última semana por culpa de conductores que se veían obligados a esquivar como podían obstáculos o gente que aparecía de la nada.
El hospital McLean, a las afueras de Belmont, siempre le había parecido un híbrido entre un club de campo de lujo y un campus de la Ivy League. No era un único edificio sino toda una colección desparramada. Aunque los había más grandes, modernos e institucionales, el McLean estaba formado principalmente por edificios de ladrillo rojo y estuco de estilo neocolonialista o neojacobino, imitaciones de una arquitectura que ya era obsoleta para los diseñadores victorianos que la concibieron. Estaba todo desplegado sobre un enorme telón de fondo de árboles y parques. Vinculado con Harvard, el McLean era probablemente el hospital psiquiátrico más importante de Nueva Inglaterra y proporcionaba un entorno que daba cierta paz exterior a los que sufrían suplicios interiores. Macbeth había disfrutado trabajando allí. Hasta lo de su último paciente…
El taxi lo dejó en la puerta del edificio principal de administración.
—Qué bien que hayas podido venir, John —le dijo Corbin mientras lo conducía de nuevo fuera del edificio—. Mi paciente está en una de las residencias. Podemos ir dando un paseo. ¿Sentiste el terremoto?
—Como todo el mundo. ¿Y tú?
—Como Joanna. ¿Qué está pasando, John?
—Parece una enfermedad psicogénica colectiva… Puede que de origen vírico, como tú pensabas, o puede que no. Entre tanto la han denominado «síndrome alucinatorio no patológico temporal», de modo que me juego la cabeza a que la gente se va a quedar con lo del «síndrome de Boston». ¿Siguen llegándote casos?
—Cada día más. Nunca he visto nada igual.
—¿Sabías que Deborah Canning trabajaba con Melissa?
—No. Sabía que estaba vinculada con los suicidios del Golden Gate pero, como tú, nunca los vinculé con Melissa. Me parece increíble…
—Ya somos dos. Entonces, si no conocías la relación, ¿por qué querías que la viera?
—Porque presenta unos delirios que me recuerdan a Gabriel Rees antes de que saltase del tejado de la iglesia de la Ciencia Cristiana. Tengo como una corazonada que me dice que está todo conectado con lo que está pasando…, con el síndrome de Boston, de una extraña manera.
Al fondo, el camino que habían tomado, parcheado por el luminoso sol de primavera que se colaba entre los árboles, se abrió a unos céspedes inmaculados. La residencia estaba en una mansión neogeorgiana que parecía más la vivienda de algún aristócrata de Nueva Inglaterra que unas instalaciones hospitalarias.
—¿Está aquí? —preguntó Macbeth, que de pronto pareció incómodo.
—Sí. —La expresión de Corbin también se agravó—. Ay, vaya, de hecho está en la misma habitación. Perdona, John, no había caído…
—No pasa nada. —Macbeth forzó una sonrisa—. Es agua pasada.
—¿Estás seguro? Puedo hacer que la trasladen al edificio principal.
—No hace falta. A mí se me había olvidado hasta que he visto el edificio.
Todos los médicos pierden a un paciente u otro en algún punto de su carrera. En el caso de los psiquiatras la espada de Damocles sobre sus cabezas es que algún paciente, a menudo por un cambio repentino e impredecible de humor, se quite la vida. A él le había ocurrido allí, con una persona que tenía a su cargo. Su último caso de medicina clínica se había alojado en la habitación que en esos momentos ocupaba Deborah Canning. Lo acusaron de mala praxis y de cometer un error garrafal en el diagnóstico, pero él mismo fue su mayor crítico, y sus dudas sobre su capacidad para relacionarse con la gente y comprenderla lo alejaron de la práctica médica y lo llevaron a la investigación pura y dura.
—¿Estás seguro? —volvió a preguntarle Corbin.
—Sí, sí.
—Vale. —Corbin pasó el primero—. Como sabrás, Debbie trabajaba en la industria de los videojuegos, de hecho era la jefa de Melissa, y se dedicaba a diseñar y programar software. Es una mujer de una inteligencia increíble, y ya sabemos que cuando un cerebro de tal brillantez se vuelve contra sí mismo es un enemigo muy difícil de combatir. Se trata de una paciente de pago y fue ella quien se internó motu proprio. Su familia vive aquí en Boston y, por lo visto, hace mes y medio se presentó en su casa sin previo aviso, en un estado de angustia considerable. Salió sin más de su oficina en San Francisco, se compró un billete de avión con la tarjeta de crédito y voló hasta la otra punta del país sin molestarse en cambiarse de ropa o hacer una maleta. A los cuatro días de que Debbie llegase a Boston, Melissa y el resto de los de la empresa se suicidaron.
—¿Lo sabe ella?
—Hice unas diligencias para que nadie la informara… Y no te creas, me trajo más de un problema con la policía, que quería interrogarla… Pero estoy convencido de que lo sabe: o bien se lo huele o bien salió de allí corriendo porque sabía lo que se cocía.
—Entonces, ¿por qué estás tratándola?
—Su estado es muy difícil de definir. Al contrario que Gabriel Rees, ella sí que tiene historial clínico: síntomas de bipolaridad durante la mayor parte de su vida adulta y tratamiento por trastorno de déficit de atención en la adolescencia. Cuando llegó aquí, estaba sumida en lo más profundo de una depresión psicótica de categoría. Empecé dándole asenapina pero ya se la he ido reduciendo. Tengo la impresión de que, tenga lo que tenga, no va a curarse con fármacos, de modo que he estado sometiéndola a sesiones de terapia intensas.
—¿Y por qué querías que la viese? Antes de saber lo de la conexión con Melissa y todo eso…
—En las últimas cuatro semanas…, no sé, supongo que la mejor manera de decirlo es que Debbie ha empezado a desvanecerse… Es el caso más palpable, aunque lúcido, de desrealización y despersonalización con el que me he cruzado. Se niega a aceptar que existe o que ha existido. Espero que no te importe pero, después de lo que pasó con Gabriel, y dado que tú mismo vives episodios de despersonalización, pensé que podrías iluminarme al respecto. Si te soy sincero, estoy empezando a desesperar: se ha despojado de tal forma de toda noción del yo que no parezco lograr llegar a ella, y menos aún traerla de vuelta.
—Ah, ahora entiendo: quieres una segunda opinión de un colega al que le falta el mismo tornillo —señaló Macbeth con una sonrisa.
—Digamos que de alguien que es capaz de empatizar con al menos algo de lo que está pasándole por la mente. Mira, John, es realmente el caso más extremo con el que me he enfrentado. Sé que te parecerá una locura pero a veces me veo creyéndola: como si la razón de no poder llegar a ella fuese que en realidad no existe…
La habitación de la esquina, que gozaba de vistas tanto a los céspedes como a la arboleda, estaba justo como la recordaba Macbeth. Aparte del cartel protocolario de incendios tras la puerta de seguridad, era tan poco institucional como el propio edificio que la albergaba. Era luminosa y espaciosa, con las paredes pintadas en azul celeste. El gran cuadro abstracto sobre la cama individual era un insulso arreglo de formas y azules y verdes pastel: carente de geometrías o colores estridentes para no alterar a nadie. Aunque el mobiliario era nuevo y funcional se habían molestado en intentar que armonizara con la época y el estilo de la residencia.
Deborah Canning, vestida con vaqueros, zapatillas de deporte y una camiseta azul oscuro, estaba en un sillón tapizado junto a la ventana. Macbeth la reconoció al instante por la fotografía de la página web de la empresa de Melissa. Estaba sentada con la espalda erguida, pero no rígida, con el codo en la mesita y la mano sobre un grueso libro de arte de tapa dura.
Lo primero que le llamó la atención fue su serenidad. La calma que desprendían su rostro y su actitud era casi contagiosa y parecía llenar la habitación con una sensación de paz. Atractiva, de treinta y pocos años, Deborah habría sido guapa si su boca hubiese sido un poco menos pequeña y su nariz un poco menos larga. Los ojos, sin embargo, eran impresionantes: grandes, claros y color esmeralda. Tenía la tez pálida y el pelo de un color castaño poco llamativo. Al ver entrar a los dos médicos se volvió y les dedicó una sonrisa cordial y tranquila.
—Hola, Debbie. Te presento a un colega mío, aquel del que te hablé, el doctor John Macbeth.
—¿Como el rey escocés? —preguntó volviéndose para estudiarlo.
—Como el rey escocés.
—Pero ¿a quién de los dos Macbeths se parece usted?
—No entiendo…
—Hay dos Macbeths —explicó ella con voz calmada y entonación suave—. El histórico, el «real», fue un rey muy querido que cosechó muchas victorias, mientras que el ficticio, el de Shakespeare, era un asesino despiadado y un tirano. Es la gran ficción la que todo el mundo recuerda, en lugar de la verdad, más pequeña. Así que, ¿a cuál de sus homólogos prefiere: al de la ficción recordada o al del hecho olvidado?
—Me temo que no tengo nada ni de regio ni de shakesperiano… Soy el Macbeth que intenta no dejar en números rojos la tarjeta de crédito. ¿Le importa que nos sentemos?
Cuando la mujer asintió ambos psiquiatras cogieron sendas sillas y se sentaron frente a ella.
—¿Qué has estado haciendo hoy? —le preguntó Corbin.
—¿Haciendo? —Frunció el ceño—. Pues han llegado sonidos de fuera. Voces… y pájaros, sobre todo pájaros. Un par de camiones, a lo lejos.
—¿Te gusta escuchar sonidos, Debbie? —le preguntó Macbeth decidiéndose por el tuteo.
—Yo no escucho, oigo. Y solo los oigo porque otra gente los oye.
—Pero sí que oyes a esa gente… Estás aquí y puedes escucharla.
—Cogito?
—¿Perdón?
—El cogito de Descartes… El martillo con el que intenta partir mi delirio en dos. Si percibo, es que pienso. Pienso, luego existo. Cogito ergo sum.
—Sí, bueno, algo parecido.
—¿Sabe qué es lo que tiene gracia? Que Descartes casi lo clavó… Pero debería haber dicho: pienso, luego pienso que existo.
—Te equivocas, Debbie. Sabes que existes pero, debido a los problemas que estás teniendo, a algunos traumas, estás intentando distanciarte de la realidad. Es un mecanismo de defensa como otro cualquiera. Yo sé que existes, y el doctor Corbin también. Ambos te vemos y te oímos.
—Me temo que esa lógica no es consistente. Yo sé alguna que otra cosa sobre esto, la cognición y la percepción. En mi trabajo me valía de trucos y aparatos para jugar con la percepción de la gente. Porque que exista como una percepción en su mente no significa que realmente exista como un objeto distal en la realidad… ¿He elegido bien las palabras?
Macbeth sonrió y asintió.
—Sí, Debbie… muy bien.
—¿Y si solo existiera en su cabeza? —Lo miró como con ojos suplicantes, dejando entrever por primera vez cierta emoción en su expresión—. ¿No se lo ha cuestionado nunca? ¿Nunca ha barajado la posibilidad de que todo esto (todas las cosas y las personas que lo rodean) no existan más allá de su cabeza? ¿Cómo sabía que yo estaba aquí antes de entrar en el cuarto? Usted cree que tengo delirios pero lo cierto es que solo me diferencia una cosa de los demás: yo sé que no existo, mientras que los demás lo han sospechado al menos una vez en la vida, han cuestionado la realidad del mundo que los rodea o a sí mismos.
—Entonces, ¿por qué aceptamos todos que existimos?
—Porque los engaños se amontonan, forman capas unos encima de otros, desde que somos niños. Engaños, conceptos, constructos sociales. Edificamos un consenso sobre qué es la realidad, sobre nuestra propia existencia, y a todo aquel que lo cuestiona se lo tacha de loco.
—¿Y qué hay de los filósofos o de los físicos cuánticos? O los neurocientíficos… ¿Acaso ellos no ponen en entredicho la realidad? Y nadie los tacha de locos…
—Se los tacha de pensadores abstractos. Nadie cuestiona su opinión sobre la realidad porque nadie la entiende. Revisten lo que es sencillo y observable en la vida cotidiana de un lenguaje que nadie entiende. Nublan la verdad en lugar de iluminarla.
—¿Y cuál es esa verdad?
—¿Le suena el modelo de ocho circuitos de consciencia de Timothy Leary?
—Algo he oído.
—El octavo circuito es donde reside la verdad. La Mente Suprema, o cuántica. La consciencia es lo que más cuesta definir: por qué yo veo el mundo desde mi ventana y tú desde la tuya. ¿Alguna vez se ha preguntado si compartimos la misma consciencia única pero a la vez solo experimentamos un punto de vista?, ¿que tal vez cuando muera se despertará como yo, Gandhi, Hitler, o un niño africano hambriento de esos que salen en la tele? No lo pensamos porque tenemos el pensamiento suprimido. La supuesta realidad es cómplice en la supresión de la libertad cognitiva. Prohibimos las drogas que alteran los estados de consciencia, creamos religiones para confinar y canalizar los pensamientos de los demás y los propios. ¿Cómo sabe que no soy un invento de su percepción?
—Porque no tengo tanta imaginación, Debbie. Sé que existes.
—Ya le he dicho que sé mucho sobre percepciones de la realidad. Se me considera la mejor programadora de JRA del país, y estoy entre los tres mejores del mundo.
—¿JRA?
—Juegos de Realidad Alternativa. Una inmersión total en otra realidad. Aprendí todos los trucos (e inventé más de la mitad) sobre cómo engañar a la mente humana para que crea que está en un lugar en el que no está y experimente un entorno que tampoco existe. —Volvió a sonreír y Macbeth se fijó en que le tembló la comisura del labio—. ¿Me haría un favor? Mire hacia atrás. Venga, por favor, síganme la corriente…, los dos, miren hacia atrás y tomen nota de lo que ven.
Ambos se volvieron y contemplaron la habitación.
—Ahora vuelvan a mirarme y no miren atrás.
Giraron las cabezas.
—Díganme qué hay detrás de ustedes. Pero hagan lo que hagan, no miren hacia atrás para hacer memoria.
—¿Detrás de nosotros? Pues tu habitación, Debbie —respondió Corbin—. Tu cama, tu armario, la bata…, el cuadro de la pared, la puerta que da al pasillo.
—¿Lo ven? Está usted mirándome pero se imagina el cuarto que ha visto. Lo está recreando en su mente a pesar de que ya no lo ve.
Se quedó mirando al espacio entre ambos hombres, más allá, por detrás de ellos. Se le disipó la serenidad del rostro: por un momento su expresión reveló dolor y desesperación, pero al poco estos se desvanecieron y recuperó la calma fría e inexpresiva.
—¿Saben qué veo yo, ahora que no ven? Todo lo que han descrito estaba allí pero solo cuando miraban. Estaba allí porque miraban. Ahora ya no está. Yo no lo veo porque no puedo generarlo. No existe porque yo no existo y por tanto no puedo crearlo.
—Entonces, ¿qué hay, Debbie? —quiso saber Macbeth.
—Nada. No hay nada, solo un vacío que no puedo describirles porque no tiene ni dimensión, ni color ni forma.
El rostro seguía en calma pero los ojos le brillaban, y se le formó una lágrima en el rabillo del ojo que le bajó por la mejilla.
—Estoy mirando detrás de ustedes y no hay nada. Estoy mirando detrás de ustedes y solo veo el más aterrador de los vacíos.