John Macbeth. Boston
Cuando su hermano llegó a casa Macbeth le contó su encuentro con Bundy y lo que había descubierto de los nombres mencionados por el agente, así como la conexión de Melissa con ambos hombres y el interés de Bundy por John Astor y los simulistas.
—Parecía querer saber más sobre ellos que sobre Fe Ciega, que yo pensaba que serían más prioritarios para el FBI —le explicó Macbeth—. ¿A ti te suena lo de los simulistas?
—Claro. Aunque no entiendo por qué le interesan al FBI… Son un peculiar subconjunto de la comunidad científica. Son raritos pero inofensivos, desde luego.
—¿Y John Astor?
—Es su cabeza visible. Puede que sea una persona real o puede que no. Y lo mismo te digo sobre el conjunto de sus creencias.
—No te sigo.
—La religión y la ciencia no se mezclan. Como ya te dije, la primera solo existe en ausencia de la segunda. Los simulistas, sin embargo, son científicos que creen que necesitamos religiones: que creer es una necesidad básica del ser humano, por mucho que lo que crean sea un rollo macabeo. Por eso mismo decidieron hacer de la ciencia su religión. Creen que Dios todavía no existe pero existirá… porque nosotros lo crearemos. La ciencia nos convertirá en Dios.
—«Estamos convirtiéndonos…». No he parado de ver esa pintada.
—Es de ellos. Para los simulistas no hay día del Juicio Final, solo la Singularidad, cuando el hombre y la tecnología se combinen y el humano se convierta en posthumano. ¿Te suena la Tercera Ley de Clarke?
—Sí. De hecho me la sé: «Toda tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia».
—¿Por qué no me sorprende que la conozcas? —Casey sonrió irónicamente—. Bueno, el caso es que los simulistas la han llevado un paso más allá: toda forma suficientemente avanzada de inteligencia humana será indistinguible de Dios. Lo que creen es que nuestro destino es emerger de la Singularidad que está por venir como posthumanos, luego superhumanos, semidioses y por último dioses.
—¿Y Astor?
—Es su profeta… En teoría ha escrito un libro superencriptado que está enterrado en el mundo virtual y se revelará solo a los elegidos. Es todo ciencia pero a la vez mística. Como la supuesta trinidad de Dios, la de Astor es una dualidad: virtual y física. La parte simulista de todo proviene de la creencia de que, como posthumanos superinteligentes, crearemos supersimulaciones de personas, mundos y universos que serán indiscernibles de la realidad. Simulaciones en las que la gente vivirá sin saber que no son reales. Nos convertiremos en los dioses de otras realidades.
—Suena a secta. Y a rollo macabeo.
—Pero es menos rollo que las religiones existentes. En mi trabajo me encuentro con algunas cosas que ponen a prueba la mente, infinitas posibilidades e imposibilidades. Cosas que parecen magia, salvo porque no lo son: siempre hay una ecuación o un principio para explicarlas. Creo que el simulismo empezó como una broma o un experimento del pensamiento (para ilustrar la falacia de la religión y esas cosas), pero se supone que el libro de Astor contiene una especie de revelación científica no religiosa. Sea como fuere, el caso es que algunos simulistas se han tomado muy en serio sus creencias.
—Sabes mucho sobre ellos.
—En el MIT estuvo de moda durante un tiempo, sobre todo entre los físicos cuánticos. Pero cuando la cosa dejó de ser una broma, cayó en el olvido.
—¿Sabes si Gabriel Rees estaba entre ellos?
Casey se encogió de hombros.
—No lo sé, pero lo dudo.
Esos últimos días en Boston fueron un tiempo complicado y confuso para Macbeth. Como todo el mundo, veía el telediario más de lo habitual en él. Llegaron noticias de sucesos extraños en localizaciones de todo el mundo, pero dar información objetiva sobre esas experiencias subjetivas era imposible; por lo demás, nadie podía estar seguro de qué alucinaciones habían tenido lugar y cuáles no eran más que un montaje de alguien que quería sus quince minutos de gloria.
Se habló, no obstante, de otras amenazas más tangibles. Un efecto de las visiones fue un aumento considerable del fanatismo religioso: los fundamentalistas de todos los credos se volvieron más fundamentalistas, los radicales más radicales y los extremistas más extremos. Todos los clérigos veían en los sucesos una justificación de la superstición y la intolerancia marca de la casa. Por todo Estados Unidos predicadores y agitadores anunciaron el inicio del Arrebatamiento, mientras aprovechaban para dictar sermones xenófobos, intolerantes y desconfiados; en Europa y Oriente Medio los mulás y los ayatolás llamaron a los fieles a la yihad. Más cerca de casa, un modesto vendedor de coches usados, divorciado y blanco, que por lo que se sabía nunca había puesto el pie fuera de Estados Unidos, entró en el ajetreado vestíbulo de una empresa de software del centro de Washington y al grito de «Alahu akbar», detonó la bomba que llevaba escondida en la mochila, con su consiguiente muerte y la de ocho de los presentes. Ese mismo día un pistolero no identificado de apariencia árabe abrió fuego contra los compradores de una tienda de Apple en Oregón y mató a siete personas antes de que la policía lo redujera a tiros.
Entre tanto, Macbeth pasó la mayor parte del tiempo hablando con el profesor Poulsen por teléfono o correo. Le aseguró en varias ocasiones que no iba a acceder a la petición de Brian Newcombe de unirse al comité de expertos investigadores. Cada vez que le hablaba de las singularidades del mundo que lo rodeaba, Poulsen parecía verlo como algo menor, una distracción trivial.
Mientras Casey y el resto de Boston se esforzaban en asimilar la inexplicable experiencia del «fantasmoto», Macbeth intentaba por su parte procesar la muerte de Melissa y las circunstancias igual de inexplicables que la rodeaban. Tuvieron que mediar tres llamadas a la Patrulla de Carreteras de California —teniendo en cuenta la diferencia horaria de tres horas entre ambas costas— para que la agenda de Macbeth y el turno de Ramirez se alinearan.
—¿Qué puedo hacer por usted, doctor Macbeth? —La voz de Ramirez era profunda y serena, un tono que no esperaba en un agente de policía.
Le contó quién era, dónde estaba y por qué, le puso al día de su relación con Melissa Collins y le transmitió su incredulidad ante el suicidio.
—Me temo que no hay lugar a dudas. Yo la vi saltar con mis propios ojos, a ella y al resto. Lo siento mucho.
—Es que Melissa era la persona que menos esperaba que se suicidase… ¿Hay alguna posibilidad de que sea un caso de identificación errónea?
—De ningún modo. La identificaron y, además, he visto fotografías de la señora Collins. Era ella, seguro.
—Cuando saltó, ¿se la veía preocupada? ¿O cree usted que pudo estar bajo el influjo de algo?
—Eso fue lo que más me impresionó… estaba perfectamente serena. Casi alegre. En cuanto a las drogas o el alcohol, el análisis toxicológico salió limpio. ¿La conocía usted bien?
—Vivimos un tiempo juntos antes de que se mudara a la Costa Oeste. Aunque después de eso perdimos un poco el contacto… Bueno, lo perdimos del todo.
—¿Y nunca dio muestras de ningún tipo de inestabilidad mental durante el tiempo que estuvieron juntos?
—No, en absoluto.
Medió un silencio. Macbeth odiaba hablar por teléfono porque no sabía interpretar los silencios y las pausas. Se imaginó que Ramirez meditaba sobre lo que acababa de decirle.
—¿Le importa si le pregunto por qué ha tardado tanto en ponerse en contacto conmigo? Hace ya más de dos meses que la señora Collins falleció.
—Me enteré hace poco. Bueno, sabía lo de los suicidios del Golden Gate, y los otros de Japón, pero no conocía los detalles. Como le he dicho, vivo y trabajo en Dinamarca. Hasta que el FBI, el agente Bundy en concreto, no me lo contó no tenía ni idea de que Melissa estuviese involucrada.
—¿El FBI? —La voz tranquila y regular de Ramirez denotó algo, sospecha tal vez—. Me sorprende que no nos hayan informado. ¿Cuánto tiempo se queda en Boston?
—Hasta finales de la semana que viene. Mi jefe quiere que vuelva a Copenhague lo antes posible.
Otra pausa.
—De acuerdo. En teoría dentro de una semana y pico voy a Boston para seguir una pista relacionada con esta historia pero intentaré adelantar el viaje. ¿Me dedicaría un tiempo si consigo ir antes de que se vaya?
—Por supuesto. Pero yo creía que la investigación sobre la muerte de Melissa ya habría acabado, dado que es un caso claro de suicidio.
—Es posible que así sea, pero al mismo tiempo es un caso con mucha cobertura mediática y hay presiones para que se determine qué fue lo que los impulsó a saltar. En realidad voy a Boston para averiguar todo lo que pueda sobre Deborah Canning, la única persona de la empresa que no estaba allí esa mañana, a ver si puede arrojar alguna luz al respecto.
—¿Deborah Canning? ¿Está en Boston? —A Macbeth le pilló totalmente por sorpresa. ¿Por qué no lo habría mencionado Bundy?
—Eso me han dicho. Al parecer ha sufrido algún tipo de ataque y acaban de darme permiso para interrogarla. La han ingresado en el hospital McLean…
Macbeth se alegraba de haberse trasladado al piso de Casey. Solía suponerle todo un desafío relacionarse con otra gente, una dificultad para sintonizar la misma frecuencia que a veces entorpecía la conexión con él. Casey, en cambio, pese a tener una personalidad muy diferente, al menos estaba en la misma longitud de onda: él lo entendía.
Esa semana hablaron mucho, hasta bien entrada la noche. Le contó a su hermano todo lo que había descubierto sobre Melissa y las extrañas conexiones entre su muerte y las de Killberg y Tennant.
—Entonces, ¿vas a trabajar para ellos? —le preguntó Casey una noche que estaban en la cocina, con los hombros abatidos por el cansancio, compartiendo un té con él.
—Es que no puedo. Sé que es un honor y que es importante y todo eso pero hay otros mucho mejor cualificados que yo. Mi trabajo en Copenhague es igual de importante y no puede sustituirme nadie. Les he dicho que puedo darles mi opinión sobre algún dato u otro cuando me sea posible, pero ya está.
—No sé, John, pero está pasando algo raro. Una plaga o algo parecido. Una plaga mental. —Casey hizo una mueca y curvó los dedos en el aire para entrecomillar la frase—. La gente está asustada. Yo mismo lo estoy. Hoy ha estado a punto de pillarme un coche porque no lo he oído venir. Si no hubiera tocado la bocina, me habría arrollado. Pero cuando se fue, me vi preguntándome si había sido de verdad o no. La gente está volviéndose majara. No sabe qué pensar. Diría que llegar al fondo de todo esto sería el reto psiquiátrico del siglo.
—¿Sigues con la idea de ir a Oxford al congreso de Blackwell?
—Claro que sí.
—Entonces deberías entenderme. El proyecto de Copenhague es tan importante para mí como para ti el Proyecto Prometeo de Blackwell. Estamos a un tris de entender la mente por completo. Y creo sinceramente que la respuesta a qué está pasando en el mundo no la van a encontrar buscando patrones en estadísticas epidemiológicas.
—Ya me imagino. —Casey suspiró resignado y se recostó en la silla de la cocina—. Por cierto, he estado echándole un ojo a tu portátil.
—Qué bien… ¿Has conseguido abrir la carpeta?
Casey sacudió la cabeza.
—Pues no. No se puede ni clicar sobre el icono, ni obtener información sobre su tamaño ni saber siquiera si está vacía o no.
Macbeth se encogió de hombros.
—Entonces la ignoraré.
—No te lo aconsejo. Tiene algo que no me da buena espina. Hay material muy delicado en tu ordenador relacionado con tu trabajo. Mucho me temo que te lo hayan hackeado y que te hayan puesto ahí la carpeta.
—¿Como una especie de troyano?
—Los troyanos suelen esconderse en lo más profundo del disco duro y la mayoría de las veces son invisibles sin un buen antivirus. No… —Casey frunció el ceño—. No, esto es distinto. Le he pasado el antivirus y he copiado todos tus archivos importantes en un disco duro portátil, pero nada del software, por si estuviera infectado. Te puedo prestar un portátil que tengo de sobra.
—¿Lo crees necesario?
—Nunca he visto nada igual. —Casey rio confundido—. No sé pero es como la analogía perfecta con lo que está ocurriendo a nuestro alrededor: esa carpeta es fantasma…, un espectro, como tú mismo dijiste. Es más, empecé a preguntarme si realmente estaba en la pantalla o la estábamos alucinando.
—Estás dejando que todo esto te afecte demasiado, Casey. Las cosas son lo que son. Los episodios todavía son casos aislados y escasos. Quién me habría dicho a mí que precisamente tú no serías inmune a la histeria mediática…
—Ya…
Lo bautizaron: SANPT, Síndrome Alucinatorio No Patológico Temporal. La Asociación Estadounidense de Psiquiatría le asignó un número en su clasificación de trastornos mentales y la OMS adoptó la designación para su propia Clasificación Internacional de Enfermedades.
Macbeth no estaba nada convencido de que el nombre reflejara bien la experiencia ni de que hubiese suficientes datos no anecdóticos en los que basarse —y desde luego aún no se había determinado ninguna etiología—, pero entendía por qué le habían puesto nombre: los medios, no solo en Estados Unidos sino en el mundo entero, habían estado llamándolo el «síndrome de Boston», y existía una necesidad real de darle un nombre oficial a la experiencia, con el fin de que la opinión pública pensara que la comunidad médica había aislado y definido algo. No habían dudado en añadir la palabra «temporal» para asegurar a la gente que, en caso de experimentarlo, no se trataba de un problema crónico.
A pesar de haber rechazado la invitación de Newcombe a unirse al equipo de investigación, Macbeth había accedido a trabajar con ellos en el Schilder hasta que regresara a Dinamarca. Volvió a recomendarles que intentaran ponerse en contacto con Josh Hoberman.
Le contaron, sin embargo, que al parecer el profesor había desaparecido de su casa de Virginia sin dejar rastro y llevaba más de una semana sin ir a la clínica donde trabajaba. Dadas las amenazas que Fe Ciega y otros habían lanzado contra los científicos, la policía había decidido intervenir.
Macbeth también les sugirió que contaran con Pete Corbin, quien al fin y al cabo vivía en Boston y había asistido de primera mano a los inicios del síndrome en sus pacientes. La sugerencia no fue recibida con mucho entusiasmo.
Llamó a Corbin el jueves por la mañana.
—¿Te sigue viniendo bien venir mañana a las diez y media? —le preguntó este—. Me gustaría que vieses a mi paciente. No puedo evitar pensar que su caso está conectado con todo lo que está pasando y me encantaría que me dieras tu opinión.
—En realidad te llamaba por eso, Pete. Preferiría que hablásemos de otra paciente, si es posible. Me han dicho que la están tratando en el McLean. Se llama Deborah Canning.
Corbin no respondió de inmediato. Otro silencio telefónico que costaba interpretar. ¿Le habría molestado que no quisiera ver a su paciente?
—Joder… —dijo por fin Corbin—, esto sí que es raro, John. Esa es la paciente… Deborah Canning es la mujer que quiero que veas.