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Zhang. Provincia de Gansu

Delante del espejo se cepilló un pelo que estaba entre el rojo y el dorado, se lo retiró de la cara ovalada y de la frente ancha y despejada por encima de sus ojos verdes luminosos, y se lo recogió en la nuca con el pasador que tenía sujeto entre los labios apretados.

Una forastera le devolvió la mirada, o al menos una medio forastera. La suya era una cara que hablaba de dos mundos, dos hemisferios, pero que no pertenecía a ninguno; una cara cuyos detalles —los pómulos altos, la forma de los ojos y la boquita de piñón— eran propios de la etnia han, pero cuya forma y arquitectura generales, el tono de piel y el color de pelo, eran europeos. Tendría que haber dado la impresión de ser hija de un matrimonio mixto pero no la daba porque no lo era. Parecía justo lo que era, igual que otros muchos de su pueblo pero también igual que muy pocos en una nación de mil trescientos millones de personas.

Durante su infancia en Liqian, Zhang Xushou no se sintió forastera ni distinta porque en su pueblo eran numerosos los que tenían el pelo desde rojo y rubio a castaño y cobrizo y los ojos de color avellana, verde o azul claro. Mientras había crecido, cuando su universo no traspasaba los muñones de la muralla antigua en la linde del pueblo, lo había aceptado como algo normal. Hasta que no empezó a ir al instituto en el pueblo de al lado Zhang Xushou no comprendió que su aldea tenía algo distinto, extraño. Y ella también.

Fue entonces cuando se enteró de la leyenda de los legionarios: los altos soldados romanos rubios que se separaron de sus comandantes en la expedición fallida de Marco Licinio Craso contra los partos. Según la leyenda, los supervivientes de la batalla llegaron imposiblemente lejos, siempre rumbo al este, y se perdieron en el desierto del Gobi, hasta que por fin salieron de sus confines y encontraron refugio en el pueblo de Zhang, por entonces un puesto fronterizo donde los obligaron a trabajar para la dinastía Han.

De golpe y porrazo Zhang Xushou y los suyos se convirtieron en objeto de burla y víctimas de escarnio. Cuando las fronteras de su mundo se expandieron, también lo hizo su comprensión de qué era ser el otro, ser distinta; ser una cabeza rubia en medio de un océano de chinos morenos. Y luego, conforme creció, empezó a destacar aún más entre el gentío. Literalmente: la longitud de los huesos heredada de sus genes ancestrales hizo que a los trece años fuese más alta que la mayoría de sus maestros. A su edad y en un entorno donde la conformidad y la aceptación lo eran todo, Zhang Xushou se convirtió en el blanco de miradas hostiles e insultos, en particular de uno: wai guo ren, extranjera.

El ostracismo, sin embargo, no la hizo compadecerse de su particularidad sino valorarla y abrazarla: acogía de buen grado los sobrenombres, convertía en cumplidos los insultos y disfrutaba en particular cuando la llamaban lijian, que significaba griega o romana. Su herencia se tornó pasión y, con el tiempo, obsesión. Pasaba horas leyendo todo lo que caía en sus manos sobre el Imperio romano, los seis mil legionarios desaparecidos o los pueblos y la cultura de Europa. Pegaba en las paredes de su cuarto fotos de modelos y estrellas del pop occidentales.

Conforme se hizo mayor, se produjo un cambio en la actitud. Los turistas empezaron a visitar Liqian para contemplar a los aldeanos, que se pavoneaban orgullosos y solían cobrar por entrevistas a periodistas de la prensa china y extranjera. Un día que nunca olvidará fue al pueblo un equipo de rodaje de una cadena de televisión italiana. Al principio la decepcionó ver que los italianos del equipo no eran mucho más altos que un chino han medio y, para colmo, morenos. Pero entonces vio a la reportera, vestida con pantalones cargo anchos y sudadera y el pelo recogido con un pasador en la nuca. El pelo, entre cobrizo y dorado, del mismo tono que el de Zhang. La periodista italiana le pareció la mujer más hermosa que había visto en su vida. Su alegría fue inconmensurable cuando esta la vio, la reconoció como una de los «niños romanos» y se acercó para charlar con ella todo lo más que pudo, con la intermediación de un estirado intérprete que era un retaco.

Cuando terminó el rodaje Zhang fue a buscar a una amiga que sabía que tenía un pasador muy parecido al de la italiana y se lo compró por mucho más de lo que valía. Desde ese día se peinaba hacia atrás y se recogía el pelo en la nuca.

Al año o así de la visita de los italianos llegó una gente de la universidad de Lanzú. Fotografiaron el pueblo, examinaron las ruinas de la ciudad antigua y hablaron con los lugareños. Contaban con especialistas a los que solo les interesaban las treinta familias del pueblo que según todo el mundo parecían wai guo ren. Esos expertos con guantes de goma le pidieron que se metiese un bastoncillo en la boca y se lo frotara por dentro del carrillo y luego lo metieron en un tubo sellado. Le explicaron que todos tenemos una historia dentro de nosotros, enroscada y guardada en espirales. El trabajo de ellos consistía en desenroscarlas. Zhang se quedó mirándolos con sus ojos verde claro, de esa manera franca y desafiante que le había causado tantos problemas en el instituto, y les dijo:

—¿Me habla del ADN? Mire, seré una chica de un pueblo de Gansu pero sé perfectamente lo que es el ADN.

Los de la universidad sonrieron y le explicaron que le habían hecho pruebas al resto de las treintas familias con el fin de certificar, de una forma u otra, si era descendiente lejana de romanos.

Y así fue. Cuando por fin llegaron los resultados, demostraron a los entusiasmados lugareños lo que siempre habían creído: que eran tan europeos como chinos. Los arqueólogos del equipo también confirmaron que el pueblo fue en su tiempo una antigua ciudad fortaleza que custodiaba la frontera occidental del imperio han. El gobierno, sin embargo, afirmó que los resultados lo único que demostraban era que Zhang Xushou y el resto de familias lijian pertenecían a un subclado del grupo étnico han.

Pero Zhang Xushou nunca dejó de creer.

Después de eso la vida volvió más o menos a la normalidad, salvo por las tiendas de regalos y las cafeterías de temática romana que se montaron para los turistas, que cada vez llegaban en mayor número. Zhang había hecho su propia investigación y había aprendido sobre otros pueblos de la región de Gansu y de más allá que compartían su aspecto de forastera. Estos no tenían rasgo alguno de legionarios, sino de antiguas razas de celtas, de tocarios y wusun (los «nietos de los cuervos»), a quienes hacía un milenio y medio Yan Shigu había calificado de simios: salvajes de ojos verdes y pelo rojo.

Rastreó Internet, algo más fácil y fructífero que una visita a la biblioteca más cercana, la de Yongchang, y leyó sobre pueblos misteriosos; supo de los cuerpos de tres mil años de antigüedad que se habían encontrado, en un estado de conservación extraordinario, en el desierto de Taklamakán; vio fotografías del Hombre de Cherchen y de la Bella de Loulan: de pueblos altos, rubios y pelirrojos que llevaban casi tres mil años viviendo en China. Zhang supo que probablemente el origen de su singular aspecto estuviera en esos pueblos y no en los romanos de una leyenda, pero se aferró desesperadamente a la romántica idea de ser la hija del legionario.

En esos días se preparaba para abandonar su pueblo y estudiar en la universidad de Lanzú, y lo hacía también para una vida de extranjera en su propio país. Su identidad se volvió más importante aún para ella. Por las tardes paseaba hasta la linde del pueblo y contemplaba la puesta de sol tras los montes de Qilian y las arenas del desierto, por las que la luz tenue y las nubes de polvo distantes jugueteaban y conjuraban perfiles imaginados de falanges distantes.

Pero entonces se empezó a hablar de la Era de las Visiones.

Todo comenzó con noticias sobre extraños sucesos acontecidos en ciudades lejanas: enredos de tercera mano que se enredaban más con los chismorreos del pueblo. Comenzaron a circular historias sobre gente que veía a sus antepasados y tiempos pasados; que habían sido testigos de cataclismos o habían visto la luna veinte veces más grande a la luz del día. La gente, sobre todo los lugareños más viejos y supersticiosos, empezó a hablar de las viejas religiones y de relatos sobre una era de visiones que marcaría el fin del mundo; sobre el regreso de Hundun, el espíritu del caos anterior al tiempo. Un anciano, Zhia Bao, un chino hui que en teoría se acogía estrictamente al islam, anunció a bombo y platillo que lo que ocurría era que los muros del Cielo se habían abierto; explicó que ya había ocurrido antes en la historia de la humanidad pero que la diosa-creadora Nüwa había contenido la brecha con su propio cuerpo.

—Si lo que dices es cierto —había oído preguntar Zhang a uno de los lugareños—, ¿qué será de nosotros cuando se abra la brecha en el muro?

Zhia Bao le había dado una calada larga y contemplativa a su pipa, muy metido en su papel del anciano más anciano del pueblo, antes de responder:

—Según las leyendas, entonces el mundo del cielo y el de la tierra chocarán y todo acabará.

Hasta entonces no había sido más que la estimulante especulación desde la distancia: la emoción de la amenaza, todo en uno. Pero entonces llegaron los rumores del pánico por las calles de Lanzú, de gente que escapaba de monstruos que no podían existir. Y luego ocurrieron cosas extrañas en Yongchang. Pero hasta que una de las mujeres del pueblo, una que llevaba veinte años sorda, no afirmó haber oído el sonido de unos hombres marchando y un entrechocar de metal proveniente del desierto, Zhang no supo que estaba a punto de ocurrir algo trascendental. Desde ese día se pasó horas en la linde del pueblo contemplando las arenas del horizonte. A la espera.

La legión estaba al caer.