Fabian. Frisia
Aunque estaba convencido de que nadie podía verlo, Fabian decidió mantenerse oculto, rondar por los alrededores del asentamiento y utilizar la maleza crecida de la playa a modo de parapeto. La sensación de déjà vu se le había pasado ya pero aquel sitio y aquel tiempo seguían allí. A su alrededor todo —la experiencia de la vida— se había vuelto una locura. Fabian sabía, sin embargo, que no estaba loco. Aunque tal vez eso fuera estar loco: pensar que todos los que te rodean lo están y tú no.
Llegó a un punto desde el que tuvo una vista clara del asentamiento y de la explanada central. La mujer había regresado al poblado, con el cubo de cuero vacío balanceando de su brazo delgado como una campana en una cuerda. Un grupo de aldeanos se había reunido en el centro, todos vestidos con ropajes que a Fabian le costaba datar; supuso que eran de la Alta Edad Media pero carecían de toda sofisticación: ni sedas ni telas buenas, solo tejidos de punto grueso con diseños simples. Los hombres llevaban unos sayos con canesús, ceñidos por cinturones, y pantalones informes recogidos por las pantorrillas que debían de sujetarse al cuerpo mediante unos lazos ocultos a la vista. Eran vestiduras que podían pertenecer a cualquier era desde finales de la Edad de Piedra a la Edad Media. En todas las épocas las ropas de los aldeanos habían sido las prácticas y resistentes de los campesinos. Y esa gente lo era.
Un hombre más joven que el resto, con un jubón color mostaza, se separó del grupo y se acercó a la mujer que había visto antes. Hablaron unos instantes y Fabian los observó, despegado y a la vez involucrado. Supo que la mujer estaba casada, como indicaba su pelo recogido en un moño en la nuca, y vio también que estaba dejando atrás la juventud. Le asombró poder ver toda la historia desplegada ante sus ojos e interpretarla. Después una idea le cruzó la mente como un rayo: ¿cómo podía haber sabido que la mujer estaba casada por la forma de llevar el pelo? ¿Lo habría leído en alguna parte y lo habría olvidado? ¿Cómo era posible que siendo un extraño como era en aquella época pareciese saber tanto por instinto? ¿Por qué esa experiencia se le antojaba mucho más real que los catorce años que llevaba en la otra realidad?
Sus pensamientos se interrumpieron cuando un hombre de unos treinta años con una larga barba, armado con lanza y escudo, llegó al poblado. Se fijó en que ese hombre —el mayor que había visto hasta entonces— venía caminando desde el promontorio. Se acercó al joven que estaba charlando con la mujer y lo recriminó en voz alta. Le pareció extraño oír un idioma que nunca había oído pero que tenía palabras sueltas que se parecían al frisón que él y su familia hablaban. El joven se disculpó y bajó la cabeza, y entonces el mayor le dio el escudo y la lanza y le señaló hacia el promontorio. El del jubón mostaza se fue arrastrando los pies, con cara avergonzada, mientras el resto de hombres lo abucheaban.
Fabian lo siguió en la subida al promontorio, despreocupándose ya de esconderse de una gente para la que era claramente invisible. Algo en el rechazo al joven le había llevado a seguirlo en su soledad. Llegaron casi a lo alto, donde el faro debería estar pero no estaba. El joven se puso en pie, con la lanza en la mano, y fijó la vista en la seda aplastada por el cielo que era el mar. Fabian comprendió entonces el escarnio al que lo habían sometido: era una especie de centinela y no se había presentado a su turno de vigilancia. Pero ¿para vigilar el qué?
El joven dejó la lanza y el escudo en la hierba y se sentó, con las piernas cruzadas y los antebrazos apoyados en las rodillas; aunque era una pose relajada no por ello dejó de escrutar el horizonte vacío. Fuera cual fuese la amenaza, era lo suficientemente real para mantener alerta al centinela de la aldea.
Todo aquello no podía estar en su mente. Fabian llevaba allí, en aquel mundo, treinta y cinco minutos. Ningún delirio, fantasía o artificio de la mente podía durar tanto. Le entró el pánico al pensar que tal vez se había quedado allí atrapado, y no era la idea de quedarse preso en aquella época lo que le preocupaba, sino más bien verse confinado a un mundo solitario: invisible e intangible en una pseudovida de fantasma. Se levantó de un brinco para intentar calmarse. Quizás estaba soñando, solo eso: se habría quedado dormido mientras descansaba en la piedra y había soñado todo lo que había pasado desde entonces. Aunque si era todo un sueño, no se parecía a ninguno que hubiese tenido hasta entonces: era más vivo, más convincente, mucho mejor perfilado incluso que su vida despierta.
Decidió ir hasta el joven y tocarle, sacudirlo por el hombro y ver cómo reaccionaba. Pero no tuvo tiempo porque en ese momento este se puso en pie y dejó la lanza y el escudo en la hierba. Poniéndose la mano a modo de visera contra la luminosidad del ancho cielo, escrutó las aguas y fijó la atención en un punto en la distancia. El chico siguió su mirada pero solo vio el vago resplandor del agua y el sol, fusionándose en la línea entre cielo y mar. Volvió de nuevo la vista hacia el joven, justo a tiempo para ver que se enderezaba y se ponía tenso: más allá de creer haber visto lo que fuera que había visto, era evidente que estaba viéndolo en esos momentos. Una vez más Fabian siguió su mirada y una vez más no vio nada. Imitó la postura del joven cubriéndose los ojos y entornándolos frente a la luz. Ahora lo vio: tres borrones en el horizonte. Fueran lo que fuesen, se dirigían hacia el promontorio, sorteando las llanuras de marea del Waddenzee.
Barcos. Pero sin velas, muy pegados al agua.
El joven centinela dio media vuelta y salió corriendo hacia el pueblo como si huyera del mismísimo diablo. Y gritó. Un chillido desesperado de una sola palabra. Aunque era una lengua muerta y rematada, Fabian no tuvo ningún problema en reconocer esa única palabra unívoca, una que no había quedado en el olvido a pesar de ser de una época olvidada; un término que había pasado de generación en generación, con más de un milenio de historia, y que conservaba el poder para aterrar.
Y para emocionar. Fabian supo entonces por qué estaba allí y qué tenía que observar. No salió corriendo en pos del muchacho del sayo mostaza; permaneció en el promontorio viendo cómo se acercaban los tres borrones, cómo iban tomando forma y haciéndose cada vez más distinguibles.
Los mástiles articulados, que hasta entonces habían estado plegados para que fuera más difícil otearlos desde tierra, se alzaron de la nada, así como unas velas cuadradas enormes, una en cada barco. Como patas de enormes escarabajos marinos, de cada costado surgieron filas de remos que mordieron el mar, los tres barcos avivando el paso y cortando despiadadamente las olas en dirección al promontorio.
Sintiendo una emoción eléctrica por cada fibra de su cuerpo, percibió dos cosas a la vez: el cuervo gigante bordado en la franja roja de la vela del primer barco, y el grito del centinela del pueblo, que volvió a chillar, desesperado, su única palabra de alarma:
Víkingr.
No había miedo. No era que Fabian se sintiera despegado de lo que ocurría como solía pasarle en la realidad despierta de su día a día: sentía excitación. Por lo demás, no tenía razón alguna para creer que los vikingos que se aproximaban serían más capaces de verlo que el resto de las personas con las que se había cruzado.
Sabía que estaba en un mundo y una época en la que ya no valía ninguna certeza con la que hubiese crecido, ninguna norma de conducta ni restricción.
Los barcos eran una hermosura: cascos esbeltos y elegantes con tingladillo de roble, de unos veinte metros o más de eslora. Parecían avanzar hacia la tierra rozando apenas la superficie del agua. El cuervo negro de Odín se cernió sobre él en la vela hinchada cuando el primer barco, accionado por remos que trabajaban como pistones sincronizados en una época muy anterior a la concepción de la idea del pistón, llegó a su altura, por debajo del promontorio. Vio los escudos redondos a lo largo de los escálamos, así como cascos de guerreros destellantes con visera. Cuarenta, tal vez cincuenta hombres.
El segundo de los barcos se deslizó por la orilla. Al igual que en el primero, había un hombre agarrado al cuello esbelto y arqueado del mascarón con forma de dragón que se inclinaba para ver la profundidad del agua e iba guiando hacia el estrecho coronado por el promontorio. Fabian, que había leído innumerables libros sobre los saqueadores nórdicos, sabía que los barcos iban a varar sin miedo porque tenían doble mascarón y podían llevarse de vuelta al mar sin necesidad de darles la vuelta. Corrió por el promontorio siguiendo el ritmo del último barco, mientras saludaba y gritaba a unos vikingos que no podían ni oírlo ni verlo.
A pesar de correr con todas sus ganas, Fabian solo había llegado hasta donde habían varado el primer barco cuando empezaron a bajarse. Había esperado que vociferasen y coreasen gritos de guerra pero desembarcaron ágil y silenciosamente, sin saber aún que los habían visto y que ya no podían contar con el elemento sorpresa. En cuestión de un par de minutos desembarcaron ciento cincuenta hombres. Las hojas de las espadas, las puntas de las lanzas y los umbos de los escudos relucían, bien afilados y destellantes bajo la luz del sol. Fabian se fijó en lo brillante y limpio que estaba todo, más incluso que en la vida normal, como si le hubieran potenciado la visión —y todos los sentidos—, o alguien hubiese retocado por ordenador la realidad, subiendo la definición, intensificando los colores y redefiniendo el contraste y la nitidez. Le sorprendió ver que los vikingos no eran los salvajes peludos que siempre había imaginado: estaban acicalados, con las barbas bien recortadas y peinadas, sus cascos y sus cotas de malla pulidos y brillantes.
Salvo un grupo.
Veinte o veinticinco vikingos del primer barco se mantenían a un lado, y Fabian notó al instante que tenían algo extraño, y no solo eso, también parecían muy peligrosos. De entrada llevaban una ropa bien distinta: mientras los otros vestían cotas de malla o jubones acolchados, esos hombres musculados iban con los brazos al aire y solo llevaban sobre el torso petos de una gruesa piel negra y marrón. Algunos no tenían cascos y en su lugar vestían cabezas disecadas de lobos u osos, con una cortina de pellejo que les caía sobre cuellos y hombros. Todos tenían las caras ennegrecidas, como pintadas con ceniza u hollín, y las máscaras de piel oscura enfatizaban los dientes que se veían en rostros torcidos, con lenguas que colgaban rojas de las bocas abiertas y los blancos de los ojos muy abiertos y moviéndose de un lado a otro, locos.
Vio que también tenían más marcas de guerra que sus camaradas. Tenían los brazos desnudos recubiertos de feos verdugones de heridas mal curadas, unos más antiguos y otros todavía rojos y en carne viva. Las caras, bajo la tizne, también mostraban cicatrices de espadas y deformidades de la batalla; a un guerrero le faltaba gran parte del lado izquierdo de la cara: una hendidura profunda, como de un hacha, le surgía de la frente y le bajaba por la mejilla, y tenía un único ojo, que, bajo la mascarilla de hollín, parecía en trance ante la batalla que se avecinaba.
Fabian tuvo la impresión de que pertenecían a otra especie sin parentesco con los demás del barco, totalmente inhumana. Además, al contrario que los otros, no estaban callados sino que hacían ruidos extraños: gruñidos y quejidos como si les doliera algo o estuviesen frustrados por haber estado encerrados. Sonidos animales. Vio que el resto de vikingos se cuidaban de mantenerse a cierta distancia de ellos, pues parecían alterarse e inquietarse más a cada segundo. Todos llevaban zurrones de cuero que les colgaban de tiras de pellejo alrededor del cuello; de tanto en tanto alguno deslizaba un dedo en una especie de pulpa gris verdosa y se lo metía en los carrillos. Uno se cayó al suelo y empezó a golpear la tierra con los puños y a emitir un agudo chillido entre los dientes llenos de mugre. El frenesí de este pareció intensificar la demencia de sus compañeros, que redoblaron los gruñidos y los gemidos. Fabian vio a otro, el que estaba más cerca de él, ponerse un cuchillo en la boca y morderlo hasta que la sangre le corrió por la barba llena de ceniza, con unos ojos de loco grandes como platos.
El chico sintió que la emoción de su pecho iba a más. Supo quiénes eran esos hombres y por qué sus compañeros no se les acercaban: un arma letal la coges por el mango, no por la hoja. Eran furias a punto de desencadenarse. Los llamaban los «muerdeescudos», los demonios guerreros. La piel gruesa que vestían sobre la suya desnuda les daba nombre: la camisa de piel de oso que llamaban ber serkr.
Eran los berserker. Y estaban a punto de soltarlos.
Por alguna razón que no podía imaginar sintió el mismo dolor de impaciencia insoportable, una gran presión gritándole por dentro para que la liberara, y dejó escapar un aullido que imitaba los rugidos de los berserker. Se detuvo en seco al ver que el que tenía más cerca, el hombre que todavía mordía la hoja entre los dientes ensangrentados, se volvía hacia él. Lo miró a la cara y le clavó esos ojos salvajes y enloquecidos.
Podía verlo.
Fabian se quedó paralizado. Por un momento al guerrero se le nubló la cara, la mirada perdida y demente, y se inclinó ligeramente, mientras un hilo de sangre le bajaba por el borde inclinado del cuchillo que tenía en la boca, como si intentara entender lo que veía. La euforia del chico también se evaporó y se vio sustituida por un miedo real y crudo de que iba a morir allí y en ese momento, en un lugar y una época que no eran los suyos.
De pronto los demás berserker rugieron al unísono. El guerrero dejó de mirarlo y volvió la vista hacia la aldea, tras los matojos de algas. A doscientos metros se habían reunido los hombres del poblado, no más de cincuenta, y habían formado una fila de lanceros arrodillados y una segunda de arqueros. Hacían todo lo posible por parecer resueltos pero Fabian sabía que estaba mirando a cincuenta hombres muertos, y supuso que también ellos eran conscientes. Se giró hacia el berserker al tiempo que este hacía otro tanto, fruncía el ceño y escrutaba el sitio donde estaba Fabian, pero esa vez no hubo contacto ocular. Era evidente que ya no veía al chico de otra época.
El guerrero de cara ennegrecida dio media vuelta y recayó en su trance, combinándose con sus compañeros para formar una única masa en ebullición de arrebato violento. Rugieron, berrearon, aullaron y bufaron, como bestias, contra los defensores de la aldea. Los gritos y chillidos eran cada vez menos humanos, y a cada segundo que pasaba se parecían más a las fieras cuyos pellejos vestían. Un berserker se desgarró el calzón y reveló su erección, que sacudió ante el enemigo. Algunos lo imitaron, mientras que otros estamparon los pies contra el suelo y se contrajeron, todos un racimo de guerreros revestidos de pieles que se convulsionaban como si los recorriera un espasmo único.
Un vikingo, un apuesto rubio de unos treinta años, con una ropa, un casco y unos brazos que lo identificaban como el jefe, los rodeó ágilmente y se puso delante de ellos, con los brazos abiertos, como para retenerlos. Fabian supuso que era el único capaz de controlar, siquiera temporalmente, el frenesí de los berserker. Los arqueros de la aldea lanzaron una lluvia desesperada de flechas que cayeron a poca distancia de sus blancos. El jefe vikingo vio la oportunidad de lanzar un ataque entre carga y carga y, con un aullido de mando, apuntó la espada hacia los aldeanos.
Fue como una gran ola de odio y violencia concentrados que se liberara de golpe. Los berserker chillaron como locos mientras los embestían de cabeza, y algunos hasta se tropezaban en su ansia por matar y sus ganas de muerte.
Fabian se olvidó pronto del miedo y se dejó llevar por el entusiasmo, por la emoción primaria y animal del momento. Todo lo que creía odiar de esa parte de sí mismo pronto le hizo sentirse más vivo que nunca; a excepción, comprendió, del día en que le dio la paliza de muerte a Henkje Maartens. Pero no había ni espacio ni tiempo para ese pensamiento, que se fue de su mente en cuanto los berserker echaron a correr con un coro de gemidos bajos y agudos chillidos.
Una segunda fila de unos veinte vikingos siguieron a los berserker; hombres de espaldas anchas que no llevaban ni espadas ni escudos, sino una pesada hacha de doble cabeza. Comparado con la locura furiosa de los primeros atacantes, aquellos eran soldados disciplinados y ordenados, dispuestos en filas bien espaciadas y con las hachas cargadas en los hombros. Mientras los berserker corrían gritando hacia los defensores, los del hacha caminaban con paso medido y estable, dejando un hueco entre los berserker y ellos.
Fabian corrió todo lo que pudo para unirse a las filas de aquellos. Podía olerlos, más animales que humanos, despidiendo notas oscuras y rudas en su olor. Una segunda lluvia de flechas se arqueó en el aire y cayó sobre los atacantes, y muchas dieron en el blanco, aunque la mayoría fallaron. Los berserker heridos no se caían ni desaceleraban el ataque: algunos cogían las flechas y se las arrancaban del cuerpo desgarrándose la piel con las espinas de las puntas, mientras que otros parecían ajenos a las flechas clavadas en sus cuerpos y seguían a la carga.
No era solo lo más brutal que había visto en su vida: era mil veces más brutal que cualquier cosa que pudiera imaginar. Los berserker embistieron de frente las filas de los defensores, diezmándolos y haciendo que algunos salieran corriendo espantados. Los que se quedaron estaban indefensos ante la carnicería inhumana. Todos los bárbaros parecían poseídos, endemoniados. Las hojas de las espadas centelleaban por un momento antes de empaparse de sangre; todos los berserker apuñalaban rápida y repetidamente a sus oponentes en un frenesí de sangre, sin parar de hundir la espada y el cuchillo una y otra vez, hasta mucho después de que la víctima estuviese muerta y rematada. Muchos de los berserker también estaban heridos de muerte, con los cuerpos abiertos en canal o sangrando por el cuello, pero pese a la agonía mortal seguían cayendo sobre sus oponentes, les clavaban las uñas y los despedazaban con las manos, mordían en cuellos o caras y desgarraban carne con los dientes. El aire estaba lleno de humo con un fuerte olor a cobre, por la sangre, y Fabian se quedó en trance ante el espanto y la bestialidad de los berserker, ante su magnificencia.
Cuando mataron a los suficientes para abrirse camino entre las tropas de lugareños, cargaron contra la propia aldea. Los defensores, que se habían reducido a más de la mitad, hicieron un esfuerzo por reagruparse pero los de las hachas cayeron entonces sobre ellos. Fabian siguió hipnotizado el ritmo de los hachazos. En comparación con el de los berserker, tenía algo de mecánico. Tampoco había imaginado así un ataque vikingo: espaciados regularmente, los hacheros habían empuñado sus armas y habían empezado a blandirlas mucho antes de llegar a los enemigos, en un movimiento regular que semejaba un nudo de ocho lateral. Cada hacha blandida no dejaba hueco con la del vecino, y cuando llegaron a los pocos aldeanos que quedaban, los segaron como si recogieran maíz. Una vez más estos no tuvieron manera de defenderse: las pesadas hachas de dos cabezas cortaban el aire, la carne y el hueso con la misma facilidad cruel.
Los demás vikingos, armados con espadas y escudos, pasaron corriendo por delante de sus compañeros hacheros y siguieron a los berserker hasta la aldea. Fabian los siguió a su vez, con algo oscuro ardiéndole en la sangre. Empezó a atravesar cadáveres: la segunda línea de defensa de los aldeanos había conocido la misma suerte que la primera. Un grupo de cadáveres desmembrados y miembros sueltos marcaban el lugar por donde la línea había sido superada en poco tiempo. Distinguió un cuerpo, con la cara aplastada por una lanza o una espada hasta quedar irreconocible. Identificó al muchacho que había visto montando guardia solo por el sayo color mostaza salpicado de sangre.
Ya en la aldea los cuerpos estaban más repartidos, entre ellos de mujeres y niños; algunos parecían haber intentado ponerse a salvo pero les habían dado caza con las hachas y tenían las espaldas desgarradas y en carne viva y el cráneo hundido por detrás.
Vio a la joven que había visto cuando encontró la aldea cerca de la cabaña de donde salió, tirada bocarriba, con sus ojos azules, ciegos ya, mirando el cielo despejado. Tenía las faldas subidas por la cintura y los muslos pálidos al aire, así como los pechos blancos, que le sobresalían por el desgarrado sayo del cuello primorosamente bordado. Una única herida de espada —extraña pues no había sangre— bajo el esternón marcaba por donde un berserker, tras terminar con ella, había terminado también con su vida. El chico contempló el escenario cruelmente patético de la muerte de la mujer y le sorprendió lo poco que le afectó el sufrimiento de esta.
Cuando llegó a la aldea vio que los berserker estaban más frenéticos que antes. Destrozaban todo lo que encontraban a su paso. Había niños masacrados junto al ganado, y algunos se abalanzaban sobre las mujeres y las violaban sobre la tierra de la explanada, gimiendo como bestias. Cuando los demás vikingos llegaron, con el jefe en cabeza, intentaron contenerlos dentro de lo posible, y llevaron a las mujeres y a los niños hacia una esquina de la explanada. Descartó la idea de que aquel gesto podía estar inspirado por un sentimiento de humanidad cuando un muchacho de unos once años intentó escapar. Un vikingo lo atrapó, le pasó una espada por el cuello, se la clavó bien hondo y luego lo dejó caer sin vida al suelo: un ejemplo para los que quisieran escapar. A Fabian la tranquilidad serena y fría del asesino le pareció mucho peor que el frenesí demente de los berserker; comprendió también que los vikingos no pretendían salvar a esas mujeres y niños por una cuestión de humanidad, sino de valor: eran parte del botín, esclavos para conservar o vender.
Se había acabado.
Los berserker estaban congregados en el centro de la aldea, todavía con los ojos desorbitados, jadeantes e inquietos a pesar de que algunos tenían heridas de muerte, pero tan desunidos aún de sus cuerpos que no eran conscientes de estar muriendo.
Fabian obtuvo respuesta. Supo por qué lo habían llevado allí para ver aquello: entendió de dónde había surgido la violencia con la que había atacado a Henkje Maartens. Lo que quiera que corriese por la sangre de aquellos hombres lo hacía también por la suya.
La sensación volvió a invadirlo. El mundo se removió en el universo, y el cielo cambió de color y el aire de textura. Estaba desorientado, mareado, perdido en el tiempo y en el espacio.
Había desaparecido todo: la aldea, los vikingos, los cadáveres, el fuerte hedor a cobre de la sangre. No necesitó volverse para comprobar que el terraplén había vuelto a materializarse o que el faro seguía montando guardia donde un joven con jubón color mostaza que había muerto hacía mil años oteó antaño el mar en busca de drakares.
Cuando se volvió finalmente, vio que el hombre que paseaba al perro por la orilla había llegado adonde estaba Fabian con la espalda apoyada en la piedra.
Era un anciano, en una época en la que ser viejo era tener más de sesenta y no casi cuarenta. La brisa marina le revoleó el pelo blanco. Tenía los ojos clavados en Fabian en un gesto de horror.
—¿Lo has visto? —le preguntó al chico con voz temblorosa y aterrada, más de niño pequeño que de anciano—. ¿Lo has visto tú también?