John Macbeth. Boston
El instituto Schilder de Investigaciones Neurocientíficas era un amasijo de vidrio y acero construido sobre lo que hacía un par de años no era más que un aparcamiento de otros edificios vinculados con la universidad que había en las manzanas vecinas. Diseñado por un arquitecto finés con un nombre lleno de vocales y diéresis, a Macbeth le parecía que desentonaba completamente con el entorno, como un estrafalario turista que hubiese ido de visita desde Helsinki.
Pese a todo lo que le había contado su hermano sobre los fanáticos anticiencia, y tras su insólito encuentro con un agente del FBI con apellido de asesino en serie, le sorprendió el nivel de seguridad del centro: detectores de metales como los de los aeropuertos en las entradas y personal de seguridad uniformado y con pistolas en los costados. No había pasado por ninguna puerta por la que un miembro del personal no hubiera tenido que pasar su identificación por el cierre.
—Recibimos todo tipo de amenazas y nos han llegado dos paquetes-bomba de aficionados —le explicó Steve Edelman, uno de los directores y el principal contacto de Macbeth en el centro; se trataba de un hombre menudo con sobrepeso de cincuenta y tantos años y actitud entusiasta—. Tenemos que andarnos con cuidado.
Macbeth se pasó el lunes y el martes en el instituto, discutiendo los puntos ya acordados sobre el Proyecto Uno, aunque, por cómo los principales científicos del Schilder atendieron a su presentación —con el zumbido del proyector enfatizando los silencios entre los puntos del día—, comprendió que se limitaban a cumplir. El Proyecto Uno de Copenhague había dejado de ser la prioridad del instituto, y Macbeth se hacía cargo de que, como centro de investigación psiquiátrica de primera categoría, gran parte de sus esfuerzos debían de estar centrados en resolver el fenómeno que había conmocionado a la ciudad donde tenía su sede.
Sus sospechas se confirmaron cuando terminó la reunión y Edelman lo acompañó hasta el pasillo.
—Hay algo más sobre lo que nos encantaría contar con su opinión —dijo al tiempo que su sonrisa habitual se desvanecía.
Después de que la tarjeta de seguridad de Edelman pasara por varias dobles puertas, Macbeth se vio en una parte del instituto donde no había estado antes. El director abrió por fin la última puerta, que daba a una sala de reuniones.
Las cuatro personas en torno a la mesa se pusieron en pie cuando entraron. Macbeth habría clasificado al primero en la categoría de «científico de negocios»: más de Lacoste que de bata blanca, con un polo negro de marca, el smartphone colgado de una funda en el cinturón, pantalones chinos color albero, raya al lado a lo universitario de la Ivy League y una perfecta sonrisa de confianza ortodóntica. Miró a Macbeth como si acabara de bajarse de su yate en Cape Cod. Se hicieron las presentaciones: era el doctor Brian Newcombe, especialista en vigilancia epidemiológica en la Organización Mundial de la Salud.
—Esta es la profesora Margaret Freeman, nuestra especialista en trastornos delirantes… —Edelman le presentó a una mujer de mediana edad con una bata blanca de cirujana sobre un vestido tipo caftán que le llegaba por los tobillos—. Y estos son el doctor Frank Gebhardt y la doctora Sonia Reynolds, del Centro de Control y Prevención de Enfermedades.
Gebhardt y Reynolds vestían de oscuro y tenían más aspecto de funcionarios del Gobierno que de médicos. Macbeth supuso que, fuera para lo que fuese aquel contubernio, ellos dos eran los jefes.
—¿En qué puedo ayudarles?
—Los que estamos en esta mesa —empezó a explicarle Gebhardt— dirigimos un equipo operativo establecido por la OMS para estudiar lo ocurrido la semana pasada en Boston y otros sucesos similares en otros puntos del mundo. Doy por hecho que usted mismo experimentó de primera mano el llamado «fantasmoto de Cape Ann», ¿no es así?
—Así es.
—Y asumo que, como psiquiatra profesional, será de la opinión de que el suceso fue resultado de una especie de episodio delirante colectivo.
—Si le soy sincero, no sé qué creer. Si tuviera que aventurar una opinión, me decantaría por una especie de síndrome de conversión o ataque de «enfermedad psicogénica colectiva», aunque esto último siempre me ha parecido un diagnóstico más bien vago.
—Hemos considerado la EPC —intervino Brian Newcombe—. Y existen ciertos paralelismos con hechos anteriores, como la epidemia de desmayos que tuvo lugar en Cisjordania en 1983.
—Conozco los otros casos de EPC, pero todos fueron tipificados por la aparición de síntomas psíquicos comunes en grandes grupos de población, como en el caso de Cisjordania. Algunos provocaron alucinaciones pero no conozco ningún caso en que la gente tuviera exactamente la misma.
—La comparación más parecida que hemos podido establecer se remonta a un tiempo en el que no existían todavía registros médicos fiables —le explicó Gebhardt, el de control de enfermedades—. La plaga de baile que hubo en Europa en 1518. La gente empezó a bailar en la calle, sin saber por qué, cientos a la vez, hasta que morían de agotamiento o por paro cardiaco… pero incluso ese ejemplo está traído por los pelos. No existen analogías históricas, tenemos que aceptarlo…
—Pero sí tenemos muchos ejemplos que están pasando ahora mismo —intervino Brian Newcombe—. Hemos recibido informes de episodios delirantes llegados de todo el mundo: y no solo de terremotos, sino de todo, algunos inocuos y mundanos y otros aterradores y dramáticos. Se trata de alucinaciones experimentadas bien por individuos, bien por dos personas o grupos pequeños de cuatro o cinco, o, en ocasiones contadas, episodios de delirio colectivo como el de Boston.
Macbeth asentía mientras asimilaba la información.
—No parece muy sorprendido —comentó Sonia Reynolds.
—Y no lo estoy. Tengo un colega que trabaja aquí, en el Belmont, el doctor Peter Corbin. En los últimos meses ha tenido una auténtica avalancha de pacientes perfectamente racionales y sin ningún antecedente médico de afecciones psiquiátricas que le han descrito episodios de alucinaciones como los que acaban ustedes de mencionar. El doctor Corbin pensó que se trataba de algo limitado a Massachusetts, pero está claro que no es el caso. ¿Cuál es el alcance geográfico exactamente?
—Global —respondió Gebhardt—, todos los continentes y todas las culturas. La mayoría de los informes nos llegan del mundo desarrollado pero tal vez porque los mecanismos de comunicación son mejores. Hemos aplicado el análisis epidemiológico pero no ha surgido ningún patrón ni ningún indicio de un posible origen del brote.
—Pero entonces, ¿están abordándolo como una especie de brote vírico?
—De momento no podemos hacer otra cosa —contestó Edelman—. Los criterios de diagnóstico habituales no pueden aplicarse y estos episodios se manifiestan en las cuatro formas de delirio existentes: sistematizado, no sistematizado, encapsulado y parafrenizado. El tipo de personalidad, el esquizotipo, la edad, el género, la raza y la extracción cultural de los sujetos son de lo más variado. Pero el propio alcance de estos sucesos sugiere bien un tipo de virus, bien un agente ambiental.
—Entonces, ¿no se tragan lo del virus que afecta al aparato vestibular?
—Sea lo que sea, afecta a todos los sentidos, bien por separado, bien en combinación, de modo que no… no nos tragamos lo del agente desequilibrador. Mire, doctor Macbeth, estamos formando un equipo de expertos para monitorizar y analizar los incidentes, y le estaríamos muy agradecidos si se nos uniese.
—Pero es que tengo que trabajar en el proyecto…
—Nos encargaríamos de explicarle la situación a la universidad danesa. Necesitamos a alguien que sepa dilucidar sistemas y patrones más allá de las estadísticas. Usted es famoso precisamente por eso.
—Hay mejores candidatos, si me permite decírselo. Como Josh Hoberman.
—Hemos intentado contactar con él pero de momento no lo hemos conseguido. Pero aunque lo tuviésemos en el equipo nos gustaría contar igualmente con usted. —Gebhardt deslizó una carpeta roja por la mesa para que la cogiera—. La información más relevante la tiene aquí. Verá que ha habido varios incidentes que se remontan a un par de meses atrás y que en un principio no se atribuyeron a estos fenómenos.
Macbeth cogió la carpeta y hojeó el contenido. Encontró un mapamundi marcado con etiquetas y siglas.
—¿Qué significa SDC?
—Suceso Delirante Colectivo. EDI es de Episodio Delirante Individual.
—Joder… hay miles…
—Y la frecuencia va en aumento, exponencialmente —apuntó de nuevo Brian Newcombe—. Las alucinaciones son cada vez más frecuentes, más espectaculares e implican a más gente… y cada vez duran más. Y se han vuelto polimodales, afectando a todos los sentidos. Los sujetos experimentan la alucinación como si fuera la vida real.
Macbeth echó un vistazo a la carpeta. Habían establecido un patrón común: la rutina normal del sujeto se veía de repente interrumpida por una sensación de irrealidad y un déjà vu especialmente fuerte y desagradable. Al principio sabían que había algo que no iba bien, que estaban sufriendo algún tipo de episodio neurológico o psicológico, pero luego la alucinación pasaba a ser tan viva que perdían toda la perspectiva objetiva. La alucinación se convertía en delirio cuando empezaban a creer en su realidad.
—El problema es que pensamos que están dándose formas más moderadas de estos episodios continuamente: las alucinaciones integradas en el mundo real —añadió Sonia Reynolds—. Simulan a la perfección la transducción del objeto distal que se percibe… Lo real y lo irreal se vuelven indiscernibles.
—Hay otra circunstancia de la que debemos hablarle —dijo en tono grave Edelman.
—¿Sí?
—Una alucinación es una alucinación, desde luego, algo irreal que no tiene efecto físico real. Todas las bajas y las heridas en el llamado fantasmoto de Boston podían atribuirse a la pérdida de equilibrio de las víctimas. Pero hay un caso que nos preocupa sobremanera: una mujer a la que se le rompió un brazo. La fractura se la causó un cascote que cayó de uno de los edificios afectados por el terremoto… Salvo por que no hubo tal terremoto ni daños estructurales. No se cayó nada. Sufrió una herida real de un objeto irreal.
Macbeth se quedó mirando la mesa un momento.
—Todos sabemos que un delirio o una alucinación pueden resultar en una herida psicosomática. Los maniacos religiosos delirantes suelen presentar estigmas (a veces hasta heridas abiertas y supurantes) en manos y pies, en los puntos por donde en teoría clavaron a Jesús en la cruz. La formicación es frecuente en procesos de desintoxicación y entomofobia y, en algunos casos en que los pacientes creen que les muerden los insectos con los que están alucinando, estos presentan mordeduras en la piel.
—¿Pero un brazo roto?
—Es evidente que nos enfrentamos a formas extremas de alucinación. Es posible que un movimiento especialmente fuerte o un calambre muscular causara una fractura en un hueso ya debilitado de por sí. ¿Han comprobado que no existiera otro problema médico subyacente? ¿Osteoporosis, mal de Paget, osteosarcoma?
—Por supuesto que sí —le contestó Newcombe—. La paciente tiene una salud excelente, y además el hueso estaba machacado y triturado, lo que sugiere una herida causada por una fuerza. Presentaba abrasiones y una laceración en la piel que concuerdan con haber recibido un golpe de algo grande e irregular.
Macbeth sacudió la cabeza.
—Cuesta mucho creerlo.
—Coincidimos con usted pero el caso es que está ocurriendo —le dijo Gebhardt—. Doctor Macbeth, ¿querrá unirse a nuestro equipo?
—Antes he de decirles algo. Aparte de sentir el terremoto como todo el mundo, estoy bastante convencido de haber sufrido al menos dos, tal vez tres, alucinaciones menores en las que he visto gente o cosas que no existían. Si esto es un virus, entonces yo lo he contraído.
—Anoche mi marido me trajo una taza de café al estudio —comentó Margaret Freeman, quien no había abierto la boca hasta entonces—. Mi marido lleva tres años muerto, doctor Macbeth. Todos los de esta sala hemos experimentado algún tipo de percepción dudosa en la última semana. Si esto es un virus, entonces todos lo hemos contraído.