26

Karen. Boston

Habían pasado dos semanas y una visita al psicólogo desde su incidente en la calle.

Karen seguía haciendo sus rituales en los umbrales, y llevando una vida perfectamente normal más allá de esos abstractos momentos ceremoniales. El doctor Corbin no pareció preocupado cuando le contó lo sucedido en la calle y, en lugar de eso, le explicó que su trastorno obsesivo-compulsivo no la hacía más susceptible de tener delirios o alucinaciones que a otra gente; lo que había visto era o bien una niña normal que había bajado a la calzada y luego había desaparecido sin más, o simplemente un caso de pareidiolia, cuando el cerebro suma un dos más dos visual y el resultado da cinco. Todos lo hacemos, le dijo.

Así y todo el episodio la tenía preocupada. Acostada en la cama, había rememorado a la niña imaginada y al hombre real que la había salvado a ella, al tiempo que intentaba averiguar dónde lo había visto antes y por qué había sabido cómo sonaría su voz antes de oírla.

Y no estaba sola: había habido más gente que había visto cosas que no existían. La ciudad entera se había visto sacudida por un terremoto que no había pasado. ¿Cómo podía estar segura de no haber sufrido una alucinación?, ¿o de que no iba a tener más? Así y todo su principal preocupación seguían siendo los rituales obsesivo-compulsivos: tenían que parar.

El doctor Corbin le había sugerido que se tomara unos días para someterse a sesiones intensivas de «desprogramación», como lo llamaba él. Podía remitirla a una clínica de Nueva York especializada en deconstruir los rituales obsesivo-compulsivos y desconfigurarlos paso por paso, mientras asistía a terapias contra fobias intensas. Karen se había resistido alegando que no podía dejarlo todo por una especie de desintoxicación para chalados. La reunión con Halverson estaba a la vuelta de la esquina. Tal vez cuando hubiese pasado…

Sus jefes eran bastante tolerantes con su TOC, es más, la apoyaban en todo. Y en cualquier caso, tampoco repercutía tanto en su trabajo: el bufete tenía su sede en un edificio moderno de líneas nítidas, con una decoración poco recargada, y la mayoría de las oficinas eran de planta abierta. El despacho de Karen tenía unas puertas dobles muy anchas que solían dejarse abiertas. El ritual para entrar y salir por un umbral tan grande era más simple y menos aparatoso que el habitual: se agachaba, como si pasara por un túnel, manteniéndose lo más lejos posible de las esquinas, y acababa con una floritura de manos cazatelarañas al incorporarse. También hacía el esfuerzo de llegar la primera todas las mañanas y limpiar las jambas y las esquinas de la puerta con el plumero extensible que llevaba en el bolso.

Pero la reunión con Halverson no sería en su despacho.

El edificio de la empresa era un recargado ejemplo de mediados del XIX en piedra de Portland, por fuera un dechado de recovecos y huecos y por dentro todo mármol y roble. Cuando entró en el vestíbulo con su jefe Jack Court y los dos colegas de derecho empresarial, que esperaron pacientemente a que Karen completara su ritual de entrada, se quedó mirando la cornisa del techo, sus ángulos, sus detalles y los bordes del revestimiento, las estatuas de mármol sobre los plintos y las esquinas donde se unían las paredes.

Un hecho no es algo muerto: está vivo y puede crecer, tiene un poder enorme. Un hecho que vivía constantemente en la cabeza de Karen era que el mundo estaba lleno, repleto y supurante de insectos. La suma de las clases de insectos —unos nueve o diez millones de especies— superaba la suma del resto de las existentes en la Naturaleza. El 90 por ciento de toda la vida, más allá de las bacterias y de los organismos unicelulares, eran insectos. Eran los dueños del planeta. Y aquel edificio antiguo lleno de innumerables escondrijos era un auténtico paraíso para ellos: estaban allí, en las sombras y lo invisible, al acecho.

—¿Estás bien? —oyó que le preguntaba Jack Court—. Necesito que estés bien, Karen.

Asintió una primera vez y luego otra, con más aplomo. No iba a permitir que aquello la superase ni que la gente volviera a ridiculizarla o a compadecerla. Y no iba a dejar, jamás de los jamases, que le chafase la cuenta de ese cliente.

El conglomerado empresarial Halverson era un imperio de escala mundial: responsable de quinientas marcas de alimentación, de la organización logística que llevaba a mil más a mercados de todo el planeta y —según los rumores— de la elección de media docena de senadores y, al menos en parte, de la actual presidenta. Al parecer la razón por la que el propio Drew Halverson no se había postulado como candidato a la presidencia era porque supondría una merma en su poder y su influencia, y no era ninguna broma.

Que Halverson presidiera personalmente la reunión daba cuenta de la importancia de la cita. Tras una década de rápido crecimiento y fusiones, desde el Gobierno empezaba a preocupar que el grupo tuviera demasiada influencia sobre el destino económico de la nación, a lo que venía a sumarse la inquietud de la opinión pública por la estrecha relación de Drew Halverson con la presidenta Yates, con quien compartía el fervor religioso. Se rumoreaba incluso que celebraban sesiones de oración en la Casa Blanca.

Aparte de los cuatro miembros del equipo de Karen, había un hombre de la Oficina Antimonopolio del Ministerio de Justicia y una mujer de la Comisión Federal de Comercio. Esta última era bajita y regordeta y no llevaba la madurez con mucho garbo; miró a Karen con la animosidad intensa que los de casa reservan a los visitantes. A los federales se les había invitado a participar —formaba parte del compromiso público de Halverson por la transparencia total—, y eran Karen y su equipo los encargados de convencerlos de que el calendario propuesto de expansión, que suponía que el grupo se convirtiese en el mayor exportador nacional a la Unión Europea, a punto de federalizarse, no violaba las legislaciones antimonopolio.

Había pasado mucho tiempo preparando la presentación y, cuando Jack Court le pasó la palabra, Karen se sentía tranquila, serena y preparada. Independientemente de lo que pasara en su vida privada, Karen era una profesional consumada.

Se posicionó tras el atril y empezó la presentación. Del mismo modo que durante sus episodios de TOC, cada vez que hacía una presentación se sentía despegada de sí misma. Se veía, se oía. Y era buena, muy muy buena. Al cabo de cinco minutos miró de reojo la expresión de Jack Court y supo que su jefe estaba pensando lo mismo.

Estaba clavándolo. Demostró que todo lo que podían pensar que era una infracción en realidad estaba dentro del marco legal de las reglas de la CFC y de las directrices del Ministerio de Justicia. Incluso la mujer iba asintiendo y dando su aprobación mientras tachaba una casilla tras otra, cada vez que Karen salvaba un obstáculo. Drew Halverson, en la cabecera de la mesa de reuniones, no paró de sonreír con complacencia.

Hacia la mitad de la presentación lo sintió: la misma sensación que había tenido en la calle justo antes de ver a la niñita. Como un déjà vu.

«Concéntrate».

Siguió con la presentación pero la sensación de irrealidad, repetición y otredad se intensificó. Tartamudeó en un par de frases, lo que hizo que Jack frunciera el ceño y a Halverson se le borrase la sonrisa.

El aire cambió, y no solo lo sintió diferente, sino ajeno, como nunca antes había experimentado. Pesado, denso, húmedo y cargado, se le pegó a la piel como unas vestiduras empapadas y cálidas y le embadurnó boca, nariz y pulmones.

La luz del sol que entraba por la ventana se disipó. Todo estaba volviéndose vago… inconsistente.

Karen se agarró a los lados del atril, que era lo único que le parecía sólido, real.

«Céntrate. Concéntrate. Acaba».

Algo impactó entonces sobre el atril ladeado. Un círculo negro, del tamaño de una moneda de centavo, que había debido de caer del techo. Tenía un aspecto brillante y rugoso, como un bucle de patrones geométricos. Karen pegó un salto hacia atrás y pasó la mano por el atril, como para limpiarlo. Miró hacia arriba pero no logró ver de dónde provenía. Retomó la última parte de su discurso sin querer ver la reacción de su público. Tres círculos negros más cayeron sobre el atril: dos rebotaron y cayeron fuera mientras que el tercero rodó por sus apuntes antes de quedarse sobre la última página.

—Pero ¿qué…? —empezó a decir Karen, esa vez dirigiendo la vista a los demás, que la miraban fijamente, como la gente en las puertas de las tiendas. La gorda de la CFC sonreía con malicia. Pero era como si la mirasen desde detrás de un grueso cristal esmerilado o una mampara de película viscosa.

La confusión de Karen desapareció al instante porque el terror que la invadió no dejó sitio para nada más. Vio cómo el círculo negro se retorcía y se desenroscaba y una cortinilla nauseabunda de patas negras como pelos se removía desde los costados del miriápodo de diez centímetros de largo y ocho centímetros de ancho, y Karen oyó el reptar de las miles de patas sobre los papeles. Algo frío y penetrante llenó la sala y Karen se dio cuenta de que estaba gritando. La habitación, el público, el edificio que tenía ante sí no eran más que capas de perfiles vidriosos que ondeaban.

Oyó un sonido por encima de su cabeza y, al mirar hacia arriba, apenas se dio cuenta de que el techo había desaparecido y la luz del día se colaba entre la espesura de unos helechos imposiblemente altos. Fijó la atención en la nube granulada que se le avecinaba. Cientos, miles de miriápodos enroscados cayeron sobre ella: en el pelo, la ropa y la boca que gritaba. El atril, el suelo, todo se volvió negro con los bichos, que se desenroscaban y reptaban por toda la superficie y los cuerpos. Por Karen. Escupió los que tenía en la boca, se los quitó del pelo y los pisoteó con un frenesí demencial. Miró a los demás en busca de ayuda pero habían desaparecido. El edificio Halverson, con su revestimiento de madera, sus suelos de mármol y su piedra de Portland ya no estaba, ni siquiera como un perfil vidrioso.

«Estoy loca —pensó presa del pánico—. Me he vuelto loca».

Se encontraba en una habitación y esta tenía un edificio alrededor; este a su vez estaba rodeado por una ciudad. Pero la sala de reuniones no estaba ya, ni el edifico de Halverson, ni Boston.

La rodeaba una selva.

Aunque los miriápodos habían dejado de caer, siguió sacudiéndose como loca el pelo, la cara y el cuerpo. Sentía que le picaba todo. «Dios mío, Dios mío, ay, Dios mío…». Se dio cuenta de que se le habían colado por la blusa y le subían por las piernas. Se quitó la chaqueta azul marino y rasgó la seda de la blusa. Tenía el pecho recubierto de bichos. Correteaban por su piel, cada uno una onda de patas enanas. Las manos los apartaban, los arrancaban y los barrían. Los pies pisoteaban una alfombra negra en movimiento.

Karen echó a correr. Iba tropezando con raíces que surgían del suelo, se levantaba y seguía corriendo… Lo que fuese con tal de escapar de la masa de miriápodos que se removían y se contraían, sin parar de sacudírselos mientras corría. El suelo estaba húmedo y recubierto de mantillo, y los tacones se le perdieron en el barro tras un par de pasos. Corría y corría pero la selva no parecía tener fin.

Nada tenía sentido. ¿Qué le había pasado? ¿Qué le había pasado al mundo? «Piensa, Karen —se dijo—. Usa el cerebro. Búscale un sentido». Dejó de correr para comprobar si se había librado de los bichos reptantes. Se sacudió una vez más para quitarse los últimos que le quedaban.

Había otra cosa que no tenía sentido: Karen, ajena a todo lo que no era su terror, había perdido el sentido del tiempo mientras corría, pero sabía que llevaba un rato haciéndolo sobre un terreno abrupto. Pero entonces, ¿por qué no le faltaba el aliento? Tenía la respiración acelerada pero no fatigada, como si hubiera subido un tramo de escaleras, en lugar de correr para salvar la vida a través de una maraña de selva subtropical.

La selva. Esa selva inexplicable.

Era muy frondosa y oscura pero no se parecía a ninguna que hubiese visto. Todo a su alrededor era de una altura imposible aunque la mayor parte no eran árboles. Unos helechos increíblemente altos —con tallos enormes y sin ramas que se espesaban por arriba— se elevaban sobre ella y se entrecruzaban formando una catedral verde de techos abovedados. Bajo los pies no había hierba, ni allá donde le alcanzaba la vista, tan solo una espesa alfombra empapada de musgo y líquenes; incluso estos eran de un tamaño desproporcionado: más gruesos y grandes. Y el aire: pegajoso, cargado y espeso.

Allí parada Karen trató desesperadamente de encontrarle un sentido a lo que estaba viviendo. La selva no era una selva, el aire no era aire y el mundo no era el suyo.

Loca.

Tal vez esa fuera la explicación: estaba chiflada. Por mucho que hubiese intentado tranquilizarla el doctor Corbin, Karen era consciente de que tenía problemas psicológicos. ¿Era esa locura que la rodeaba simplemente una proyección de su locura interior? ¿Se trataba todo aquello de alguna clase de delirio o alucinación muy elaborada?

A pesar del calor pegajoso se dio cuenta de repente de que estaba tiritando, temblando casi convulsivamente. Si aquello era una alucinación, era lo suficientemente convincente para conmocionarla. Un calambre en las tripas la hizo doblarse en dos y vomitar sobre unos helechos. Los calambres continuaron hasta que no le quedó en el estómago nada que echar y, al no poder vomitar, las contracciones de las náuseas le dañaban los músculos.

Se incorporó y se limpió la boca con el dorso de la mano temblorosa. Se miró: no tenía ni la chaqueta ni la blusa ni los zapatos mientras que las medias estaban desgarradas y llenas de carreras. Solo le había quedado la falda y el sujetador. Karen, la abogada de ciudad, estaba medio desnuda y medio loca en medio de una selva extraterrestre. Si aquello era un delirio, era uno que le afectaba a todos los sentidos. Por improbable que fuera, ese mundo no solo parecía real sino que olía, sabía y sonaba real.

Karen necesitaba encontrar ayuda pero el follaje parecía igual de denso en todas direcciones. Decidió seguir por la misma dirección en que el pánico la había impulsado desde primera hora y fue abriéndose paso por el sotobosque durante una hora, con jaqueca y la boca reseca. Sabía que, después de haber vomitado y con el calor que hacía, pronto sufriría el peligro real de la deshidratación. Llevada por la necesidad de encontrar agua, prosiguió haciendo a un lado las cortinas de helechos y pisando sobre algas y rocas musgosas.

Se quedó paralizada. Algo se movía, hacia su derecha, oculto a la vista. Karen comprendió entonces que había otra cosa extraña en el bosque: no se oía nada, ni cantos de pájaros ni gritos, ni gemidos de monos ni ningún otro sonido animal. No había habido indicios de nada moviéndose a su alrededor.

Hasta ese momento.

Se quedó quieta y aguzó el oído sobre los latidos acelerados de sus orejas. Otro sonido. Otro insecto reptante, pero esa vez uno grande. Karen sollozó y empezó a correr de nuevo, abriéndose camino a embestidas por la maleza, ajena a los peligros y centrada solo en escapar de lo que quiera que estuviese reptando hacia ella entre el follaje.

Estaba bajo su superficie, con el agua llenándole nariz y boca, antes de que a su cerebro le diera tiempo de tomar conciencia del río. La selva se había abierto en dos tan repentinamente, densa e impenetrable hasta el mismo borde del agua, que no la había visto hasta que se hundió de cabeza en ella. Pataleó desesperada para subir de nuevo a la superficie y entonces dio con la mano sobre una roca baja y lisa con un saliente al que pudo agarrarse. Se quedó allí cogida mientras tosía, echaba agua y sacaba lo tragado de su cuerpo boqueando para coger todo el aire que podía.

Una vez más sollozó desconsolada: ¿es que no había fin para aquel suplicio?

Se tomó un momento para recuperarse, con la mejilla contra la superficie fría y resbaladiza de la roca. Una vez más la maravilló lo rápido que recuperó el aliento, como si el aire de aquel infierno verde fuese más rico en oxígeno.

La roca bajo su mejilla se movió.

Se puso en pie de un salto. La mole de piedra negra lisa volvió a removerse y sobresalió un poco más del lodo grumoso. Esa vez no hubo grito: se quedó muda contemplando la escena mientras la cosa se retorcía, se sacudía y se desenroscaba del suelo en el que se había enterrado. Un lomo segmentado se arqueó, unas patas negras como de langosta se elevaron y se extendieron. Y siguió muda y mirando cómo el miriápodo gigante, de dos metros y medio de largo por sesenta centímetros de ancho, emergía de la tierra. Dos largas antenas, segmentadas como las patas, cobraron vida, con movimientos independientes, y describieron círculos y tantearon el aire como si lo probaran. Como una falange de legionarios refugiándose tras sus escudos, las patas del miriápodo se plegaron al empezar a moverse. Paralizada aún por el miedo, siguió quieta incluso al notar que las patas pasaban sobre su pie descalzo. Sin saber qué lo había despertado de su letargo, el monstruoso artrópodo regresó a la espesura de la selva.

Pasó una hora temblando en la orilla, hasta que el cielo se oscureció. Con la puesta de sol el río cobró vida, y vio que se extendía la bruma por sus aguas y un par de pájaros bajaron en picado y lo sobrevolaron en círculos. Salvo por que no eran tal cosa sino libélulas con cuerpos de sesenta centímetros y una envergadura de alas de un metro veinte, y la bruma, una nube de millones de efímeras. Una pasó volando por encima de Karen y se quedó levitando con sus finas alas un metro por encima de su cara. Se quedó hipnotizada por los dos enormes ojos compuestos, que parecían un antifaz en la cabeza del bicho; cada uno era un mosaico de hexágonos enanos, una geometría casi sintética y tan precisa que parecía diseñada por ordenador y engarzada por un maestro vidriero. Pese al miedo pudo apreciar su hermosura.

Karen supo entonces por qué no había oído sonidos de animales, ningún canto de pájaro ni nada parecido. Aquello era el imperio de los insectos: su propio infierno personalizado.

De modo que no le sorprendió cuando se dio media vuelta y se vio ante un escorpión que correteaba hacia ella, con la cola arqueada y el aguijón preparado, las pinzas levantadas, como listas para el ataque.

Un escorpión del tamaño de un hombre.

En ese momento pasó algo, una cosa cambió. Como cuando la libélula gigante se había quedado pendiendo delante de ella y había podido ver a través de su miedo. Nada de eso estaba pasando en realidad: y no era una negación lastimosa y aterrada sino una conclusión racional y lógica. Aquello no tenía nada que ver con sus fobias o sus pulsiones, sino con la epidemia de alucinaciones.

Respiró hondo y se quedó muy quieta. Los ojos del escorpión eran esferas sin dirección moteadas y hundidas en el cráneo del bicho, y Karen no tenía manera de dilucidar qué estaba mirando, qué podía ver. Sabía lo suficiente sobre historia natural para entender que había distintos modos de ver: algunos animales percibían el calor o el movimiento en lugar, o aparte, de la luz. Por lo que ella sabía, el monstruo que se le avecinaba veía en infrarrojos y estaba mirando su interior, viendo cómo le latía el corazón.

Pero no era real. El escorpión no la veía porque no estaba allí. O en el mundo de él, ella no estaba. Independientemente del sitio o el momento, la vida de aquel sitio era a una escala inmensa, y toda ella era de insectos. Y Karen, la entomófoba, perdida en un mundo irreal de insectos gigantes, estaba haciendo observaciones, sacando conclusiones, utilizando la lógica.

No hizo nada mientras el escorpión llegaba a su altura y pasaba tan pegado a ella que los gruesos pelos erizados de su pata segmentada le arañaron la piel del muslo que había dejado al aire la falda de ejecutiva desgarrada. Conteniendo la respiración observó mientras el monstruo pasaba a su lado. Se dio cuenta de que, aunque era sin lugar a dudas un escorpión, había algo aparte de su tamaño que lo diferenciaba de uno normal. Tenía pinzas gigantes, como todo en él, pero eran más pequeñas en proporción con el resto de su cuerpo que en los escorpiones de tamaño normal. Una fila de pinchos brotaba de las pinzas, como para barrer a las víctimas hacia la mandíbula en lugar de atraparlas sin más. Otra anomalía: las patas traseras eran planas como cuchillas, igual que remos que surgieran de un bote.

«Es acuático. Un escorpión acuático gigante, y no somos de la misma época. No puede verme y va a pasar de largo para meterse en el agua. No te muevas —se dijo—. No respires ni chilles. Todo esto es irreal».

Cerró con fuerza los ojos, aislándose de aquel imposible tableau vivant. «Es por tu fobia —se obligó a pensar—. Has contraído el virus ese que está haciendo que la gente vea cosas y tú ves insectos porque tu mente ha escogido lo que más temes. Todo esto no es más real que un sueño».

Pero incluso con los ojos cerrados supo que la alucinación persistía. En la oscura bóveda de su cráneo el reptar del escorpión reverberaba y el beso abrasivo de sus patas arácnidas sobre la piel humana seguía clavándosele en el muslo.

Se sintió extraña, mareada. Sus piernas cedieron y se cayó sobre el mantillo musgoso. La sensación de déjà vu volvió a abrumarla.

El aire se hizo más ligero y la luz cambió. La selva se cristalizó, se fue volviendo transparente y esmerilada. Cerró los ojos una vez más. De pronto el suelo que pisaba se endureció.

Al abrir los ojos Jack Court y los demás estaban inclinados sobre ella con cara de preocupación. Y por encima vio el techo restaurado del edificio Halverson. Oyó sus voces: angustiadas y apremiantes. Quiso decirles que estaba bien pero por un momento se quedó callada, convenciéndose de que lo que veía era el mundo real, y no lo otro que acababa de vivir.