John Macbeth. Boston
Macbeth sabía que a la gente le gusta asustarse con historias de fantasmas. Como psiquiatra entendía el mecanismo: tanto el lector de esos relatos como el aficionado a las películas de terror disfruta con las simulaciones de ambientes de miedo con los que engañar y confundir al cuerpo amigdalino, la más antigua y primaria de las estructuras del cerebro, hasta hacerle creer que existe un peligro real e inmediato, al tiempo que las señales químicas que envía la amígdala cerebral al hipotálamo liberan epinefrina, norepinefrina y cortisoles al organismo.
Salvo, claro está, porque todo el mundo en su fuero interno sabe que ni la historia de fantasmas ni la película de miedo son reales, de modo que el subidón de adrenalina puede disfrutarse con distancia y, sin lucha o huida real, el miedo se mitiga y se convierte en un producto empaquetado para su entretenimiento.
Macbeth, con su extraño desapego por el mundo tal y como otros lo veían, solía fijarse en la manera en que la televisión informa de los desastres y el sufrimiento: en cómo transmiten las noticias con una modulación y una entonación profesionalmente sintéticas, como si las voces naturales fueran inapropiadas o algo por el estilo. Macbeth se preguntaba si se trataba, al igual que con las películas de miedo, de un empaquetado deliberado del miedo con el fin de no perderlo de vista. En contadas ocasiones, eso sí, la conducta profesional falla, el miedo se vuelve palpable y los reporteros se convierten en personas normales. Por extraño que parezca, esas raras ocasiones se dan cuando la realidad queda patas arriba y parece más una película hollywoodiense de catástrofes que otra cosa, igual que la irreal realidad de unos aviones que se estrellan contra unos rascacielos en Nueva York.
La cobertura periodística de los sucesos de Boston iba por el mismo camino. Los medios de Nueva Inglaterra estaban abordando el «fantasmoto» sin las ideas claras, visiblemente confundidos. El suceso en sí no tenía sentido pero aun así había muerto gente y en el este de Massachusetts casi todo el mundo lo había experimentado. La gravedad profesional dio paso a una angustia más primaria y genuina.
Sobre todo cuando se supo que Boston no había sido la única.
Idénticos terremotos fantasmas en Francia y la India —en ambos casos en puntos donde se habían producido seísmos históricos— habían causado bajas y heridos. Al igual que en Boston, se habían sentido los efectos de un movimiento sísmico de tamaño considerable y los presentes habían experimentado los temblores y las sacudidas de la tierra, pero tampoco había habido pruebas físicas de actividad sísmica real de ningún tipo.
Había dejado de ser una historia de fantasmas. Estaban haciendo un gran esfuerzo por determinar qué había causado exactamente esos efectos. La opción de la epidemia seguía cogiendo fuerza: un virus o un agente que atacara al aparato vestibular de las víctimas. Al parecer la palmaria casualidad de que todo el mundo hubiera sufrido los ataques de falta de equilibrio y las alucinaciones auditivas en el mismo momento les pasó desapercibida a todos los expertos.
Surgieron, desde luego, cientos de hipótesis descabelladas auspiciadas por los teóricos conspiracionistas, la derecha religiosa y demás trastornados. Que si los illuminati estaban detrás de todo y habían creado el caos sobre el que establecer su Nuevo Orden Mundial; que si habían sido los extraterrestres, utilizando rayos de control mental para confundir a los humanos antes de lanzar su invasión contra la Tierra; que si Dios estaba castigando a la humanidad por darle la espalda y adorar a los falsos dioses de la ciencia; que si el Gobierno había desarrollado una nueva arma y les había salido mal la jugada, según una de las teorías conspirativas, o lo habían probado deliberadamente con la población de Boston, según otra. Había quienes, además, se dedicaban a aprovecharse de la situación y de los más crédulos: unos afirmaban que los fenómenos se podían controlar y conjurar, mientras que otros vendían entradas para conciertos en vivo de Elvis, Frank Sinatra o Caruso.
Por lo general, sin embargo, la gente siguió con su vida, aunque por las calles los rostros eran de angustia e inquietud, como si desconfiaran de todo lo que veían.
Mientras tanto la agenda de Macbeth en Boston prosiguió según lo planeado. Los colegas de Copenhague lo llamaron para saber si había experimentado el terremoto; se arrepintió de decirles que sí porque propició que le hicieran preguntas sin fin sobre cómo había sido y qué pensaba que lo había causado.
La herida que se había hecho Casey en la cabeza era tan leve como había sospechado. Se lo veía visiblemente preocupado, no obstante: su hermano era alguien cuya lógica e inteligencia podían resolver casi cualquier acertijo, pero lo vivido en el restaurante superaba con mucho su racionalización. Le insistió para que pasara con él el resto de su estancia en Boston.
—Ya sé que te gusta que las cosas estén a tu gusto —le dijo Casey—. Pero a mí también… Yo creo que podremos armonizar nuestros gustos unos días. Yo no sé tú pero después de lo de la otra noche no nos va a venir mal tener compañía.
Aliviado por la idea de mudarse a casa de Casey, su negativa a causarle molestias a su hermano no fue más que pura apariencia y no tardó en decidirse a dejar el hotel.
La mujer tras el mostrador de recepción era joven y atractiva, con un pelo muy moreno recogido atrás que dejaba despejada una cara hermosa y unos grandes ojos azules. Había hablado con ella un par de veces y, cuando fue a comunicarle que dejaba el hotel, se fijó en que volvió a sonreírle. Era muy del tipo de Macbeth, y en otras circunstancias la habría invitado a cenar, pero estaban pasando demasiadas cosas y tenía demasiadas historias en la cabeza. Se disculpó por irse antes de la cuenta del hotel y le dijo que vería bien si tuviese que pagar todas las noches que había reservado.
—No se preocupe, doctor Macbeth. La pena es que haya tenido que acortar su estancia en Boston.
—Bueno, en realidad no es eso… Es que mi hermano me ha pedido que me quede en su piso hasta que me vaya. Las cosas… en fin, la gente… —Le costaba expresar la idea—. Las cosas han cambiado un poco desde lo que pasó la otra noche.
La chica asintió compresiva.
—Bueno, tal vez volvamos a verlo…
—No lo dude. —Sonrió.
—No es la primera vez que se hospeda usted en nuestro hotel, ¿no es cierto? —preguntó con ese ceño fruncido de hacer memoria que a Macbeth le era tan familiar.
—Pues se equivoca, me temo.
—¿De veras? Habría jurado que lo había visto antes… —La mujer seguía con el ceño fruncido.
—No, lo dudo mucho. Créame, me acordaría.
Estaba a punto de dar media vuelta cuando vio por detrás de la chica una fotografía enmarcada del hombre moreno y barbudo que había visto en el pasillo junto al ascensor. Se congratuló de haber tenido que tratar con la chica guapa y no con aquel maleducado que no le había esperado para subir al ascensor.
—¿Es el dueño? —le preguntó a la joven señalándole la foto.
—Mi padre. Y sí, el hotel era de él.
—¿Era?
—Mi padre murió siendo yo muy joven. Desde entonces lo dirige mi madre. Ya van para veintitrés años…
El conductor del taxi que estaba esperándolo abrió el maletero e hizo ademán de ir a coger el equipaje de Macbeth cuando de pronto, de una limusina que había detrás, aparecieron un par de gafas de sol y un traje oscuro relleno de espaldas.
—Está bien —le dijo el trajeado al taxista—. He venido a llevar al doctor Macbeth adonde tenga que ir.
El hombre se encogió de hombros, cerró el maletero y se volvió al taxi.
—¿Lo mandan del instituto Schilder? —quiso saber Macbeth—. No esperaba que me llevasen. Me temo que antes debemos desviarnos… Tengo que dejar mis cosas en casa de mi hermano.
—No es problema, señor, y más tarde pasaremos por el instituto, pero no vengo de allí.
Acto seguido se metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó una cartera con una identificación. Macbeth vio las siglas azules.
—¿FBI?
—Agente especial Bundy. Me preguntaba si podría ayudarnos con un par de asuntos. No le distraeremos y llegará a tiempo a su cita en el instituto.
—¿Bundy?
—Sí, señor, como Ted. Sin parentesco alguno. —El agente le sonrió.
—¿De qué va todo esto? ¿Qué puedo hacer yo por el FBI, si puede saberse?
El agente extendió el brazo en dirección a la limusina.
—Tal vez podamos hablarlo de camino. Sé que tiene una agenda muy apretada.
Macbeth se encogió de hombros, dejó que el otro cogiera sus maletas y lo siguió hasta el coche.
Experimentó la misma sensación de claustrofobia en la parte trasera del Lincoln que unas noches atrás en el coche patrulla. Las ventanas tintadas parecían alejarlo aún más de la ciudad que atravesaban. El conductor no se volvió ni se inmutó por la presencia de Macbeth cuando subió con Bundy.
—Bueno, ¿y en qué puedo ayudar al FBI?
—¿Le suena de algo el nombre de John Astor?
Bundy se quitó entonces las gafas de sol y Macbeth pudo ver el impresionante color de ojos que tenía. Parecidos a dianas, cada ojo tenía una franja estrecha de marrón anaranjado en torno al iris, que estaba rodeado a su vez por una más ancha de un vivo azul verdoso. Su mirada ostentaba una penetración desconcertante.
—Sí, me suena pero poco más. Si le soy sincero, pensaba que era una especie de leyenda urbana, él y su misterioso libro. ¿Por qué lo pregunta?
—Entonces, ¿no sabe nada más de él aparte de los rumores?
—El nombre tiene cierta importancia para mí pero no está relacionado.
—¿Y eso? —Bundy se recostó en el asiento.
—Tuve un paciente… hace unos años, cuando trabajaba en el McLean. Presentaba síntomas de lo que parecía ser trastorno disociativo de identidad.
—¿Y se llamaba John Astor?
Macbeth sacudió la cabeza.
—No, ese era el nombre que le puso a uno de sus álter.
—¿Álter?
—A este trastorno se lo llama también trastorno de personalidad múltiple. Hay un trauma, una herida o una patología de un tipo u otro que hace que el paciente se refugie en otras identidades: identidades alternativas o álter ego. Uno de sus álter respondía al nombre de John Astor.
—¿Qué fue de ese paciente?
—No es su hombre, si es eso lo que quiere saber. Me temo que murió…, se suicidó. Lo perdí.
—Entiendo. —Bundy se quedó pensando por un momento sin dejar de sostenerle la mirada con esos ojos desconcertantes—. ¿Ha oído hablar de un grupo que se hace llamar Los Simulistas?
Macbeth frunció el ceño.
—No, qué va. ¿Por qué?
—Pero de Fe Ciega sí que ha oído hablar, ¿no?
—Sí… —Macbeth suspiró sin molestarse en ocultar su impaciencia. Miró por la ventanilla hacia un Boston tintado—. He oído hablar de Fe Ciega.
—Y conoce a Melissa Collins, por supuesto.
Macbeth volvió la cabeza.
—¿Melissa? ¿Qué pasa con ella?
Por un momento Bundy pareció calibrar a Macbeth y sus reacciones.
—¿Es que no lo sabe?
—¿Que si no sé qué? ¿De qué va todo esto?
—Lo siento, doctor Macbeth, pero pensaba que a estas alturas ya estaría al tanto. En el suicidio colectivo del Golden Gate Melissa Collins era la cabecilla del grupo, la directora ejecutiva de la empresa donde trabajaban todos.
Macbeth miró fijamente a Bundy. Había leído sobre los suicidios y sabía que había sido gente joven pero, al estar en Copenhague, no le habían llegado los detalles, los nombres. ¿Melissa? ¿Que Melissa era una de ellos? Mientras su cerebro procesaba lo que el otro acababa de decirle, se fijó en una mancha oscura camuflada bajo las rayas diagonales de la corbata del agente. Melissa había muerto y lo único en lo que podía pensar era en las razones genéticas para el inusual color de ojos de Bundy y en cómo se habría hecho la mancha.
—Melissa… —Se oyó decir de nuevo. Volviendo en sí, sacudió la cabeza enérgicamente—. No me lo creo. Melissa no… No conozco a nadie con menos tendencias suicidas. Y le hablo como psiquiatra profesional, y como alguien que tuvo una relación con ella. Pasara lo que pasase, sé que ella no se tiró del Golden Gate.
—Me temo que no hay dudas al respecto. Ninguna. No se limitó a saltar, además parecía liderar al resto. Un agente de policía fue testigo y las cámaras de seguridad así lo muestran. ¿Nunca sospechó que ella tuviese inclinaciones suicidas?
—No, por supuesto que no. Melissa era la persona más equilibrada que he conocido, y la última que se quitaría la vida.
Macbeth pensó en lo que acababa de decir y en cómo parecía una repetición casi exacta de lo que le había contado Casey sobre Gabriel Rees.
—¿Cuándo fue la última vez que la vio?
—Hace unos tres años, antes de que me fuera a Dinamarca. Cada uno… cada uno se fue por su lado. Ella aceptó un puesto de investigación en Los Ángeles. No tenía ni idea de que se hubiese mudado a San Francisco ni de que hubiera montado una empresa de software, por eso cuando me enteré de lo del Golden Gate no lo relacioné ni por un segundo. —Macbeth sacudió la cabeza—. Es que no puedo creérmelo…
—Y esa vez, la última que la vio, ¿estaba involucrada en algún grupo en particular?
—¿De qué clase de grupo me habla?
Macbeth se dio cuenta de que estaba culpando a Bundy de su propia confusión. Nada de lo que oía tenía sentido; le confundía aún más no estar conmocionado por la muerte pero sabía que ya llegaría… con el tiempo. A John Macbeth el mundo lo alcanzaba con retraso, mediante las retrasmisiones dilatorias de su extraño cableado interno.
—Me refiero a si cree usted que tenía algún tipo de filiación religiosa fuerte, o estaba de algún modo vinculada a un grupo religioso, alguno particularmente extremo.
—¿Que si Melissa pertenecía a una secta? Eso es descabellado. No tenía tiempo para religiones, ni mayoritarias ni marginales ni nada. Por lo que yo sé, era atea. No… si eso es lo que están contando sobre lo que le pasó, no me lo creo.
Estaban pasando en paralelo al Common, Boston aún plana y oscurecida por el cristal ahumado.
—Tenemos pruebas de su involucración con un grupo que cumple con muchos de los criterios de las sectas —esgrimió Bundy. Cuando hablaba, parecía carente de expresión o emoción. Tal vez fuese eso, la falta de afección, lo que les enseñaban en Quantico.
—¿Cómo? ¿Cree usted que Melissa pertenecía a Fe Ciega?
—No, a Fe Ciega no. ¿Alguna vez le mencionó a John Astor?
—¿A Astor? No, que yo recuerde no. Creo que por entonces ninguno de los dos había oído hablar de él. Hasta estos últimos meses no se ha…
—¿Alguna vez le mencionó a Samuel Tennant o a Jeff Killberg?
Macbeth meditó un momento y después meneó la cabeza y preguntó:
—¿Quiénes son?
—Una de las mujeres con las que Melissa trabajaba en San Francisco se llamaba Deborah Canning. También era de Boston… ¿Sabe si Melissa la conocía antes de mudarse a California?
—De ser así, nunca me lo mencionó. Y ahora, ¿podría decirme por qué está tan interesado en Melissa si se trata de un simple caso de suicidio?
—No creo que nadie pueda describir que veintisiete jóvenes se tiren del Golden Gate al mismo tiempo como un «simple caso de suicidio». La policía de California sigue investigando lo ocurrido. Y a mí lo que me interesan son las circunstancias que hay detrás.
—Entonces, ¿por qué me da a mí que esto está relacionado con la Ley de Seguridad Nacional?
—Últimamente han surgido cada vez más sectas tóxicas, y algunas son potencialmente peligrosas para la seguridad nacional. Me limito a examinar todas las posibles conexiones entre lo ocurrido en San Francisco y ciertas personas y grupos de interés. Si le soy sincero, lo más normal es que no haya ningún vínculo, pero tenemos que seguir los cauces reglamentarios.
Macbeth asintió, por mucho que Bundy no le pareciera de esos que siguen «los cauces reglamentarios».
—Vaya, hemos llegado… —dijo Bundy con una sonrisa que no se molestó en llegar a sus extraños ojos. Macbeth vio que estaban en la puerta del bloque de Casey—. Le esperaremos aquí hasta que deje sus cosas y lo llevaremos al instituto Schilder. Es lo mínimo que podemos hacer para compensarle el tiempo perdido.
—No me han hecho perder el tiempo y me han ahorrado la carrera del taxi. Pero cogeré uno para ir al instituto. Todavía tengo que hacer un par de cosas aquí.
—Como guste, doctor Macbeth. En cualquier caso, gracias por su tiempo y su ayuda.
Cuando se apeó y el silencioso conductor le dejó las maletas a los pies, Macbeth se quedó mirando cómo se alejaba la limusina y desaparecía por la esquina. En ese momento se dio cuenta de que estaba justo delante de la puerta del bloque de su hermano, a pesar de no haberle dicho ni a Bundy ni al chófer dónde vivía este.