Fabian. Frisia
El maltrato escolar paró antes de empezar siquiera, aunque entonces llegaron las miradas, las sospechas, los murmullos.
Con la mandíbula partida, tres dientes desencajados, una costilla rota y varias contusiones graves, Henkje Maartens llevaba dos semanas sin ir al colegio, y los tres primeros días había estado ingresado en el hospital de Leeuwarden; al volver seguía teniendo la cara macilenta e hinchada y la mandíbula cerrada por un aparato.
Por rumores que había reunido de aquí y allá, Fabian averiguó que Maartens había regresado hasta el principio del pueblo antes de desmayarse en la calle. Habían llamado a una ambulancia y a la policía. En una pequeña comunidad costera como la suya la violencia no era algo habitual, y por las heridas del chico decidieron que estaban ante un caso con varios asaltantes. Dieron por hecho que el ataque se había producido donde habían encontrado a la víctima. Lo interrogaron en busca de respuestas pero Henkje no estuvo en condiciones de dárselas hasta al menos veinticuatro horas después. Fue entonces cuando la policía lo presionó para que les diese la identidad o una descripción de sus asaltantes.
Eso fue justo lo que les dio. Henkje describió a tres chicos mayores que él, de unos diecisiete o dieciocho años, a los que afirmó no conocer; en una comunidad de ese tamaño eso suponía automáticamente que se trataba de forasteros. Cuando el chico le dijo a la policía que uno de los matones le había pedido dinero, había añadido una nota de color al asegurar que su atacante hablaba con un extraño acento extranjero. Nada más decirles a los forasteros que no llevaba dinero encima, lo habían atacado y él se había visto indefenso y no había podido evitar que lo golpearan y lo patearan en el suelo. Según explicó, el asalto había tenido lugar a unos cientos de metros de donde lo habían encontrado.
La policía se tragó la historia, al igual que el resto de la comunidad, deseosos todos de creer que tamaña brutalidad solo podía provenir de fuera de su pequeño mundo. El toque que Henkje había puesto al introducir el acento extranjero hizo que las cabezas de algunos mayores asintieran con sagacidad apenada: era lo que cabía esperar en esos días.
Durante el tiempo que Henkje había estado sin ir al instituto, su entorno de matones en miniatura había dejado en paz a Fabian. Este se convenció de que no sabían nada de lo que había ocurrido realmente: les faltaba la tenacidad que Henkje les contagiaba y estaban demasiado ocupados lidiando con lo indigno de la humillante paliza que le habían dado a su líder.
La visión de Henkje a su regreso, la cara hinchada en un arcoíris de verdes, morados y azules, la mandíbula inmovilizada por alambres, sirvió aún más para corregir su pavoneo. Hasta el segundo día Fabian no se lo encontró en el pasillo del instituto, entre clases y sin sus amigos. Cuando cruzaron la mirada Henkje clavó automáticamente los ojos en el suelo; supo al instante que sus problemas con Maartens y compañía se habían acabado. No experimentó, sin embargo, sensación alguna de triunfo: cada vez que veía al otro, que no era muy a menudo, pues resultaba evidente que hacía todo lo posible por evitarlo, sentía el impulso de pedirle perdón, de hacer las paces y explicarle lo del déjà vu de la playa. Pero nada de eso tenía sentido.
Maartens tuvo la mandíbula inmovilizada un mes. Con todo, cuando la hinchazón y la decoloración desaparecieron de la cara, el chico que quedó era otro. Para cuando le quitaron los alambres, Fabian notó que también se había producido un cambio en el resto de sus compañeros. Al principio fueron solo los amigos de Henkje, pero luego otros chicos empezaron también a evitar a Fabian, a apartar la mirada. Incluso Robin Hoekstra, que era lo más parecido que tenía a un amigo y se sentaba con él en clase de historia, parecía rehuirlo. Consideró la posibilidad de enfrentarse a Henkje pero lo dejó estar. En muchos sentidos le convenía que sus compañeros mantuviesen las distancias; siempre se había sentido desplazado entre ellos, en una época, una geografía y una sociedad equivocadas.
A los tres meses del ataque, aunque por razones no relacionadas, la familia Maartens se mudó al interior, a Bakkefean. Fabian ya no tuvo que enfrentarse a su culpabilidad por los pasillos del instituto. Los otros, sin embargo… El resto siguió manteniendo las distancias, casi temerosos de él. Incluso le pareció captar esa misma mirada extraña en un profesor.
La vida continuó. Fabian seguía volviendo a la playa todas las semanas, en busca del consuelo del sitio al que siempre había ido, aunque había dejado de ser tan especial, como si la arena sobre la que se sentaba estuviese mancillada por la sangre de Henkje.
Se sentó de nuevo junto a la roca, con la inmensidad del cielo aplastando tierra y mar. Todo estaba como el día del encuentro con Henkje y al mismo tiempo distinto. El cielo seguía siendo igual de grande, si bien ese día había bancos de grandes nubarrones grises y blancos, como las velas desplegadas de un barco fantasma, y la temperatura había bajado unos grados.
Una vez más, pensó en la furia que se le había desatado. Se había convertido en un animal, un ser de instintos bajos y violencia descerebrada. Lo que más le preocupaba era haberlo disfrutado, haber saciado una sed. En sus catorce años de vida nunca se había sentido tan vivo, con esa clase de vitalidad. Su mundo no había sido jamás tan real.
Con la espalda apoyada en la piedra mientras removía la arena con un palo blanqueado por la sal y el sol, se enfrascó en sus pensamientos.
Le vino de golpe y porrazo: la misma sensación. Como un déjà vu sin serlo. Más intenso. Se incorporó de un respingo y miró a su alrededor con ojos escrutadores. Todo estaba igual, el cielo, la temperatura, la luz. Aunque nada había cambiado sentía que el corazón le latía a más velocidad, que el pulso se le aceleraba en los oídos. Le aterraba la idea de que pudiera ser el preludio a otro acto de violencia incontrolada, o a otro episodio en el que el tiempo se repetía.
Repasó el horizonte con la mirada y luego volvió los ojos hacia el promontorio, las dunas y el terraplén que tenía detrás. Estaba todo igual, inmutable. Pero a la vez era distinto, aunque no acertaba a distinguir por qué. Pero… Volvió a escrutar el horizonte y dio un lento giro de 360 grados: concentrándose, entornando los ojos, estudiando cada detalle.
El promontorio: el dedo de hierba y arena que le daba un suave empujón al mar del Norte tenía algo extraño. El pánico indefinido se definió de golpe, cuajó: el faro. Ya no estaba. Retrocedió unos pasos, vacilante. ¿Cómo podía haber desaparecido de buenas a primeras el faro, que llevaba siendo el centinela del promontorio durante ciento cincuenta años? Cerró los ojos con fuerza pero, al volver a abrirlos, seguía desaparecido.
Como una repentina oleada de náusea, la sensación extraña se intensificó y le llegó adentro, muy adentro. Aquello superaba el déjà vu y cualquier sensación de resonancias inexplicables: era un cambio sísmico en su sentido del tiempo y del espacio, del universo a su alrededor, dentro de sí, que se reconfiguraba. Empezó a temblar. Otra oleada aún mayor.
Las nubes de velas de barco se habían esfumado y el cielo se había despejado. El frescor de la brisa vespertina tampoco se sentía. Fabian supo entonces que no estaba en otra parte —seguía siendo justo el mismo sitio que unos segundos antes—: estaba en otro tiempo.
Voces. Distantes. A su espalda.
Se dio media vuelta y miró hacia el interior. Al igual que el faro del promontorio, las suaves elevaciones verdes del terraplén habían desaparecido. No había una demarcación clara entre playa y tierra, y en su lugar la arena se difuminaba en una franja de barro marrón, que a su vez se diluía en feas marañas de coclearia, juncia y carmel. ¿Cómo sabía el nombre de esas plantas de marisma? ¿Por qué aquel paisaje ajeno no le era ajeno? Una vez más unas voces lo sacaron de golpe de sus pensamientos. Muchas voces. No pudo ver quién hablaba pero sí que lo hacían pasada la franja de cañas y algas. Le sorprendió constatar que ya no tenía miedo —ni una pizca—, pero sintió como por instinto la necesidad de acercarse furtivamente a las voces. Dio un paso adelante, hacia el interior, donde las hierbas eran más altas, y sintió que se hundía hasta las rodillas. Al mirar hacia abajo, vio que un barro gris y apagado sustituía la fina arena clara. Las wadden. Se abrió camino entre el barro, con un paso lento y laborioso que le estropeó las zapatillas y le succionó los calcetines. De nuevo le sorprendió su falta de asombro: aunque nada tenía sentido todo le parecía en cierto modo como cabría esperar.
A Fabian le costó diez minutos, entre sudores y jadeos, atravesar las llanuras de marea del Waddenzee y llegar a la arena más seca y la linde con las hierbas altas. En cuanto se liberó del abrazo pegajoso del barro, se miró los pies desnudos y los vaqueros, empapados y embarrados. Fuera lo que fuese lo que estuviese pasándole parecía, daba la impresión y la sensación y olía a ser real. Si estaba volviéndose loco, le afectaba los cinco sentidos. Siguió abriéndose paso por las hierbas y se quedó parapetado allí al llegar a la zona de tierra. Abriéndolas de par en par como cortinas, miró a través, con cautela.
Una aldea, un campamento, o algo así.
Había unas doce chozas de madera repartidas irregularmente por un cuadrado de tierra allanada y vacía. Estaban elevadas como un palmo del suelo por unos recios pilones de madera; con la estructura y las vigas de troncos, las paredes eran de zarzo, mientras que los techos estaban elaborados con una gruesa capa de paja tejida. Al contrario que la geometría de ángulos acentuados e impecables de la casa de ladrillo de Fabian, que proclamaba la independencia del hombre de la Naturaleza, esas cabañas parecían orgánicas, hechas con materiales naturales del entorno inmediato: fango, algas y troncos cortados irregularmente. Parecían aún parte del paisaje, fusionados con él.
Una columna de humo subía en espiral hacia el cielo despejado desde una fogata que había en medio del cuadrado de tierra. Un grupo de chiquillos corría alrededor, jugando a pillar, riendo y chillando cuando lograban librarse o se rendían a la captura. Parecían un grupo cualquiera de niños, salvo por sus extraños ropajes. De una de las cabañas salió entonces una mujer y bajó los escalones de troncos balanceando una especie de cubo de madera y pellejo en la cadera. Aunque hacía gala de una madurez fatigada como si se tratara de un manto pesado —era una mujer, no una muchacha—, Fabian se dijo que, como máximo, tendría un año o dos más que él. Tenía el pelo pajizo recogido en un moño en la nuca. Era guapa, con unos rasgos uniformes y bien definidos, pero incluso desde lejos Fabian advirtió que tenía la piel levantada y enrojecida por la nariz y las mejillas, como curtida por los elementos. Se agachó cuando la mujer se volvió en su dirección, con cara inexpresiva. Si bien no daba muestras de haberlo visto escondido entre los juncos, se dirigió hacia él. Se encogió todo lo que se atrevió para no delatarse con el crujido de las largas varas de cañas marinas. Ahora la veía claramente: llevaba un sayo amarillo y una larga falda color mostaza con una enagua algo más larga por detrás. Fabian era consciente de estar viendo un traje que no pertenecía a su época. Por un momento consideró lo desquiciado de la situación y se preguntó si estaría viendo una especie de recreación. ¿Habrían montado un museo viviente o algo por el estilo? Un parque temático de los Años Oscuros. Pero no tenía sentido: no explicaba la desaparición del faro o del terraplén, ni que las llanuras de marea del Waddenzee se hubiesen desplazado.
Tal vez, pensó, sí que existían los fantasmas; quizá aquella fuera una aldea de muertos.
Ya tenía a la mujer frente por frente. Esta ladeó el cubo de cuero y vertió el contenido sobre las cañas, casi encima de Fabian. El agua que brotó olía muy fuerte, y el hedor pareció raspar la garganta del chico, que empezó a toser. Sabía que acababa de delatar su presencia y que no podía hacer otra cosa que descubrirse del todo. Se le aceleró la cabeza intentando buscar las palabras, formar las frases para explicar lo inexplicable.
Se levantó.
Se quedó cara a cara con la mujer, a solo un metro de distancia. Vio los detalles de la cinta brocada que le sujetaba el pelo en un moño y que le ribeteaba el sayo; vio la rojez escamosa de la nariz y las mejillas, olió su aroma, el olor de su cuerpo, que no era ni sucio ni desagradable.
—Lo siento —dijo por fin—, no quería asustarla. Es que…
La mujer se quedó mirando a través de él, como si no estuviese, hacia la maleza, antes de volverse y regresar por donde había venido. No lo había visto. No había estado allí.
No se trataba de una aldea fantasma y la mujer tampoco era ningún espectro, comprendió. El fantasma era él.