23

Ethan Bundy. Maryland

El agente especial Ethan Bundy rezaba a medio vestir, sin camisa y sin calcetines.

Estaba en las habitaciones de Camp David que le habían asignado, arrodillado a un lado de la cama, con los dedos entrelazados, la frente presionada contra el duro risco de sus nudillos y los codos apoyados en el borde de la cama.

Camp David había sido un hervidero durante todo el día, mientras la presidenta recababa datos y opiniones sobre lo acontecido en Boston. Había celebrado videoconferencias con expertos de todos los ámbitos e incluso se había reunido con el judío, Hoberman. Bundy había estado al tanto de todo, al lado de ella o detrás, mostrándole su apoyo tácito. No le veía sentido a nada y comprendió que los supuestos expertos estaban igual de confundidos que él. No pudo contenerse cuando, en un momento incómodo de silencio, hizo la pregunta que llevaba haciéndose en la cabeza todo el día:

—¿Qué significa, señora presidenta?

Elizabeth Yates se giró, le agarró del codo y le clavó los ojos. Cuatro palabras, eso fue todo lo que le dijo, pero aun así se quedó electrificado:

—¡Ha llegado el Arrebatamiento!

Bundy rezaba con todas sus fuerzas por la salvación, por estar entre los elegidos. Rogó clemencia por las vidas que había eliminado en el pasado y suplicó a Dios que le diera la fuerza necesaria para eliminar las vidas que se viera obligado a eliminar en el futuro. Ante todo le rogó al Señor que aceptara su impureza; rezaba por una excepcionalidad y una entereza que sabía que nunca poseería. Sabía, no obstante, que la presidenta sí tenía esa pureza; era un instrumento único y excepcional de Dios, su representante electa en la Tierra. Bundy, por su parte, no era ni puro ni único.

Era una abominación.

Ethan Bundy sabía perfectamente quién y qué era. Era tanto el asesino como el asesinado, era Caín y Abel. Era ambos y ninguno. Dios le había dado el Estigma para que descubriera quién era, para hostigarlo con el conocimiento de su dualidad, con la conciencia de que estaba condenado a vagar por la Tierra como asesino a la par que víctima, en un tejido infinito y sin fisuras de dos destinos, de dos almas.

Debería haberlo sabido antes, haber distinguido su otredad interior de la exterior en los ojos que le devolvían la mirada en el espejo todas las mañanas: unos iris claros con un franja interior marrón dorada alrededor y otra banda exterior del azul más claro. Unos ojos tan claros que le dolían incluso con la luz del sol más templado; unos ojos que llamaban la atención, que destacaban. Debería haberlo sabido.

Pero hasta que no empezó a trabajar para el FBI Bundy no experimentó la epifanía, el descubrimiento de su verdadera naturaleza. En uno de sus primeros casos, en Kentucky, trabajó en la oficina de campo de Louisville. Era la típica empresa de paletos: una plantación de cannabis a kilómetros a la redonda de cualquier carretera a la que solo se llegaba por un camino sinuoso y abrupto. Todavía era válido lo aprendido hacía casi cien años, en la época de la Prohibición y de los contrabandistas de alcohol: el camino de tierra con cuchillas camufladas, los anzuelos enganchados en hilos de pesca a la altura de los ojos, los hoyos llenos de serpientes o de clavos de quince centímetros. Al final del camino había una hondonada soleada con plantas verde azulado de marihuana que llegaban por la cintura; en el fondo del terreno habían ocultado al reconocimiento aéreo una gran covacha de madera con un entramado de ramas y hojas. No era el típico asunto en el que se involucraba el FBI, sino más bien jurisdicción de la oficina del sheriff y de la DEA, pero habían encontrado un buen puñado de dinero contante en la cabaña y se sospechaba que eran billetes falsos, lo que lo convertía en un asunto federal.

El equipo forense ya había examinado sobre el terreno el dinero, que había envuelto en plástico y expuesto sobre los tablones quebrados del suelo de la cabaña, cuando Bundy y sus compañeros llegaron. El técnico estaba usando una lamparita de rayos UVA para inspeccionar los billetes en busca de indicios de falsificación. Enfrascado en el trabajo, no lo oyó llegar y se giró sobresaltado cuando el agente lo llamó. Al volverse, la lámpara, que seguía encendida, recayó con su haz en la cara de Bundy. Nunca olvidará la expresión de aquel técnico forense. Conmoción, miedo incluso. Bundy estaba acostumbrado a que la gente reaccionara ante el inusual color de sus ojos, pero aquello fue distinto.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

El hombre apagó la lámpara y entornó los ojos mientras escrutaba el rostro de Bundy, como buscando algo que hubiese desaparecido.

—Su cara… bajo los rayos uva. Creo que debería usted ir a un dermatólogo.

—¿De qué habla?

—Se ha visto algo bajo la luz.

—¿El qué? ¿Qué ha visto?

—Unas marcas. No sé qué serán.

—Vuelva a iluminarme.

El forense lo obedeció a regañadientes.

—Dígame que ve.

—Como le he dicho —empezó a decir el técnico con el ceño fruncido al examinarle la cara, aún incómodo, como mirando algo peligroso o aterrador—, unas marcas en su piel. Estas lámparas muestran de todo. Tal vez sufrió usted quemaduras solares o algo por el estilo. Yo iría a que me lo mirasen.

Apagó la lámpara y pasaron a hablar sobre el caso, pero Bundy notó que el tono profesional del técnico no era más que una cortina que había corrido sobre su inquietud por lo que quiera que hubiese visto bajo la luz artificial.

No pidió cita al médico inmediatamente. En lugar de eso encargó por Internet una lámpara de luz negra, la misma que seguía teniendo en el cajón de la mesita de noche y que siempre llevaba con él allá donde iba. Se puso delante del espejo y se iluminó la cara con la luz. Y entonces lo vio: vio al Demonio y se le cortó la respiración. Vio el estigma de Caín, y no solo en la cara.

Apretó más los párpados, juntó más las manos y rezó con más ahínco. Como hacía siempre que rezaba, terminó su plegaria rogando una vez más por ser excepcional, para que la marca se le borrase: que la mancha de su alma se purgase de su cuerpo.

Nada más decir «amén», cogió la lámpara de la mesilla y fue al pequeño cuarto de baño. La luz blanca del interior enfatizó la escultura de sus músculos, la lisura bronceada de su piel, inmaculada, sin marcas, perfecta. Por ocupado que estuviese, siempre conseguía hacer una hora de pesas al día, cuidándose de rotar los músculos que trabajaba para que todas las partes tomaran un día de descanso y variando el tipo de ejercicios en ciclos semanales para sortear la memoria muscular. Se había convertido en un experto en mantener la masa corporal, su forma y su definición. También utilizaba cremas, mascarillas e hidratantes a diario. El bronceado era de bote, se lo aplicaba todos los días. Sabía que la misma carencia de melanina que hacía que sus ojos fuesen tan claros hacía que su piel fuese susceptible a los daños solares y el melanoma. El dermatólogo que lo examinó se lo dijo… poco antes de remitirlo a un genetista. Pero no era por eso por lo que se echaba bronceador: lo que Ethan Bundy más temía era un bronceado real, pues tenía miedo de lo que pudiera revelarle al mundo.

Estudió su reflejo en el espejo. Incluso bajo aquella luz inexorable veía la perfección de su cuerpo, la fortaleza en la mandíbula, la bella uniformidad de sus rasgos. Y entonces vio sus ojos. Estaban allí siempre para recordarle su impureza. Apagó la luz del baño y se quedó en el sitio, mirando aún su reflejo, sombreado de negro por la tenue luz proveniente del cuarto. Así no se veía los ojos.

—Por favor, Señor, haz que se me vaya el Estigma. Por favor, perdóname por haber matado a mi hermano. Por favor, despójame de su alma, quita su cuerpo del mío. Por favor, perdóname y hazme singular.

Respiró hondo y encendió la lamparita ultravioleta.

El Demonio. Caín. El Estigmatizado.

La lámpara despidió su luz morada por el baño en penumbra. El hecho de que brillara por doquier era indicador de su ineficacia: la luz ultravioleta invisible al ojo humano, ese resplandor morado, el escape de las luces de onda corta a través del filtro del óxido de níquel. Para Bundy, sin embargo, la ironía más amarga era que la luz invisible hacía visible lo que se ocultaba bajo la luz normal. Revelaba su verdadera naturaleza.

Sus plegarias no habían sido atendidas.

El Ethan Bundy de la piel suave y bronceada miró al espejo, desde donde el Demonio de Caín le devolvió la mirada. Caín, cuya piel portaba el estigma del fratricidio. La marca tenía su belleza oscura: como las rayas del tigre, unas bandas de una piel más oscura serpenteaban y formaban meandros por su cara, se arqueaban y se retorcían por el cuello y los hombros. Una V impresionante, en forma de diamante, se le dibujaba en el pecho. Tenía todo el cuerpo recubierto de rayas enroscadas y serpenteantes. Apuntó la luz sobre el dorso de una mano y luego sobre la otra. Parecían tatuadas con un diamante, de cuya base surgían otras rayas que se le enroscaban por las muñecas y le reptaban por los antebrazos.

Sintió el mismo dolor que siempre que observaba su verdadera naturaleza.

Apagó la lamparita y encendió la del baño. En el acto recuperó la humanidad.

La genetista se lo había explicado lenta y cautelosamente, comprobando en todo momento que entendía lo que le decía. Seguía sin encontrarle sentido. Él era unos gemelos, no un gemelo, sino los dos.

—Se llama quimerismo tetragamético —le contó—: dos gemelos idénticos en el útero y uno de ellos, al detectar la presencia de un rival, lo envuelve y lo absorbe.

—¿Maté a mi hermano?

—Lo absorbió. Dos juegos completos de cromosomas en un mismo feto. Su hermano sigue viviendo en su interior. Usted es él. Es ambos gemelos.

—¿Por eso llevo las marcas? —le preguntó.

—Se llaman líneas de Blaschko. Todos las tenemos y es probable que marquen el camino seguido por las células epidérmicas durante el desarrollo del feto. Se vuelven perceptibles con algunos trastornos de la piel pero por lo general son invisibles al ojo humano. Por alguna razón son más pronunciadas en las quimeras, probablemente porque un gemelo tiene la piel más oscura que el otro. Eso explicaría la heterocromía central… el doble color de ojos. Un gemelo tiene ojos avellana y el otro azul.

—Los odio…

—No sé por qué, son muy impresionantes. Puede considerarse afortunado: muchas de las quimeras tienen heterocromía total, un color por ojo.

A pesar de la jerga científica Bundy conocía el verdadero significado de las líneas. Había nacido asesino, le había arrebatado la vida a su hermano en el útero y por eso llevaba el estigma de Caín. Y había nacido plural, con una naturaleza diádica: el bien y el mal.

Su afección le había traído de cabeza hasta que conoció a la presidenta Yates, por entonces una senadora de una visión y una ambición inflexibles, dotada de una voluntad inquebrantable. Ella le había mostrado el camino: el de Dios.

Toda Naturaleza es dualidad, le había explicado: tanta crueldad y a la vez tanta belleza. Para que haya vida y crecimiento tiene que haber muerte. Para que haya Bien, tiene que haber Mal. Y a veces, le había dicho, tenemos que hacer cosas malas para que el Bien triunfe en última instancia.

Él le había enseñado su estigma, y ella lo había visto y tocado…

Bundy completó su ritual nocturno cepillándose los dientes y pasándose la seda dental. Acababa de meterse en la cama cuando se abrió la puerta. La silueta de la presidenta Yates se formó en el umbral, con un documento en la mano.

—Ethan —le dijo con voz autoritaria pero baja—, me temo que vamos a tener que hacer algo con el profesor Hoberman.