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John Macbeth. Boston

En los quince años que llevaba ejerciendo la psiquiatría Macbeth nunca había experimentado ni oído nada igual. Al día siguiente los medios no hablaban de otra cosa, y no solo en Massachusetts, sino en todo Estados Unidos y en el resto del mundo. «El terremoto fantasma de Boston», así lo describía la mayoría de los titulares.

A los servicios de urgencias les había llevado una hora y media llegar al restaurante. Los diversos equipos se habían dispersado por la ciudad y los alrededores para asistir a los afectados. Había habido heridos por todo el litoral del estado, de Rockport a Plymouth, y hacia el interior, hasta Worcester. El terremoto se sintió por todo el estado, y había noticias de que al otro lado de la frontera canadiense, en Nueva Scotia y Nuevo Brunswick, se había notado que el suelo temblaba.

La mayor parte de las heridas se habían producido por caídas, ocho de ellas letales, desde balcones, salidas de incendio y otros lugares en alto. La mayor parte de las bajas se habían producido en accidentes de tráfico, en casos en que los conductores habían perdido el control de sus vehículos. En total habían muerto treinta personas y más de mil habían resultado heridas.

Y no había habido ni un solo caso de daños estructurales.

Los sismógrafos del observatorio de Weston no se habían inmutado. Los departamentos de Ciencias de la Tierra de todas las universidades de Nueva Inglaterra y más allá confirmaron los resultados de Weston, con datos verificados tanto por centros de miles de millones de dólares como por sismógrafos de jardín de aficionados.

Ni rastro del terremoto: toda la ciudad y la mitad del estado habían perdido el equilibrio, poco más.

En un solo día Macbeth vio más horas de televisión y consultó más tiempo Internet que en todo el mes precedente. Ya por la tarde empezaron a surgir teorías conspirativas y chistes de mal gusto, y atribuyó ambas cosas a un mismo intervalo de coeficiente intelectual de dos cifras. Los comunicados oficiales tenían el mismo valor intelectual, por lo que a él concernía, y algunos sugerían que un virus podía haber afectado el aparato vestibular de las víctimas. Lo cierto era que no había forma de explicar unas muertes causadas por un terremoto que no había tenido lugar.

Lo que causó mayor conmoción fue cuando se trazó el mapa del reparto de las víctimas: surgió un patrón que, por extraño que pareciese, concordaba con un terremoto auténtico. A pesar de no existir pruebas geofísicas, el cotejo de las estadísticas de heridos y los relatos de los testigos revelaron un patrón que coincidía con un terremoto con epicentro en el Atlántico, a unos cincuenta kilómetros al este de Cape Ann. Por las descripciones recogidas en diversas localizaciones, la experiencia se consideró comparable con un terremoto de magnitud 6 en la escala de Richter.

Fue algo más tarde cuando alguien encajó todas las piezas del rompecabezas: probablemente algún investigador anónimo de la trastienda de una cadena de televisión que se había limitado a cruzar datos. Y ya estaba listo para ser retransmitido para cuando Macbeth sintonizó el telediario de la noche.

El «terremoto fantasma de Boston» se había convertido en el «fantasmoto de Cape Ann».

Acaparó toda la edición especial extendida del telediario. Viejas xilografías de edificios resquebrajados con la rúbrica del año 1775 conformaron el telón de fondo de los peinados, los bronceados profesionales y la gravedad estudiada de los presentadores. Todos, desde los sismólogos y los historiadores a los videntes chiflados y a los colgados apocalípticos, tuvieron sus minutos de gloria ante la cámara; los políticos hablaron mucho y dijeron poco, sin salirse de la línea oficial; entrevistaron a científicos de todos los credos y ni uno solo pudo explicar el fenómeno. La explicación más probable de las que se dieron seguía siendo la de un virus que hubiese causado una especie de pérdida del equilibrio y alucinaciones auditivas. Al fin y al cabo nadie había visto, lo que se dice ver, el terremoto.

Pero lo que excitó a los medios hasta la fiebre fue que el epicentro identificado por el mapeo de las bajas coincidiera exactamente con el que se había producido en Cape Ann en 1775. El observatorio de Weston llevaba años programando simulaciones informáticas de lo que pasaría si el mismo tipo de terremoto alcanzara la población y el asentamiento, mucho mayores, de la Nueva Inglaterra contemporánea. Las bajas causadas por el «fantasmoto» encajaban con las predicciones del ordenador: una a una.

La mayoría de los heridos estaban en el barrio de Back Bay, por donde la ciudad se había expandido durante el siglo XIX ganándole terreno a la bahía a golpe de rellenos estructurales. Según explicaron los sismólogos, esos suelos ganados a la ría eran los menos estables y más susceptibles de sufrir temblores, mientras que la piedra rojiza típica de la arquitectura de Back Bay siempre había sido la más expuesta a la actividad sísmica.

Macbeth tenía su propia teoría —si bien era vaga e iba tomando consistencia lentamente— sobre lo ocurrido, y estaba relacionada con lo que Pete Corbin le había contado.

Fuera lo que fuese, e independientemente de la causa, Boston se había visto sacudida en todos los sentidos: lo comprobó en las calles que recorrió, en las caras confundidas y angustiadas de los transeúntes.

La pregunta que todo el mundo se hacía era: ¿por qué Boston?

Fue entonces cuando comenzaron a llegar noticias de todas partes del mundo.