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Josh Hoberman. Maryland

Josh Hoberman mantenía conversaciones diarias con Ward, el médico personal de la presidenta. Pese a lo antipática que le resultaba su condición de militar —y su condición de Ward—, Hoberman tenía la sensación de que al menos era un hombre de ciencia y la única persona con la que podía hablar de la presidenta con cierta franqueza. Incluso así, no tardó en darse cuenta de que Elizabeth Yates se había rodeado de gente que potenciaba su ego y su tenacidad.

Con todo, había sido Ward quien había convocado a Hoberman y quien no había protestado ante las observaciones más cándidas del psiquiatra. Así y todo seguía siendo cauteloso a la hora de abordar algunos de los temas más peliagudos en torno al estado mental de la presidenta.

No había vuelto al refugio Aspen, la residencia presidencial, desde la primera noche, y la mayoría de los encuentros con Yates o Ward tenían lugar en el Laurel. Él dormía en la cabaña Dogwood, cuyas paredes estaban adornadas con fotografías de invitados anteriores, todos mucho más importantes que él. Camp David estaba equipado con las últimas tecnologías, si bien todavía daba la impresión de ser un club de campo o un campamento de verano de alto standing de la década de los cincuenta, y Hoberman, bajo la mirada de presidentes extranjeros del pasado y del presente, tenía la impresión de que era el sitio más raro donde había practicado la psiquiatría. Suponía que era un entorno que reflejaba el humor y el tono de su principal habitante: pese al forzado bucolismo, bajo el mandato de Elizabeth Yates, ese humor era de todo menos acogedor.

—¿Ha leído los informes sobre lo ocurrido en Boston? —le preguntó Ward.

—Sí. Eso y los otros acontecimientos.

—¿Y?

—Y me da la impresión de que tenía usted razón: estamos realmente ante algo pandémico, más que centrado en la presidenta en sí.

—¿Entonces por qué tengo la sensación de que no está dispuesto a despedirse?

Ward iba vestido de paisano, con un jersey sobre los hombros y las mangas unidas en un nudo flojo en el pecho, y bebía un whisky de malta solo de un grueso vaso de cristal. Hoberman intentó quitarse de la cabeza la idea absurda de que el médico militar podía dedicarse en su tiempo libre a posar para anuncios de ropa de punto.

—De acuerdo… —Hoberman le dio un trago a su whisky—. ¿Esto es estrictamente entre usted y yo? De momento, quiero decir.

—Desde luego.

—Le diré que aunque va más allá de mis competencias iniciales creo que está relacionado. Digamos que esas alucinaciones que ha tenido la presidenta tienen el mismo origen que los casos registrados. Eso sugeriría que no hay nada «peculiar» en la presidenta que le haya causado esas visiones más allá de algún tipo de infección no identificada.

—Prosiga…

—Lo que me preocupa no es la causa en sí, sino el efecto que puedan tener en la psicología subyacente de la presidenta.

—¿Está diciéndome que hay una preocupación preexistente?

Hoberman le tendió a Ward tres hojas grapadas de papel impreso. El otro dejó el vaso en la mesa auxiliar y leyó las notas.

—¿Entiende mi preocupación? —le preguntó cuando Ward hubo terminado de leer.

—La veo pero la cuestiono. Conozco a la presidenta desde hace años. Si estuviera dando muestras de esa clase de patología, lo habría notado.

—No tiene por qué. Este tipo de personalidad es muy capaz de ocultar su naturaleza total. Y asumámoslo: algunos de los indicadores de la enfermedad pueden entenderse como atributos positivos en gente que necesita…, en fin, estar al mando… —Ward no contestó nada mientras volvía a repasar las notas—. Como verá he aislado la mayoría de los marcadores principales. Tiene una puntuación alta en todos menos en la cuarta faceta, la antisocial. Tal vez haya aprendido a ocultarlo mejor que otros.

—No puede estar hablando en serio.

—Por supuesto que sí. Opino firmemente que Elizabeth Yates es una psicópata: una psicópata autónoma pero psicópata al fin y al cabo. Si le soy sincero, personalmente creo que es más que frecuente entre los políticos. Pero en el caso de la presidenta la creencia absoluta y total que tiene en su propia infalibilidad, combinada con su impulsividad y su monomanía religiosa, pueden llevarla a tomar decisiones desastrosas. Me preocupa seriamente que la interpretación religiosa o de otro tipo que pueda darles a futuras alucinaciones sea el desencadenante de esa decisión desastrosa de la que le hablo.

Ward se quedó callado un instante y luego le preguntó:

—¿Ha hablado de esto con alguien más?

—Como le he dicho, de momento es algo entre nosotros.

—Me gustaría que siguiera siendo así. ¿Le importa si me quedo con estos papeles?

Hoberman lo pensó un momento y respondió:

—No, claro que no…