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Georg Poulsen. Copenhague

Pese a que el cielo estaba del color de la sal húmeda y colgaba como un sudario sobre el aparcamiento, el recinto del hospital y la ciudad más allá de la ventana, Georg Poulsen le dijo a su mujer que hacía un día estupendo: una mentira que solía contarle. A veces le decía que había llovido pero que al jardín le venía bien y lo había remozado. En suma solía pintarle un cuadro luminoso y alegre del mundo que había fuera de su pequeña laguna de consciencia. Era como si Poulsen intentara liberar a su mujer de la prisión de su cuerpo entubado fingiendo un mundo mejor y una realidad más luminosa.

El Proyecto Uno tenía su sede en el instituto Niels Bohr de la universidad, en Blegdamsvej, literalmente puerta con puerta con el Rigshospitalet. Poulsen podía así ir a ver a su mujer a la hora del almuerzo y escaparse del trabajo siempre que tenía un rato. Suponía también que tiraban de él constantemente en dos direcciones: trabajaba todo lo que podía para desarrollar la interfaz que creía que en última instancia ayudaría a su mujer y, al mismo tiempo, se obligaba a visitarla en cuanto le era posible. Todo, claro está, a expensas de tiempo para sí mismo. Poulsen se había consagrado plenamente a su nueva realidad.

Ese día había ido directamente desde el instituto. Se había sentado junto a la cama y le había contado que el trabajo avanzaba mejor de lo esperado, muy por delante del calendario.

Le explicó lo que podía suponer su trabajo: el otro mundo que la aguardaba, uno donde andaría, bailaría y cantaría como siempre había hecho mientras arreglaba el jardín.

Un mundo donde podrían estar juntos con la criatura que ella no sabía que había perdido.

Creía todo lo que decía, a sabiendas de que, si lograba todos sus propósitos, estaría en posición de ofrecerle a Margarethe justo ese mundo. Pero, al igual que cuando le describía el tiempo, no le contaba que ese hogar, ese jardín o las vacaciones que disfrutaría, y el Georg Poulsen y la criatura con los que estaría, serían sucedáneos: una existencia neurológicamente falsificada que simularía su cerebro y le haría creer que sentía el sol en la cara.

—Sé que quieres volver a tener una vida plena, Margarethe. Quiero que sepas que cuando no estoy aquí contigo es porque estoy trabajando para conseguir todo eso para ti. Te quiero y lo único que deseo es que vuelvas a ser feliz.

Se quedó callado. Otra mentira de las horas de visita era parecer siempre alegre, como si el horror de que Margarethe estuviese sepultada bajo su propia carne no fuese más que un contratiempo temporal. De modo que, cada vez que perdía la compostura —o la pena, la desgracia y la rabia lo desgarraban por dentro y amenazaban con mostrarse en su voz, como en esos instantes—, se quedaba callado.

En el mundo normal, en el entorno omnisensorial en que vivía la mayoría de la gente, Poulsen sabía que un trasfondo en una voz podía pasar desapercibido; y a la inversa, en el universo mermado en lo sensorial en que vivía Margarethe, su voz se magnificaba y llenaba todo el espacio y, en consecuencia, todo defecto, toda sutileza se ampliaba a su vez y era detectada al instante.

Al cabo de un rato se recompuso, abrió el libro que tenía en el regazo y empezó a leer. Los avatares: una fantasía futurista era otro de los hallazgos favoritos de su mujer, que siempre había buscado joyas ocultas en sitios improbables. Esa novela en concreto la había desenterrado de una librería de viejo en una tarde borrascosa en Larsbjørnsstræde. El autor, «Æ», cuyo nombre real era George William Russell, era más conocido por los escritos de otros que por los propios, e incluso aparecía como personaje en el Ulises de Joyce.

Margarethe le había dicho en cierta ocasión a Poulsen que le parecía de una ironía maravillosa que los dos protagonistas de la novela de Russell nunca se mostrasen directamente al lector ni mantuviesen diálogos, sino que estuviesen tan solo representados por las descripciones de otros personajes. También le había dicho que Russell, cuando era un joven estudiante de arte, había empezado a experimentar lo que describía como «sueños despierto de una fuerza y una viveza sobrecogedoras», en los que veía otros mundos y realidades que aseguraba que una mente superior que la suya había puesto en su consciencia.

Poulsen pasó dos horas leyéndole a su mujer, poniendo como siempre en las voces toda la vida que su talento declamatorio le permitía.

Iba con tanta frecuencia al hospital que conocía a todos los miembros regulares del personal y había trabado cierta amistad informal con Larssen, el jefe del departamento, que estaba al tanto del trabajo de Poulsen en ciencias cognitivas y se mostraba como un oyente interesado siempre que el científico tenía ganas de comentar su trabajo. Sin embargo, Larssen, como el resto del personal, tenía que entender que Georg Poulsen era un hombre de pocas palabras en todo tema que no fuese la situación y el tratamiento de su mujer.

Unos dos meses después de que le diesen el alta del hospital, un día que había ido a ver a su mujer, Larssen le pidió al terminar la visita que lo acompañase a su despacho.

El médico era un hombre desgarbado con aspecto de artrópodo que parecía todo ángulos, con el pelo moreno, una tez cetrina y ojos que estaban rodeados de ojeras grises a todas las horas del día. Aunque el despacho no era especialmente pequeño, el hombre parecía empotrado tras el escritorio, con los codos reposando en el cartapacio como patas de araña.

—El estado de su mujer se ha estabilizado —le dijo a Poulsen—. Ya no hay peligro inmediato de una nueva hemorragia en el puente troncoencefálico, de modo que hay pocas posibilidades de que se produzca un mayor daño neuronal.

—¿Y eso qué significa?

—Su mujer apenas ha hecho progresos en los últimos tres meses y medio. Hay muchos casos de síndrome de enclaustramiento que se resuelven solos, pero suelen darse cuando el paciente ha estado atrapado una semana o menos. Las mejores recuperaciones son las de pacientes que se han quedado cuadripléjicos y anártricos (incapaces de hablar) solo unos minutos o unas horas, más que semanas.

—¿Está diciéndome que ha tirado la toalla con Margarethe, que eso es todo?

—Lo que le digo es que creo que estamos ante un caso de morbidez asistida. Los pacientes enclaustrados y sin complicaciones pueden vivir en ese estado durante décadas. Si no los perdemos en un mes por el trauma, la media de supervivencia supera los cinco años.

—¿Adónde quiere ir a parar?

—Lo único que le estoy diciendo es que deberíamos ir planteándonos cómo darle la mejor calidad de vida a su mujer. Con el tiempo esa vida puede ser fuera del hospital, puede que incluso en casa. Hay muchos servicios de asistencia que cuentan con ayudas estatales. Todos nos hacemos cargo de lo comprometido que está con su mujer y sé que hará todo lo que esté en sus manos por estimularla. Quiero que tenga claro que todavía no tenemos que tomar ninguna decisión en firme, pero sí que deberíamos al menos empezar a plantearnos las cosas a largo plazo. Pero no lo sienta como algo que tiene que hacer usted. Supone una gran carga asumir…

Poulsen se quedó callado un momento, imaginándose un nuevo tipo de vida, una distinta: una nueva realidad.

—Entonces, ¿cuándo puede venir a casa? —preguntó por fin.