19

John Macbeth. Boston

El cura murió al día siguiente.

Macbeth estaba hojeando libros en la gran librería que había en Harvard Place, preguntándose —al ver tantos lectores electrónicos— por cuánto tiempo seguirían siendo libros los libros, esas cosas que podías tocar página por página, cuando le sonó el móvil y Pete Corbin le dio la noticia.

—No habría vivido tanto de no haber sido por ti, John. Si tú no hubieses actuado, no habría tenido ninguna posibilidad.

—Se ve que no fue suficiente. Por cierto, al final Casey sí que conocía a Gabriel…, bueno, no mucho, pero lo conocía.

Le trasmitió a continuación lo que le había contado su hermano sobre el joven doctorando. Como médicos que eran, habían aprendido a enfrentarse a la muerte desapasionadamente, aunque ciertamente había algo distinto en la experiencia que habían compartido en el tejado. Macbeth supuso que su amigo estaba devanándose los sesos tanto como él para extraer algún sentido de todo aquello.

—¿Cuánto tiempo te vas a quedar en Boston? —quiso saber Corbin.

—Hasta finales de la semana que viene. El lunes y el martes tengo que ir al instituto Schilder…, que es la razón oficial de mi visita. ¿Por qué?

—Tengo una paciente en el Belmont a la que quiero que veas. Me he encargado de que te permitan el acceso. Creo que puede interesarte bastante, dada tu línea de trabajo… ¿Cuándo te vendría bien?

—Esta noche he quedado para cenar con Casey pero, aparte de eso, estoy libre hasta el lunes.

—Entonces el viernes por la mañana. ¿A las diez y media te viene bien?

—Claro, allí estaré.

—Nos vemos entonces. Ah, John…

—¿Sí?

—Siento mucho que Mullachy no haya sobrevivido.

Esa noche había quedado con su hermano para cenar en un local cerca del Common que semejaba un biergarten, todo revestido de caoba, en una imitación decididamente jocosa. Mientras esperó lo que tardó en beberse una cerveza a que llegara Casey, Macbeth le dio un repaso al restaurante: camareros vestidos con chalecos y largos delantales blancos, con la bandeja en una mano y la espalda muy recta, driblaban y regateaban por las mesas dejando jarras de cerveza y fuentes bien servidas. Una vez más reflexionó sobre lo absurda y reconfortante que era la simulación de otra cultura, otro país y otra época, aunque de algún modo el júbilo forzoso se agradecía… se necesitaba incluso.

Vio a su hermano aparecer por la puerta y buscarlo por el pasillo. Le sonrió desde el otro lado del bullicio de las mesas, con una sonrisa cien por cien Casey: infantil, traviesa, luminosa e ingenua, una con la que Macbeth había crecido, que había acompañado constantemente sus juegos. Sin embargo le inquietaba hasta el punto de darle un poco de pánico no poder recordar ni un solo episodio concreto de esa sonrisa; que su recuerdo, como casi todos, fuese general y no específico.

—Creía que habíamos quedado para cenar, no para planear un putsch —bromeó Casey mirando alrededor con una sonrisa irónica, antes de responder a la mano extendida de su hermano con un abrazo.

—Es que necesitaba un poco de Gemütlichkeit… —Macbeth llamó la atención del camarero con una señal y le pidió una jarra de cerveza.

—¿Un mal día?

Le contó a Casey lo de la muerte del cura y le preguntó si había podido averiguar algo más sobre las últimas semanas de Gabriel Rees.

—No hay mucho que contar, la verdad. Todo el mundo dice lo mismo: Gabriel estaba tan enfrascado en su trabajo para el profesor Gillman que no había hecho mucho por socializar, aunque, al parecer, cuando lo hacía, parecía estar bien. No había indicios de que pudiera estar pasándolo mal.

—¿Conoces bien a Gillman?

—Lo suficiente, creo, aunque también llevo un tiempo sin verlo. Digamos que no es muy abordable… El mejor calificativo para él podría ser quisquilloso… O, en otras palabras, un poco capullo. Viaja conmigo a Oxford para el congreso de Blackwell.

—¿De veras? Pues si tienes oportunidad, pregúntale por Gabriel para ver si a él le dio la impresión de estar alterado o algo.

Casey frunció el ceño.

—Con la de pacientes suicidas con los que te habrás enfrentado durante años, ¿por qué tienes tanta curiosidad por este en concreto?

—De entrada, gracias por el voto de confianza en mis habilidades profesionales: te sorprenderá saber que solo se me ha suicidado un paciente. Y fue el último que tuve en mi práctica clínica.

—Joder, John, lo siento. Qué mal, no debería haberlo dicho. Se me había olvidado.

—No pasa nada. Lo cierto es que Gabriel me recordó a algo de ese último paciente del McLean. Aunque sus delirios no se parecían en nada (mi paciente tenía trastorno de personalidad disociativa, o al menos ese fue mi diagnóstico, aunque me jugué el tipo por ello); nada indicaba que Gabriel creyese ser otra persona. —Macbeth se encogió de hombros—. No sé, despedía una calma que me lo recordó. A lo mejor es solo eso. En realidad no sé.

Se hizo el silencio por unos momentos.

—¿Te has traído el portátil? —le preguntó entonces Casey.

Macbeth alargó la mano y cogió el maletín que tenía a los pies.

—Luego cuando vayamos a mi piso le echo un ojo…, a ver qué se puede hacer.

—Nunca me he llevado bien con los ordenadores, a pesar del trabajo que hago ahora en el proyecto.

—A veces creo que naciste en la década que no era, en el siglo equivocado.

—Habría nacido raro en cualquier siglo. De haberlo hecho muchos siglos atrás me habrían quemado en la hoguera.

—Me da que va a ser una noche divertida —comentó Casey con la cerveza en la mano.

—Perdona, han sido unos días duros.

Casey asintió y luego volvió a dar un repaso al salón de cerveza.

—¿Cómo has encontrado este sitio? No te pega mucho.

—Melissa me trajo hace unos años. Creo que pretendía ser irónica. Fue antes de que descubriera que la ironía no es lo mío.

—Me dio pena que no funcionase lo tuyo con Melissa. Me gustaba para ti.

—Se ve que no me funciona con nadie. —Macbeth le dio un sorbo a la cerveza y miró la copa contemplativamente—. ¿Sabes lo que me dijo Melissa? Que estaba harta de que no estuviese, incluso cuando estaba.

—¿Y eso qué significa?

—Venga, Casey, sabes perfectamente a qué se refería. Los dos lo sabemos. Hay algo que me falta, un huequecito que parece convertirse en un abismo cuando la gente me conoce. Melissa se refería a que estaba harta de llegar a casa y encontrarse con un cuarto vacío, incluso cuando yo estaba allí.

—Madre mía… pues si que estás de buen humor esta noche.

—Perdona. Lo que quiero decir…

Macbeth dejó la frase a medias cuando una extraña sensación se apoderó de él: la misma de déjà vu que había sentido en el Common. Pero esa vez fue más intensa aún y vino acompañada de una sensación de pérdida de equilibrio. Se agarró al borde de la mesa y se miró fijamente los dedos, que se le habían tornado blancos por la presión. Empezaba a ocurrirle con demasiada frecuencia. No era ningún déjà vu, ni uno de sus episodios típicos. Estaba teniendo algún tipo de episodio cerebral: un ataque isquémico transitorio o similar. Necesitaba asistencia médica.

Y entonces vio la cara de Casey.

Su hermano estaba mirándolo sin verlo. Tenía la cara fruncida por la concentración, como intentando dilucidar el sentido de algo que estaba pasándole directamente a él. Macbeth comprendió que, independientemente de lo que fuese, también estaba ocurriéndole a su hermano.

Se hizo un silencio sepulcral.

Hasta el momento el local había bullido con los sonidos de las conversaciones de los comensales y las risas, los tintineos y los repiques de la porcelana y el cristal que iban y venían por la sala de techos altos. En esos instantes, sin embargo, se había hecho el silencio.

Macbeth miró más allá de su hermano. Todo el mundo estaba quieto, cada uno en su universo particular intentando entender qué estaba pasando. Poco a poco, la gente volvió a conversar, en voces bajas y preocupadas, mientras compartían el relato de la experiencia.

—¿Estás bien? —le preguntó Casey.

—¿Qué coño ha sido eso? —Al ver a su hermano asustado, algo protector, casi paternal, saltó en Macbeth como una chispa—. ¿Has notado como un déjà vu muy fuerte? —le preguntó.

Casey asintió enérgicamente, aliviado de que fuera una experiencia compartida.

—Justo como… —Miró a su alrededor—. Joder… ¿todo el mundo?

—Todo el mundo, hasta donde acierto a ver.

El zumbido de las conversaciones subió de volumen: intercambios urgentes, compartiendo desesperados la experiencia.

—Hay algo que no está bien… —comentó Casey.

—¿Ha cambiado algo? ¿La temperatura o la composición del aire?

—¿Te había pasado antes?

Macbeth asintió.

—Es más que eso, Casey, Pete Corbin me ha contado que…

Empezó como un tintineo: de las copas y las botellas tras la larga barra de caoba, como si un camión o un tren las agitara al pasar. Pero no había ninguna vía cerca y las calles de esa parte del casco antiguo de Boston eran demasiado estrechas y apenas cabía una furgoneta de carga.

El local volvió a quedarse en silencio mientras todos miraban hacia la barra. Un barman joven e imberbe miraba a su vez desde el otro lado, con la cara pálida y confundida. El traqueteo cesó y medió un segundo eterno de quietud, un silencio casi total que solo rompía el tictac del enorme reloj victoriano de la barra. A Macbeth le sorprendió lo agudo y claro que oía cada tic, como si de pronto la audición se le hubiese desarrollado.

Gritos.

Era como si el mundo entero se sacudiera para quitárselos a todos de su lomo. Macbeth alargó la mano para coger a Casey pero salió despedido del asiento y aterrizó de golpe en el suelo de madera pulida. Intentó levantarse pero le fue imposible mantener el equilibrio, con el suelo moviéndose de esa manera bajo sus pies. Volvió a caerse y esa vez fue a dar con más fuerza aún con la mejilla en el parqué. Pasaron unos segundos de perplejidad, y permaneció con la oreja contra el roble pulido y captando con su visión reagudizada detalles dolorosamente perfilados de las motas de polvo y de la mugre del suelo barrido. Y a través del suelo oía la Tierra. La oía por lo bajo, como gimiendo y partiéndose en dos con un ruido ensordecedor. Notaba cada vibración, desde la más mínima a la más estruendosa, resonando por todo su cuerpo.

Un terremoto. Un terremoto de alcance. Tenían que buscar refugio.

Empezó a arrastrarse rodeando la mesa hasta Casey. Cuando lo encontró, estaba tendido de lado, igual que Macbeth antes, pero sangraba por la cabeza. Avanzó con los codos por el suelo hasta su hermano y examinó la herida: era superficial y estaba consciente, aunque confundido.

—¡Casey! —gritó Macbeth por encima del clamor de voces aterradas—. Casey… ¡Tenemos que meternos debajo de la mesa! —Cogió a su hermano por la chaqueta y tiró de él para refugiarlo bajo el tablero.

—¿No deberíamos salir de aquí? —le grito Casey a su vez—. Si se viene abajo el edificio, ¡nos sepultará!

—Aquí estaremos más seguros. Si salimos a la calle nos puede caer algún cascote. Tenemos que quedarnos quietos y esperar a que pase.

Casey asintió sin mucho convencimiento. A su alrededor todo se movía y temblaba aunque no sonaba nada cayéndose de la mesa. El temblor se intensificó y las vibraciones resonaron en la cabeza de Macbeth, en cada centímetro de hueso.

Y entonces paró. El local volvió a llenarse de gritos ahogados, de llantos desesperados y aterrados. Pero el temblor se había detenido.

Sintió como si se cayera el suelo bajo ellos, como si estuvieran en un ascensor al que se le habían roto los cables. Macbeth y Casey se vieron impulsados hacia delante y el primero se cogió a la vez de su hermano y de la única pata en el centro de la mesa. Se cayeron al suelo al verse impulsados en dirección contraria y el mundo pareció embestirlos con mala fe. A su alrededor se renovaron los gritos.

El movimiento se detuvo. No hubo más temblores.

Mordiendo con unos dedos protectores el brazo de su hermano pequeño, Macbeth descansó la mejilla amoratada contra el suelo mientras intentaba recobrar el aliento.

Se había acabado. Y no solo el terremoto.

Macbeth se puso en pie y ayudó a hacer lo propio a su hermano. Le levantó la silla y le dijo que se sentara. Le chorreaba sangre de la frente pero de nuevo era más por abrasión que por laceración. Sacó un pañuelo del bolsillo, lo dobló y le indicó a su hermano que se lo presionara contra la herida.

—¿Estás bien?

Casey asintió.

—Tengo que ir a ver si alguien necesita ayuda. ¿Estarás bien?

—Sí, sí… ve.

Macbeth dejó que una vez más su memoria procedimental solapara el resto de funciones mentales y se abrió paso por la estancia. Cuando terminó la batida había colocado dos traumas craneales en posición de recuperación y había fijado dos fracturas valiéndose de corbatas y cinturones. La mayoría de la gente solo estaba conmocionada, y no había ninguna herida seria, incluidas las craneales. Le alegró comprobar que, para cuando llegó la ambulancia, había atendido a todo el que lo necesitaba.

Se fijó entonces en que el joven barman seguía en su puesto, con la cara impávida y la mirada de un kilómetro de distancia típica de la reacción ante un estrés agudo. Macbeth se colocó en medio de su campo de visión para obligarlo a centrarse.

—¿Estás bien, hijo? Soy médico… La ayuda viene de camino.

—Nada… —El joven se dio la vuelta y miró a su alrededor maravillado, sin parar de menear la cabeza y de escrutar las torres, estantes e hileras de copas y botellas—. Increíble… nada, ni un solo vaso. ¿Cómo puede haber habido un terremoto y que no se haya roto ni un vaso…?

Macbeth siguió la mirada del barman, se volvió y repasó el local más allá de los comensales atribulados. El reloj, la pared de espejos, las láminas victorianas de las paredes: todo estaba perfectamente, ni un solo marco ladeado. Los únicos vasos o platos rotos eran los que los propios clientes habían tirado de las mesas al caerse al suelo. Aparte de eso no había más pruebas físicas de que hubiese habido un terremoto.

Como si nunca hubiera pasado.