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Fabian. Frisia

Es más un paisaje celeste que terrenal, una parte del mundo donde domina el cielo, que presiona la tierra y el mar y los convierte en meros ribetes del vasto estandarte celeste. Todo es plano: el mar azul, la arena clara rizada por la insólita duna y, más allá, la tierra verde arrugada aquí y allá por montículos que no impresionan a nadie; la degradación de tono y color marca los límites más que los grados de altitud.

Un niño menudo de catorce años que bien habría pasado por doce caminaba por un trecho de playa del color de su pelo y de la nube de pecas que tenía por mejillas y nariz. Vestido con sudadera descolorida y vaqueros, iba descalzo, con las zapatillas en la mano.

El chico, que se llamaba Fabian Bartelma, caminaba lentamente, con el paso apesadumbrado por las miles de angustias del fin de la infancia, su mirada vagando ora por el mar, ora clavada en sus pies y la arena que se le colaba entre los dedos desnudos. Era sábado por la mañana. Solía pasar ese día en la playa o montando en bici por el terraplén. La suya era una infancia tradicional, aunque también solitaria porque nadie más de su edad practicaba ya esas tradiciones. Pasaba la mayor parte del tiempo leyendo y paseando, a pie o en bici, sin mostrar nunca interés alguno por los videojuegos, ni solo ni en compañía. Por extraño que pareciera, las veces que había probado a jugar había experimentado cinetosis y jaquecas (a pesar de que nunca se mareaba en el coche ni en el avión). Nunca le había dado la lata a sus padres para que le compraran un móvil o un reproductor de mp3, ni había mostrado interés alguno por ninguna otra parafernalia propia de los adolescentes del siglo XXI. Esa circunstancia había ido desconectándolo, gradual pero ineludiblemente, de los de su edad.

Sus padres le habían regalado un ordenador para su duodécimo cumpleaños y lo utilizaba, pero más que nada para hacer los deberes o buscar información sobre cosas concretas, y aun así prefería consultar enciclopedias y diccionarios. Sus padres se habían resignado a pensar que se trataba de un niño que no pertenecía a su tiempo, que estaba desfasado respecto a la época en la que le había tocado nacer. Tenía el dormitorio hasta arriba de libros de historia: atlas de campañas militares, diccionarios de citas, tomos sobre las grandes civilizaciones del mundo antiguo, la vida de los césares, la evolución de la humanidad… Para Fabian la historia no era una asignatura sino un lugar: un sitio al que podías ir a explorar y descubrir cosas, un sitio donde vivir.

Fabian tenía la sensación de que esa playa le pertenecía. Sabía que el litoral cambiaría con el tiempo, que el mar azotaba y empujaba la costa erosionando y redistribuyendo la arena siglo tras siglo, pero le gustaba porque, aparte del faro que se erigía en el mismo sitio desde hacía más de cien años, era un paisaje sin marcas, una escena intacta. Nadie parecía ir allí nunca y podía pasar horas y horas andando o sentado en la playa intentando imaginarse en otra época. «¿No sería estupendo poder visitar el pasado —se decía—, y viajar allí de vacaciones, como el que coge un vuelo a España?».

La playa se arqueaba en torno a la bahía igual que la ancha hoja de una guadaña, y Fabian veía el punto en que el promontorio, más que sobresalir, se difuminaba en el mar, con el huso blanco y rojo del faro como único indicador claro de su fin. Era un paisaje vacío, que no desolado, y le gustaba imaginarse como la única persona viva del planeta: el mundo suyo y solo suyo. No acertaba a saber por qué la idea lo llenaba al mismo tiempo de melancolía y consuelo. Le dio un puntapié a la arena, se dejó caer, se sentó de cara al mar y guiñó los ojos contra un sol salino, con alguna que otra nube de algodón cortando el cielo azul. Alargó los brazos y hundió los dedos en la arena, como el que se aferra al mundo. Cerró los ojos y escuchó el sonido de las olas.

Una sensación peculiar.

Era como un déjà vu, muy parecido pero a la vez distinto y más intenso. Un fuerte puñetazo en las costillas le hizo dar un respingo e incorporarse haciendo visera con la mano para escrutar la sombra que tenía ante él: Henkje Maartens, el tarugo de cuello enorme que patrullaba el colegio con su panda de neandertales. Con su olfato de matón de patio para lo diferente, no había tardado en fijarse en Fabian.

—¿Así que aquí es donde te escondes, eh? —le preguntó con desdén.

Fabian se levantó, se sacudió la arena de los vaqueros y miró de reojo hacia el chico, que estaba solo. Algo era algo…

—¿Qué quieres? —le preguntó Fabian rodeándolo para que fuese él quien mirase de cara al sol.

—Te he visto y te he seguido. Me he dicho: vamos a ver qué hace ese pedazo de friqui en su tiempo libre. ¿A qué vienes aquí? Un lugar muy tranquilito, ¿no es eso? —Maartens sacó la lengua, la dejó caída a un lado de la boca, puso los ojos bizcos y fingió masturbarse.

Fabian sabía que no podía ganarle una pelea, siendo como era el otro mucho más grande y fuerte. Pero no había nadie para ver lo que pasaba; podía intentar destrozarle la cara a Maartens antes de que le diese la paliza. Sería una marca, una advertencia para los demás de que pagarían un precio si se metían con él.

—¿Es eso, pedazo de friqui? ¿Por eso es por lo que…?

El impacto le hizo daño en el puño. Se escuchó un feo rechinar de dientes cuando le pegó a Maartens, que se tambaleó hacia atrás, conmocionado y todavía con el sol de cara. Fabian volvió a pegarle, esa vez en la nariz. Por el tambaleo del otro supo que el puñetazo no había sido tan fuerte como el primero, de modo que volvió a pegarle, una y otra vez. Maartens perdió pie y se cayó de espaldas, momento en que Fabian aprovechó para echársele encima y empezar a caer con una lluvia de puños sobre la cara del chico. Un impulso oscuro e incontrolable le hizo seguir, mientras sentía un escalofrío en su interior: comprendió que estaba disfrutándolo. Algo profundo, oscuro y atávico lo había encendido por dentro, algo legado por una historia que no sabía que tenía.

Al ver que, si se recuperaba, Maartens podría quitárselo de encima y recuperar la ventaja, Fabian se apartó de un salto. Cuando el matón empezó a incorporarse, le pegó una patada en un lado de la cara. La premeditación, esa forma de apuntar bien el pie, le sorprendió: cómo había intentado causar el mayor dolor posible sin hacerse daño en el pie. Le pateó una vez más, en la boca. Vio que el chico estaba seriamente mareado y tenía la cara cubierta de sangre; Fabian lo agarró de la capucha de la sudadera y lo arremolinó para pegarle la cara al suelo. Acto seguido lo agarró del pelo y le aplastó la cabeza contra la arena. Se inclinó y susurró a la oreja prominente del matón:

—Si alguna vez en tu vida vuelves a seguirme, tú o alguno de tus colegas, te mando al hospital. Y como en el colegio alguno de tu panda haga algún comentario gracioso, esperaré a pillarte a solas. ¿Me has oído?

Maartens dijo algo, con una voz suplicante y ahogada por la arena, y Fabian se incorporó y cogió impulso, dispuesto a golpear de nuevo si el grandullón hacía cualquier movimiento. Se dio cuenta entonces de que no era solo que Maartens no iba a presentar batalla sino que nunca lo habría hecho. Como la mayoría de matones, era un cobarde. Lloraba, la cara hecha una pasta de arena, lágrimas y sangre.

—¿Me has oído? —le gritó Fabian al tiempo que daba un paso adelante, amenazante.

Maartens asintió enérgicamente antes de dar media vuelta y echar a correr por la playa. Fabian lo siguió con la vista y después se miró las manos: tenía la piel enrojecida e hinchada y le salía sangre de una raja en el nudillo. Temblaba.

¿De dónde le había salido eso? ¿Dónde tenía escondida esa rabia tan tremenda? Se hundió en la arena, con los codos en las rodillas, las manos abiertas y los dedos aún temblándole.

Se sentía medio mareado y confundido, con el corazón aporreándole el pecho. Recordaba la sensación que había tenido justo antes de que apareciera Maartens. La de déjà vu, pero más fuerte e intensa.

Cerró los ojos, se tendió y volvió a mirar el cielo, hundiendo los dedos en la arena. Los cerró una vez más. El dolor de las manos se le disipó mucho más rápido de lo que había creído, y la náusea y la sensación de pánico se le fueron del pecho con la misma celeridad.

Fue entonces cuando lo sobresaltó un fuerte puñetazo en las costillas. Se incorporó e hizo visera con las manos para escrutar la sombra que tenía por encima.

—¿Así que aquí es donde te escondes, eh? —le preguntó con desdén Henkje Maartens; tenía la cara sin cardenales, sangre ni marcas.

Fabian se levantó y se sacudió la arena de los vaqueros. Se miró las manos, que se habían curado de buenas a primeras: nada de rojez, hinchazón o brechas. No tenía sentido… Aunque, al mismo tiempo, tenía todo el del mundo. En ese momento supo que estaba visitando su propia historia.

Cerró los puños y se abalanzó sobre Maartens con un grito inhumano.