John Macbeth. Boston
—¿Lo conocías?
Casey se tomó un tiempo para responder, mientras fruncía el ceño para intentar extraer el sentido de lo que acababa de contarle su hermano.
—¿A Gabriel? No muy bien, pero por lo que sé de él me extraña muchísimo que haya podido suicidarse.
—Bueno, me temo que sobre eso no hay ninguna duda. Yo mismo lo vi saltar y llevarse por delante al padre Mullachy. Se lo veía muy trastornado.
Casey se quedó mirando sin dar crédito.
—Una cosa es quitarse la vida y otra cosa es que mate a otra persona de paso. Te lo digo, John: Gabriel Rees estaba tan cuerdo como tú o como yo. Bueno, mal ejemplo… Estaba más equilibrado que yo. ¿Y dices que estaba soltando rollos religiosos?
—Sonaba a eso. Y se dirigía claramente al cura.
—Eso no me cuadra nada, por dos cosas. —Casey sacudió la cabeza y volvió a apartarse el tirabuzón que le caía sobre los ojos. Macbeth pensó en la de veces que le había dicho que fuera a un peluquero decente—. Por un lado, Gabriel era devoto, sí… un ateo devoto. Por otro, aunque no es que fuera el mejor amigo de los curas, no habría sido capaz de matar una mosca. Eso sí, la verdad es que en los últimos meses solo lo he visto de pasada. De hecho hace ya unas semanas que no lo he visto ni de pasada. No me lo puedo creer…
—¿Y no te habías enterado de que se había suicidado un miembro de la comunidad del MIT?
—Es que hoy no he ido ni he hablado con nadie. Y ya sabes que no sigo las noticias.
—Ya, ya sé que no ves las noticias.
Dio un repaso al piso inmaculado de su hermano: no había televisor. Tenía una cadena de música que debía de haber sido sofisticada y cara allá por 1979. Casey prefería oír sus discos en vinilo y había pasado tiempo reparándola, consiguiendo piezas y repuestos y perfeccionándola hasta dejarla como nueva; Macbeth debía admitir que le había quedado mejor incluso que su Bang & Olufsen, que le había costado un buen pico. Sabía que su hermano siempre tenía la radio sintonizada en el 99,5, la emisora de música clásica de Boston. Hasta el ordenador, que Macbeth sabía que era mucho más potente que cualquier PC doméstico, parecía compacto e inocuo y solo lo utilizaba para cosas relacionadas con la investigación. Las únicas noticias que conseguían medio llamar su atención eran las que le llegaban entre Shostakóvich y Steve Reich, o entre ecuaciones fractales o funciones de onda.
—La policía dijo que Gabriel era alguien importante en la física de partículas.
—No tanto, en realidad. A ver, Gabriel es brillante, realmente brillante. Bueno, era… Pero solo un doctorando como otro cualquiera. Lo que pasa es que trabajaba como investigador para el profesor Gillman.
—¿Y eso es importante?
—Gillman es uno de los colegas de investigación del profesor Blackwell. El proyecto de modelado de Gillman forma parte del gran rompecabezas de Prometeo con el que se está trabajando aquí en el MIT. Yo no participo directamente pero sé que, al igual que Blackwell, Gillman se muestra muy cauteloso con su trabajo.
—¿Cuál es su campo?
—Está muy involucrado en computación cuántica y su parte en Prometeo es crear simulaciones de los primeros movimientos del universo. Gillman tiene un gran papel en el congreso de Oxford. —Casey hizo una pausa—. ¿Dijo Gabriel por qué quería suicidarse?
—No fue muy coherente. No dejaba de hablar sobre conocer la verdad y de decir que podía ver lo que los demás no podíamos.
—¿Y dijo algo sobre qué podía ser esa verdad?
—Solo dijo que no se trataba de saber quién o qué Dios era… sino cuándo lo era; vete a saber qué significa eso.
—A mí que me registren. Ya te he dicho que Gabriel era un ateo convencido. No creía que hubiese ni un cuándo, ni un quién, un dónde ni nada de eso, en lo que a deidades se refería. Estaba totalmente en contra de las religiones.
—¡No me digas! Creo que ya lo pillé cuando se llevó al cura por delante… —Macbeth frunció el ceño—. Sí que hubo algo más raro: no paró de hablar sin sentido sobre la inteligencia humana, que era una locura que nuestros cerebros funcionasen como lo hacían. Que era un peligro, más que una ventaja.
—El pobrecillo sabía lo que se decía —comentó compungido Casey.