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John Macbeth. Boston

John Macbeth le sacaba cuatro años a su hermano Casey. Habían estado siempre muy unidos, al igual que con su padre, quien bautizó a su reducida familia con el apodo de «Los Tres Mosqueteros». Era una expresión de solidaridad triste, aunque por aquella época ni Macbeth —ni menos aún su hermano pequeño— era consciente del desconsuelo de su padre. La madre de ambos solo había estado presente en sus vidas como una ausencia: Macbeth tenía seis años cuando murió, repentinamente, sin ser vista, igual que el personaje principal de una obra que muere fuera de escena sin explicación alguna. Ya de mayor, descubrió que su madre había sido víctima de un aneurisma en el círculo arterial cerebral que se había roto y le había llenado de sangre la base del cerebro. De pequeño, sin embargo, la había imaginado cerrando sin más los ojos como el que cae en un sueño. Cuando estudió medicina, fue capaz de imaginar el guion probable: la intensa cefalea punzante, la desastrosa pérdida del control motriz, vahídos de confusión, alucinaciones vivas, convulsiones y muerte. Un síntoma muy común en los aneurismas cerebrales es la ptosis, cuando un párpado se medio cierra de forma unilateral, de ahí que tuviese por costumbre imaginarla así: lo había recordado al ver el párpado medio cerrado de Gabriel Rees, tanto al morir como en su sueño.

Independientemente de los detalles concretos de la muerte, había supuesto una extinción repentina y abrupta: Cora Macbeth había sido una presencia física por la mañana y había dejado de serlo por la tarde. A partir de ahí su madre existió solo como un concepto, una idea en una mente en desarrollo, y, con la incuestionable capacidad de adaptación de la infancia, Macbeth había acabado acostumbrándose a su ausencia; o al menos se había adaptado. A medida que creció ideó ficciones detalladas en las que su madre estaba viva en alguna otra parte, viviendo otra vida, tal vez bajo un nombre distinto, aunque por las noches se dormía llorando al pensar en los hijos a los que había abandonado. Había llegado al punto de elaborar una versión alternativa en la que se le había ocultado la verdad, según la cual en realidad su madre se había sumido en un sueño profundo del que no podía despertar y en el que soñaba otra vida para ella; tal vez él, su padre y su hermano, todo su mundo, no fueran más que las imaginaciones de su madre durmiente.

Los traumas que le habían dejado una madre muerta y un padre apenado se habían compensado por la presencia de su hermano. Casey era muy parecido a él y, a la vez, muy distinto. Al crecer Macbeth se convirtió en el pionero, y pese a los emergentes fallos técnicos de su psicología, destacó siempre en la escuela. Fijaron su coeficiente intelectual en el extremo final de la campana de Gauss, a pesar de que era un punto en que la ventaja tenía más visos de ser una desventaja y de poder generar traspiés mentales. Después, cuando Casey se hizo mayor, se hizo evidente que el hermano menor de Macbeth era su gemelo intelectual, aunque la función intelectual de este se revistió de una gracia y una simetría que hacían pensar que haría grandes cosas.

Sin fallos técnicos.

Mientras Macbeth estudió medicina siguiendo los pasos de su padre, su hermano estudió física, se especializó luego en astrofísica y, con el tiempo, en mecánica cuántica. Pese a su juventud, se contaba ya entre los cerebros más valiosos del planeta y entre los posibles galardonados con el Nobel en un futuro.

Era algo que lo llenaba de orgullo y envidia a partes iguales. Pero ante todo quería a su hermano pequeño y toda idea de competición había quedado subsumida por su amistad: su hermano era su amigo más íntimo, tal vez el único real que tenía.

Se encontraron donde habían quedado, en el pasaje de las boleras de la avenida Massachusetts, no muy lejos del piso que tenía Casey en la segunda planta de un edificio de caliza rojiza, una construcción muy típica del barrio de Back Bay, a solo un cuarto de hora en bici del puente por el que se llegaba al MIT.

Nadie podría negar que eran hermanos; aunque el menor era más bajo y delgado y tenía una mirada más afable; compartían los mismos ojos verdes, el pelo moreno y la arquitectura general de sus caras. Sin embargo, si Macbeth era muy quisquilloso y derrochador en el vestir, a tenor de su aspecto era fácil pensar que Casey tenía en la cabeza cosas más importantes cuando abría el armario. Ese día llevaba unos vaqueros y una camiseta azul oscuro en la que se leía en letras blancas: «Se busca, vivo o muerto: el gato de Schrödinger». Macbeth ya había intentado explicarle en otras ocasiones a un Casey divertido que no todo el mundo pillaba los chistes de física cuántica.

Jugaron tres partidas y Macbeth ganó en todas sin muchas complicaciones, incluso cuando quiso dejarse ganar. La pasión de Casey por los bolos solo estaba a la altura de su incompetencia para jugar. Nunca entendería cómo se las arreglaba su hermano para meterla tan a menudo directamente por el canalón, cuando bien podría haber cuantificado con una elegante ecuación toda la fuerza, el ángulo y el par de torsión necesarios para que la bola se comportase según sus deseos.

—Ya me siento realizado… —dijo Casey con una sonrisa jocosa tras su tercera derrota—. ¿Por qué no vamos a mi piso y nos emborrachamos? ¿Te hace?

—Me hace —contestó con entusiasmo Macbeth, aunque sabía que ninguno se había cogido una borrachera de perder el sentido en su vida—. Después de la noche que tuve ayer no me vendrá mal dejarme llevar un poco.

—¿Por qué? ¿Qué te pasó? —le preguntó Casey con cara de preocupación.

—Ahora te lo cuento.

El piso no era lo que nadie, aparte de su hermano, habría esperado por la apariencia exterior. Si bien el armario sugería cierto caos mental, el resto de la vivienda reflejaba el orden cristalino de su cabeza. Macbeth sospechaba que su hermano compartía con él esa necesidad de que el entorno desprendiera sensación de armonía.

—¿Tienes todo lo que necesitas? Aquí, me refiero, para tu estancia… Sé lo mucho que cuesta meterlo todo en la maleta. —Casey puso un posavasos en la mesa de centro y luego una copa de vino.

—Sí, no me falta nada, gracias. Aunque, ahora que lo dices, tal vez podrías ayudarme con el portátil.

—Claro. ¿Qué le pasa?

—Una cosa muy rara… Tengo una carpeta en el escritorio que no se me abre. Además, ni siquiera recuerdo haberla creado.

—Sin problema. Seguramente la has bloqueado sin querer. Le echaré un vistazo.

—No…, no está bloqueada. Si hago clic encima, no me pide la contraseña ni se me abre una ventanita ni nada de eso. Es como si fuera fantasma o algo así.

—¿Fantasma? —Casey se rio—. Mira, si te vas a poner metafísico con la informática, será mejor que te pases a mi lado de la ciencia. Tráetelo la próxima vez que vengas.

—Gracias.

—¿Alguna vez echas de menos esto? La ciudad, me refiero.

—Supongo. Más Cape Cod que Boston, la verdad. Pero Copenhague me gusta mucho y estoy seguro de que a ti también te encantaría.

—La verdad es que apenas nos vemos. He estado pensando en ir a verte el mes que viene.

—¿A Copenhague? Eso sería estupendo, Casey. ¿Por qué no te quedas un par de semanas si puedes pedirte vacaciones? Te presentaré a alguna bonita rubia danesa…

—No puedo tanto, lo siento… Estaré solo unos días. Voy a ir a Inglaterra, a Oxford, y había pensado cogerme luego un vuelo para Copenhague. Me imagino que estará a un par de horas, como mucho.

—Ya te digo, quédate el tiempo que quieras. Me encantará tenerte allí. ¿A qué vas a Oxford?

Casey le dio un trago largo al vino y esbozó una sonrisa conspiratoria.

—El descubrimiento científico más importante de todos los tiempos. Más que el bosón de Higgs, que la relatividad general… No sé si te lo creerás pero estás mirando a uno de los elegidos, a la élite, al parecer. De hecho, deberías estar tratándome con más deferencia…

—Anda, venga, cuéntame…

—¿Has oído hablar de Henry Blackwell?

—Pues sí, lo creas o no, estoy al tanto de lo que pasa más allá del mundo de la psiquiatría. ¿Qué pasa con él?

—Bueno, pues como sabrás es el mayor físico cuántico vivo. Lleva años trabajando en un proyecto que ha mantenido en un secretismo poco habitual, o al menos todo lo secreto que se puede ser en la comunidad científica. De hecho, alguna que otra parte de su proyecto Prometeo se desarrolla en otras instituciones de investigación del mundo. Con todo, Blackwell no ha soltado prenda sobre el meollo del proyecto.

—¿Prometeo?

—Sí, ya lo sé —dijo Casey con una mueca—. Pero es algo grande… muy, muy grande, en realidad. La Respuesta Prometeo es el nombre en clave de una gran teoría unificadora. Ha llegado a afirmar que ha conseguido… lo que Einstein, Bohr, Feynman y Hawking no lograron. Si fuera otro, creería que es mentira podrida… El caso es que ha prometido que es la mayor revelación de la historia de la física cuántica. La solución elegante y definitiva que resuelve, de una vez por todas, cómo funciona el universo.

—¿Y te han invitado?

—Va a publicarlo de forma oficial en una revista, pero ha convocado a doscientos de los mayores cerebros de todo el mundo para un seminario especial en Oxford. Incluido el menda. Se podría decir que quiere utilizar el congreso como una especie de presentación para expertos y no puedes ni imaginarte lo que supone para mí que Blackwell me haya convocado.

—Es lo menos que te mereces, Casey. Me alegro muchísimo por ti. Pero ¿a qué viene tanto secreto?

—Las cosas se están yendo un poco de madre. Me refiero a la gente y la actitud hacia la ciencia. ¿Has oído hablar de Fe Ciega, el grupo de fundamentalistas cristianos?

—Sí, un puñado de lunáticos.

—Son algo más que eso… Fe Ciega se ha pasado a la clandestinidad desde que el FBI los clasificó como organización terrorista. En el MIT nos han dado un montón de directrices para actuar con cautela, y en el congreso de Oxford va a haber seguridad hasta en la sopa. Blackwell ha recibido varias amenazas de muerte y un paquete-bomba un tanto chapucero, por suerte. Te lo digo, son gente peligrosa. —Al sacudir la cabeza le cayó un ricillo moreno por los ojos—. Creemos que vivimos en tiempos ilustrados, pero hoy en día sigue habiendo la misma cantidad de aspirantes a inquisidores que persiguen a los Copérnicos y los Galileos actuales.

—Pues no entiendo de qué tienen tanto miedo…

—Pues de extinguirse, ni más ni menos. ¿Es que no sabes lo que es la religión? —Casey se echó hacia delante, animado por la conversación—. Es la ausencia de ciencia. La religión se frotaba las manos mientras no comprendíamos cómo funcionaba el universo. Cada descubrimiento va eliminando otra explicación supersticiosa más y cambiándola por un fenómeno natural. La ciencia lleva desde la Ilustración aniquilando la religión, que está luchando ya por su último resquicio de vida. Por eso Fe Ciega, o cualquier chiflado fundamentalista islámico, le tiene especialmente ganas a Blackwell y a su investigación. No le culpo por no soltar prenda.

—Bueno —Macbeth alzó la copa para brindar—, yo me alegro mucho por ti, Casey. Y sería estupendo si pudieras venir a Dinamarca a pasar unos días. Pero a lo mejor puedes intentar explicárselo todo a tu hermano corto de entendederas.

—Qué manía con ponerte por debajo. —Casey frunció el ceño—. En realidad yo siempre he envidiado tu mente.

Macbeth fingió escupir el vino.

—¿Tú? ¿Envidiando mi mente?

—Siempre estás hablando de lo mucho que yo me centro… Un amigo, Juergen, que es físico en la CERN, me habló de una palabra alemana, «Fachidiot», que significa algo así como «idiota experto». Juergen dice que nosotros somos justo eso… Que sabemos mucho de lo que hacemos pero no sabemos una mierda de todo lo demás.

—«Un experto es alguien que sabe cada vez más y más sobre cada vez menos y menos…». —Macbeth sonrió levantando la copa con complicidad—. Nicholas Murray Butler.

—Ahí lo tienes… —Casey lo señaló con el dedo—. Tienes la cabeza llena de datos, fechas y conocimientos de otras cosas que no son tu trabajo. ¿Yo, en cambio? Soy de piñón fijo.

—Yo no me quejaría del cerebro que te ha tocado en suerte. —Macbeth le dio otro sorbo al vino—. Y en cuanto a mi memoria para la cultura general, la cambiaría en un visto y no visto por un mejor recuerdo de la vida real. Te cambio un recuerdo autobiográfico por uno semántico cuando quieras.

—Somos lo que somos —sentenció resignado Casey.

—¿Has oído hablar de Cosmas Rossellius? —Casey se encogió de hombros—. Vivió en el siglo XVI en Florencia… Formuló todo tipo de teorías sobre la memoria y sus funciones, unas teorías muy adelantadas para su tiempo. A ver si lo releo un día de estos… E intento algunas de sus nemotécnicas.

—¿El qué?

—Formas de recrear el mundo real en la memoria. Si visitó un sitio, una iglesia o un castillo, por ejemplo, tenía técnicas para reconstruir a la perfección el recuerdo. A mí me vendrían de maravilla.

—Me alegro de que sigas leyendo tanta literatura. —Casey enarcó una ceja—. ¿Del siglo XVI, has dicho?

—La mente era la mente tanto ahora como entonces. Lo más raro es que hasta hace poco no hemos descubierto que asignamos neuronas concretas a conceptos concretos. Si piensas en una persona determinada a la que has conocido o un sitio en el que has estado, eso dispara un conjunto de neuronas que has generado específicamente para ese recuerdo. La gente vive de verdad en tu cabeza. Rossellius tenía un pensamiento muy avanzado y hablaba de la memoria espacial como una dimensión de la existencia. Llegó al punto de hacer una descripción del paraíso y el infierno tan aparatosa e intrincada como la de Dante. La diferencia era que el más allá de Rossellius estaba hecho totalmente de recuerdos: una memoria espacial eterna.

—Hum… —Casey sirvió otra ronda de vino—. ¿Te acuerdas de que papá siempre hablaba de los dos universos? El exterior y el interior. ¿No te parece raro que cada uno de nosotros hayamos acabado explorando uno?

—Me acuerdo… —El tono de Macbeth se volvió sombrío—. De hecho todavía le mando mensajes. A papá, me refiero. Le cuento anécdotas de mi vida y esas cosas…

—John… —El tono de Casey estaba a medio camino entre la pena y la advertencia.

—Ya lo sé… Sé que no es sano y que es más que raro. Es solo que ahora la gente existe cibernéticamente. Todos tenemos una presencia en el ciberterio… —Macbeth hizo un aspaviento con la mano libre—. Es que me sienta bien pensar que todavía queda algo de él por ahí. Ya te digo, estoy chalado…

—Yo también lo echo de menos. Y supongo que cada uno tiene su forma de sobrellevarlo.

Los hermanos se quedaron callados por un momento mientras cada uno intentaba averiguar cómo salir del rincón oscuro al que habían ido a parar.

—Cuéntame algo más de ese superdescubrimiento de Blackwell… —dijo por fin Macbeth con una alegría forzada.

—Bueno, básicamente ha estado utilizando simulaciones para mirar atrás en el tiempo. Para ver el pasado: lo que quiera que había antes de esos diez elevado a menos cuarenta y tres segundos después del Big Bang, o de lo que quiera que le diera el pistoletazo de salida al universo y al propio tiempo. Hay muchas especulaciones pero nadie sabe a ciencia cierta qué va a anunciar. —Casey cogió la copa y le dio un buen trago—. Y ahora, ¿por qué no me cuentas tú lo que te tiene preocupado? ¿Qué es lo que te pasó anoche que has comentado antes?

Macbeth suspiró y luego le hizo una crónica de los acontecimientos de la noche anterior. Le contó que el suicida había muerto y el cura seguía debatiéndose por su vida. Incluso le contó el episodio de despersonalización que había sufrido mientras intentaba salvarle la vida a Mullachy.

—Madre mía, qué horror. Podríamos habernos visto otro día. No tenía ni idea.

—No, necesitaba verte. Por cierto, es algo remoto pero hay posibilidades de que conozcas al suicida.

—¿Y eso?

—Sí…, se llamaba Gabriel Rees. Trabajaba como tú en el Instituto Tecnológico…

Macbeth dejó la frase sin terminar al ver la cara que estaba poniendo su hermano.