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Georg Poulsen. Copenhague

Como tenía por costumbre hacer los sábados por la tarde, Georg Poulsen estaba leyéndole a su mujer.

Les gustaba pasar así las tardes de sábado; al igual que casi todas las noches que no tenía que trabajar. A Margarethe Poulsen siempre le había encantado la lectura, describía los libros como «su otro mundo»: un universo alternativo al que podía escapar cuando las preocupaciones del real se volvían insoportables. Georg Poulsen estaba encantado de contribuir a su evasión leyéndole sus libros favoritos. La quería muchísimo.

Margarethe sentía particular pasión por la ficción irreal: no la ciencia ficción ni los novelones de fantasía, sino por el realismo mágico en literatura.

—No entiendo por qué la gente necesita leer sobre otros mundos para hallar magia —le había dicho una vez a su marido—, cuando flota por todo nuestro alrededor. La realidad es la mayor magia cuando la miras con los ojos adecuados.

A Poulsen le sorprendió el comentario, a la vez que lo llenó de admiración descubrir que su mujer —que como ingeniera tenía los pies muy en el suelo de la física clásica del mundo cotidiano— siguiese creyendo que el universo tenía un potencial infinito, susceptible de interpretaciones ilimitadas.

Margarethe tenía especial afición por Kafka, Gógol, Zamiatin y el francés Raymond Roussel. Poulsen no llegaba a entender por qué a su mujer le gustaba tanto este último, por mucho que ella le hubiese explicado que un escritor que se suicida, no llevado por la desesperación sino para averiguar «cómo es la muerte», era alguien cuyas percepciones de la realidad le apetecía conocer.

Y eso era lo que le leía ahora: la increíble Locus solus de Roussel. En su lectura Poulsen se sentía en la obligación de poner todo su ser en la recitación, en hacer que los personajes vivieran para su esposa. No era algo que le saliera de forma natural pero, después de tanto tiempo leyéndole, había adquirido la habilidad de infundirle dramatismo a lo que leía. Con Locus solus estaba costándole más porque no había versión danesa y tenía que leer en traducción inglesa. Sin embargo, a medida que surcaba el mundo irreal de la novela —la finca epónima de Martial Canterel, llena de atracciones bizarras y sobrenaturales, como una feria—, Poulsen fue entendiendo cada vez mejor la atracción de su mujer por Roussel.

Al autor se le daba especialmente bien crear imágenes tan imposibles como imborrables para la mente del lector. Una, por ejemplo, mostraba la cabeza conservada de Danton, que hablaba y se movía desmembrada del cuerpo, suspendida en el misterioso y centelleante líquido del aqua micans, por la que también pululaba una cabeza de siamés sin un solo pelo que operaba los mandos para insuflarle vida a la cabeza de Danton. Lo que realmente atrajo la atención de Poulsen, sin embargo, fue la descripción del propio Canterel cuando conduce a sus invitados por el misterioso diamante de cristal que hay en el corazón de la finca. Allí, bajo el cristal, hay una secuencia de ocho tableaux vivants en cada uno de los cuales unos actores interpretan una escena fija ante un pequeño público para el que es evidente que la obra tiene un claro significado emotivo. Canterel les revela entonces a sus invitados que los actores de los tableaux son cadáveres de gente que ha muerto hace poco, y que ha descubierto dos sustancias misteriosas, la resurrectina y la vitalina, para devolverles la vida. Con todo, el efecto de los fluidos inyectados es que los cuerpos reanimados están condenados a interpretar una y otra vez los hechos más importantes de sus vidas, y nada más, sin parar, por siempre jamás.

Por absurda que fuese la trama, Poulsen se vio preguntándose mientras la leía si la consciencia perpetuamente repetitiva y amnésica de los muertos reanimados de Roussel representaba una forma de vida inferior, o si no se diferenciaba mucho de moverse de un momento al siguiente en la vida real. También se cuestionó si experimentarían una sensación de déjà vu al interpretar una escena que ya habían realizado en la vida real e innumerables veces olvidadas en sus tableaux post mortem.

Georg Poulsen era un hombre comedido: en el trabajo, en la vida, en sus relaciones con la gente, siempre lo hacía todo en proporciones discretas y mesuradas. De modo que, cuando completó el cuarto capítulo, dejó el libro en la mesa auxiliar. Se puso a charlar con su mujer sobre el día, en particular sobre los avances que habían logrado en el proyecto, la esperanza que representaba, etcétera. Como era habitual, él habló y su mujer escuchó.

Margarethe Poulsen siempre había sido una mujer hermosa. Cada vez que Poulsen contemplaba su perfil aristocrático lo recordaba. La primera vez que la vio, la tomó por la hija malcriada de un terrateniente de rancio abolengo. En la cultura danesa primaba la ética del igualitarismo riguroso y Poulsen supuso que la altanería de la joven y guapa universitaria no le habría hecho ganar muchas amistades entre sus compañeros de clase. Aun así, se sintió atraído por ella, y no solo por su belleza sino por esa sensación extraña y persistente de haberla visto antes, de conocerla de alguna parte.

Solo cuando Poulsen reunió el valor para hablarle descubrió que Margarethe era en realidad una muchacha modesta y casi tímida. Estudiaba ingeniería y, lejos de pertenecer a la aristocracia, era de orígenes rurales muy humildes. Mientras que él provenía de Selandia, a las afueras de Copenhague, ella era una muchacha de campo de Fyn. Poulsen pensaba que si de alguien desconfiaban más los daneses que de los suecos era de sí mismos: los de Jutlandia consideraban a los de la capital unos arrogantes; los de Selandia tachaban a los de Jutlandia de adustos e intelectualmente pedestres; ambos veían Fyn como un sitio bucólico pero atrasado, aunque compartían el afecto por la agradable belleza de la isla.

El padre de Margarethe era ingeniero y su madre maestra de escuela. Como era habitual entre los fynboerne, ambos eran personas abiertas y amigables, y Georg pronto comprendió que solamente querían lo mejor para su hija única; y que él era lo mejor para ella.

Se hicieron inseparables. La suya fue una conexión mental, de sueños, de caracteres y de creencias. Ambos se habían consagrado a sus respectivas disciplinas —él a la física y a la informática y ella a la ingeniería—, con ese impulso tan danés de ser de utilidad, de hacer algo para mejorar la existencia humana.

Durante los primeros diez años de casados, se mudaron por Europa de una universidad a otra, según iba dictando la carrera de Poulsen, con una única estancia de dieciocho meses en Estados Unidos; Margarethe iba encontrando trabajo dando clases de ingeniería. Eso sí, sus vidas siempre habían girado en torno a la carrera profesional de Poulsen: se había convertido en un reconocido experto en inteligencia artificial y la mayoría de sus investigaciones iban dirigidas a encontrar nuevas y mejores formas de interacción entre los humanos y los ordenadores.

Cuando, tras una década intentándolo, Margarethe le anunció que esperaban un hijo, Poulsen se puso loco de contento. Recordaba ese día: cómo se dejó llevar por el resplandor de un futuro imaginado y sintió que el mundo era demasiado bueno, demasiado perfecto para ser real.

Pronto el orgullo profesional vino a igualar la alegría personal: la Universidad de Copenhague le pidió dirigir un equipo multidisciplinar para trabajar en un nuevo proyecto internacional de gran calado. El objetivo era reproducir los estados cognitivos y las funciones del cerebro humano. La universidad quería echar a andar el proyecto en cuestión de dos años: en Düsseldorf estaba llevándose a cabo una experiencia similar desde 2001 y en Suiza el proyecto Cerebro Azul se remontaba a 2005, al tiempo que el mapeo cerebral estaba convirtiéndose en la carrera espacial de las ciencias cognitivas y computacionales. El de Copenhague, sin embargo, era con mucho el más ambicioso: la simulación de 86 mil millones de neuronas virtuales y un sistema límbico completo. Un cerebro humano de arriba abajo, fabricado célula a célula en un simulacro informático, que no habría de poder distinguirse de uno real: un cerebro que pensaría por sí mismo.

Se trataba del reto computacional del siglo, y se lo habían puesto en bandeja a Georg Poulsen.

En lo profesional, en lo personal, en todos los planos posibles, Georg Poulsen había sido un hombre feliz.

Una noche, dos semanas después de que Margarethe le anunciara la buena nueva, pasaron la velada con unos amigos de toda la vida que tenían una casa cerca del puerto de Skovshoved. Había sido una cálida noche despejada de verano y Poulsen había decidido coger la carretera de la costa, tomar el desvío en Kystvejen y volver hacia la capital. Margarethe iba callada en el asiento del copiloto, contemplando plácidamente las aguas oscuras del estrecho de Øresund. Era habitual en ellos: un silencio feliz en el que todo parecía hablado.

Georg Poulsen, un hombre realmente feliz, se detuvo en el semáforo del parque Charlottenlund.

Le costó casi un mes despertar, o al menos del todo.

Una vez, en un debate televisado entre un neurocientífico y una especie de gurú religioso, Poulsen defendió que el concepto de «alma» no solo era un disparate científico sino que tampoco había nada que pudiera identificarse como mente. Afirmó que la raíz de la experiencia humana era simplemente la consciencia, y que esta se sintonizaba o se desintonizaba cuando las estructuras físicas del cerebro desarrollaban su complejidad durante la infancia y la adolescencia y desaparecían bien a finales de la vida bien por enfermedades o daños; no existía un estado mental sólido, solo un flujo de cognición y consciencia. Tal y como había asegurado, simplemente había veces en que estábamos más «aquí» que otras.

La propia consciencia de Poulsen, en proceso de reparación, se pasó fluctuando una semana antes de lograr por fin abrirse camino de vuelta al mundo. Tras varias recaídas vagas y temporales, tres semanas y cuatro días después de esperar a que el semáforo del parque Charlottenlund cambiara, Poulsen volvió al mundo.

Le fueron dando las noticias por dosis y con mucho tacto. La joven médico se aseguró a cada paso de que Poulsen comprendía lo que le decía: se encontraba en la unidad RH4131, la de cuidados intensivos del Rigshospitalet de Copenhague; había tenido un accidente de tráfico en el que había resultado gravemente herido cuando un camión se había empotrado contra la parte trasera de su coche; había sufrido una fractura craneal y una contusión cerebral de contragolpe que había obligado a los médicos a inducirle un coma durante tres semanas. Le contó asimismo que había sufrido también una contusión pulmonar menor pero que ya se había recuperado.

Poulsen le había escuchado esforzándose por extraer sentido de los hechos y luego se había debatido para hablar, tenía la boca seca y pastosa, y la lengua pesada. Por fin consiguió decir una palabra, la única que tenía en la cabeza.

—¿Margarethe? —repitió la médico—. ¿Su mujer? Ha sufrido heridas similares a las suyas y también estamos tratándola aquí.

Quiso preguntar más, saber del bebé, pero volvió a irse de la habitación, del allí y del entonces, cuando su consciencia volvió a desconectar.

Le dieron todas las noticias al cabo de los tres días, cuando ya estaba en planta, plenamente consciente.

—Podemos llevarlo a verla —le explicó la diligente médico—. Está en la unidad de neurofisiología.

Un celador lo llevó en silla de ruedas por el hospital en compañía de una enfermera; ninguno de los dos pudo responder a las preguntas que les hizo sobre el estado de su mujer. Tras registrarse en el mostrador de la unidad, la enfermera lo condujo por un pasillo lleno de puertas y le hizo pasar a una habitación. Las persianas estaban cerradas a cal y canto y la única luz provenía de encima de la cama en la que yacía una figura que respiraba gracias a una máquina. La habitación, la figura de la cama y la situación entera se le antojaron de pronto de lo más irreales, y por un momento creyó estar aún en coma, soñando esos horrores. Tal vez era él quien yacía en la cama, inmóvil y con la existencia pendiendo de un hilo de tecnología, viéndose a sí mismo con una parte escindida de su propia mente.

Un hombre moreno de unos cuarenta años, alto y delgado, con bata de cirujano y modales profesionales, entró en la habitación y se presentó como el doctor Larssen.

—¿Está en coma? —quiso saber Poulsen.

Con un tono autoritario pero cordial el médico lo condujo hasta el pasillo, para que no los oyera Margarethe.

—Su mujer ha sufrido un grave traumatismo craneoencefálico cerrado —le explicó Larssen—. No ha habido fractura craneal pero ha sufrido el mismo tipo de lesión de golpe y contragolpe de la que usted está recuperándose. —El médico hizo una pausa, de esas que hacen los profesionales antes de dar una mala noticia. Poulsen se fijó en las ojeras que tenía, que le daban un permanente aspecto sombrío—. Me temo que en el caso de su mujer se dio una lesión axonal difusa y una hemorragia de la arteria basilar…, que se produjo en el tallo cerebral. Respondiéndole a su pregunta: no, su mujer no está en coma y todo indica que está consciente, plenamente consciente, pero siento mucho informarle de que sufre una parálisis cuadripléjica total. —Otra pausa profesional—. Doctor Poulsen, dado su propio campo de especialización, no tendré que explicarle lo complejo que es el cerebro humano. Toda nuestra complejidad como seres humanos (la inteligencia, la personalidad, el deseo, cómo percibimos el mundo), todo eso, reside en el cerebelo, sobre todo en el neocórtex. En el caso de su mujer está totalmente intacto. El daño se ha producido exclusivamente en el puente troncoencefálico, el que hay entre el cerebro y el tallo cerebral. ¿Entiende lo que le digo? —Poulsen asintió—. El puente es donde se coordinan todas las funciones automáticas y básicas de la vida: la respiración, el tragar, el sabor, la audición, el movimiento ocular, etcétera. De momento la parálisis es absoluta, inclusive la ausencia de movimiento ocular. Solo el tiempo dirá si es un estado permanente, aunque, si he de ser sincero con usted, y basándome en los datos que nos proporcionan los escáneres, el pronóstico no es bueno.

—¿Y el bebé?

—Lo siento mucho… —Larssen bajó la mirada.

Poulsen emitió un sollozo y el médico se quedó callado para que llorara su pérdida.

—¿Puede oírme? —preguntó al rato.

—No hay razones para pensar lo contrario. Además, toda estimulación que pueda darle es buena.

Una vez más medió una pausa cuando Poulsen miró de nuevo hacia el cuarto. Después, en tono decidido, preguntó:

—¿Hay biblioteca en el hospital?

En esos momentos, un año y tres meses después, y como tenía por costumbre los sábados por la tarde, Georg Poulsen le leía a su mujer sobre el mundo increíble de Roussel en el que los muertos no sabían que lo estaban ni que el mundo en que vivían era un tableau escenificado.