12

John Macbeth. Boston

Corbin telefoneó al día siguiente a Macbeth para transmitirle la información que le habían dado en la policía y el hospital. Tras una cirugía prolongada, el cura había vuelto a la UCI: era harto improbable que saliese con vida y, si lo había hecho hasta el momento, había sido por la contribución in situ de Macbeth.

—Por cierto, el suicida se llamaba Gabriel de verdad, Gabriel Rees. Al parecer era un académico de altos vuelos. Mierda… —Corbin maldijo su torpeza—. No quería decir eso… Pobre hombre.

—Ya lo sé. ¿Altos vuelos en qué?

—En física de partículas. Posgrado doctoral en el MIT. ¿Tu hermano Casey no se dedica a eso?

—Pues sí. A lo mejor lo conocía y todo. Le preguntaré luego, que he quedado con él. ¿Te ha contado algo más la policía?

—Solo que no tenía historial de enfermedades mentales ni de consumo de drogas, al menos que se sepa. Pero por lo visto era brillantísimo, con un coeficiente intelectual muy alto. Aunque, bueno, en su gremio eso está a la orden del día.

—Supongo… —comentó Macbeth pensando que su hermano y él tenían el mismo coeficiente, pero Casey estaba dotado de una mente más fina y agraciada.

Hubo una pausa antes de que Corbin preguntara, como tanteándolo:

—Por cierto, John, respecto a lo que te conté anoche… sobre la casa… ¿crees que estoy loco?

—No, por supuesto que no. Lo que experimentaste suena a lo mismo que han estado padeciendo tus pacientes, como tú mismo dijiste. Tal vez sí que tenga un origen vírico, después de todo.

Charlaron un rato más antes de que Macbeth colgara tras prometerle que seguirían en contacto. Colgó el cartelito de NO MOLESTEN en la puerta de la habitación y pasó casi toda la tarde echado en la cama, mirando al techo e intentando no escuchar ni los sonidos de fuera ni pensar mucho en nada, y menos aún en lo sucedido la noche anterior.

El cansancio por fin le venció y se quedó dormido.

—Esto es un sueño —le dijo una voz que reconoció, aunque no veía quién hablaba.

—Ya lo sé —respondió con indiferencia—. Sé que estoy soñando, siempre lo sé.

Macbeth se vio a las puertas de una casa y supo que estaba en Beacon Hill. Era una de esas majestuosas mansiones de cinco plantas y estilo colonial con saledizos y estuco blanco alrededor de puertas y ventanas. La plaza Louisbourg… estaba en la plaza Louisbourg. Supo sin necesidad de volverse que detrás estaba el pequeño y cuidado parque privado donde había unas estatuillas de Colón y Arístides el Justo.

Estaba en el exterior, en una calle adoquinada sin coches. El día derrochaba una tranquilidad irreal y a su alrededor el aire inerte parecía más de interior que de exterior. Subió los escalones hasta la puerta de la calle, que se abrió con solo rozarla con los dedos, y entró en el pasillo principal. La casa seguía siendo una sola vivienda, no estaba dividida en pisos como habían hecho con tantas otras a lo largo de los años. Macbeth sabía dónde estaba: en la casa que se había comprado Corbin. También sabía cuándo: en una época distinta, mucho antes de que su amigo la comprase.

Se detuvo al pie de las escaleras, se apoyó en el pasamanos de caoba de la barandilla y sintió cálida la madera, como viva bajo su tacto, todo el vestíbulo reluciendo a su alrededor.

Macbeth sonrió cuando la mujer entró en su campo de visión en lo alto de las escaleras: Marjorie Glaiston.

Era, sin lugar a dudas, la más hermosa que había visto en su vida, tal y como Corbin le había dicho: delgada, elegante, con el pelo de un bonito rubio dorado recogido atrás. Llevaba un vestido de color crudo que le llegaba por los tobillos, rematado con encajes, y un broche del ojo de las plumas de un pavo real en la garganta. El baile de las esmeraldas y las turquesas del broche iba a juego con el mareante azul verdoso de sus grandes y hermosos ojos. Le sonrió a Macbeth como si hubiera estado esperándolo, con hoyuelos en ambas mejillas, y empezó a bajar las escaleras.

Al lado de Marjorie apareció un hombre. Corpulento y de espaldas anchas, con unas manos enormes y feas, tez rubicunda y un pelo y una barba taheños que enmarcaban su cara como vivas llamaradas de fuego. Sus rasgos eran de una belleza ruda y cruel y en su expresión acechaba algo horriblemente oscuro y violento. Igual que había sabido que la mujer era Marjorie Glaiston, comprendió que tenía delante a Geoffrey Morgan.

Quiso gritar, avisar a Marjorie de que Morgan empezaba a bajar con pasos lentos pero decididos hacia ella, acompañado de su furia oscura, pero comprendió que no podía. Al contrario que durante su episodio en la plaza de la iglesia de la Ciencia Cristiana, donde había salvado al cura herido y había vivido la experiencia desde fuera, Macbeth se sintió en esos momentos implicado en una realidad que sabía que no era tal cosa. Con todo, se quedó paralizado, con la mano pegada a la barandilla, sin voz, mientras Morgan acortaba la distancia entre él y Marjorie, sus enormes manos abandonando los costados y alargándose hacia ella.

—¿Sabes lo que viene ahora, no? —La voz que le había hablado antes volvió a susurrarle al oído, y se dio la vuelta para ver detrás el cuerpo desnudo y con el cuello partido de Gabriel Rees, el hombre que se había matado saltando de la iglesia. Cuando este le sonrió, se fijó en que aún tenía un párpado medio cerrado—. Igual que sabías lo que iba a pasar en el tejado (el único aparte de mí que lo sabía), ahora sabes perfectamente lo que va a pasar aquí, ¿verdad?

Macbeth asintió y, al darse la vuelta, vio que Morgan cogía a Marjorie. Dio un grito que no produjo sonido alguno y que no logró despegar sus labios sellados, mientras Morgan apretaba sus gruesos dedos en torno al cuello delgado de Marjorie, que parecía no darse cuenta de nada: la mujer siguió manteniéndole la mirada a Macbeth, imperturbable, al tiempo que le surgían en el globo ocular hemorragias subconjuntivales que le enrojecieron el blanco de los ojos; no paró de sonreírle, con los hoyuelos todavía hundidos en su claras mejillas, donde brotaban manchas petequiales moradas al romperse los capilares bajo la piel.

Morgan emitió un grito inhumano mientras destrozaba y retorcía la vida de su amante infiel: un prolongado rugido animal de furia, dolor y desesperación. Cuando la soltó, Marjorie se desmoronó como una muñeca de trapo, sin vida, floja, escaleras abajo hasta los pies de Macbeth.

—¿Cómo de real te parece? —le preguntó Gabriel como el que charla del tiempo—. Estás soñando pero da la impresión de ser más real que cuando estás despierto. ¿Te parezco ahora más real que en el tejado?

Macbeth seguía sin tener voz para responderle; en su lugar, le lanzó una mirada acusatoria pero silenciosa a Morgan, que seguía clavado en el mismo sitio donde la había matado, con la frente empapada en sudor, los ojos aún en llamas y las enormes manos homicidas caídas a ambos lados. Después, con movimientos lentos, Morgan se metió una mano en el bolsillo del chaleco de tweed y sacó un pequeño revólver. Paso a paso, con mucha deliberación y como si tuviera pies de plomo, bajó las escaleras con el brazo extendido y la pistola en la mano hasta que se detuvo ante Macbeth, al que le sacaba una cabeza. Le puso el duro acero helado del cañón corto contra la frente.

Y apretó el gatillo.

Macbeth volvió a encontrarse mirando el techo de la habitación. Se había despertado fácilmente, aunque no de golpe, y todavía lo perseguía algo del sueño, como si la maldad perturbadora de Morgan acechara en algún rincón de su mundo. Pero no tenía miedo, no sudaba ni temblaba; a pesar de los horrores, el sueño le había dejado una calma extraña.

Corbin pareció sorprendido de oír tan pronto a Macbeth al teléfono después de su última conversación.

—La casa de Beacon Hill que estás reformando… ¿está en la plaza Louisbourg?

Corbin rio.

—¿En la plaza Louisbourg? ¿Cuánto te crees que me pagan en Belmont? Sé que te dije que mis suegros son ricos pero tampoco son los Rothschild. Está en la calle Garden. ¿Por qué lo preguntas?

—No, por nada, es que se me ha ocurrido consultar la historia de Marjorie Glaiston —mintió Macbeth, que no quería contarle el sueño.

—Ya. Pues en Internet puedes encontrar de todo. Yo me puse al día así.

—¿Y estás seguro de que no habías visto ninguna foto de ella antes del episodio?

—¿Te refieres a antes de verla en las escaleras? No, ya te dije que no, que las vi después y que encajaban con la persona que vi… que imaginé ver… en las escaleras. Pero lo que dijiste anoche tenía sentido: no pude haber tenido una imagen tan fiel de ella en una alucinación sin haber visto cómo era en la vida real. Seguramente había visto fotos suyas antes y no lo recordaba.

—Es la explicación más lógica —sentenció Macbeth, que no quiso compartir con él que le había puesto cara a Marjorie Glaiston en su propio sueño—. De todas formas, lo voy a mirar. Hazme saber si la policía te cuenta algo más sobre Gabriel o te enteras de cómo evoluciona el cura.

A Macbeth le molestó sentirse aliviado.

No era la Marjorie Glaiston con la que había soñado. Miró la cara de la pantalla del portátil y supo que no era la que había visto en sueños. La real tenía el pelo negro azabache, no rubio, y aunque su impresionante belleza no tenía nada que envidiar a la de la mujer del sueño, era de otro tipo: oscura, pícara y provocativa, vagamente artera. La imagen era de un retrato que pintó su propio asesino, Geoffrey Morgan. Otra más —una granulada fotografía en blanco y negro en la que posaba en sociedad— confirmó la fidelidad del lienzo de Morgan al representar a su amante y musa. Macbeth comprendió que esa Marjorie Glaiston había sido del tipo de mujeres que sacan de sus cabales a sus amantes, entre la lujuria y los celos.

¿Qué esperaba encontrar, si podía saberse, al buscar en Internet una imagen de la mujer?, ¿la prueba de que había desarrollado algún tipo de vínculo psíquico con la muerta? Aunque hubiese tenido la misma cara, no habría sido nada más que un caso de criptomnesia, igual que le había pasado a Corbin: un recuerdo olvidado recordado por el inconsciente; al fin y al cabo era psiquiatra y sabía que había ciertos misterios que no podían responderse buscando dentro de esa masa de un kilo trescientos gramos y cien billones de neuronas comprimidas que era el cerebro humano: cada uno en particular, todo un universo de complejidad inexplicable.

La imagen que encontró de Geoffrey Morgan, en cambio, sí que lo turbó. Su cerebro durmiente no había inventado la cara del asesino pero sí que existían parecidos razonables: una frente ancha y pálida por encima de unos ojos oscuros y perturbadores, enmarcada por barba y cabello espesos. Y aunque en la fotografía el pelo parecía oscuro, en la descripción del texto que lo acompañaba leyó que Morgan tenía el pelo rojo oscuro. Macbeth se dijo, sin embargo, que tampoco era tan difícil imaginarse a un pintor irlandés violento y perturbador con cierta fidelidad.

Después de ducharse y vestirse Macbeth le mandó un mensaje al móvil a Casey para confirmar la cita que tenían a las siete; este se lo corroboró casi al instante.

Durante su estancia en Boston había pasado todo el tiempo que había podido con su hermano, quien desde luego le había ofrecido que se quedara en su casa mientras estuviese en la ciudad, por mucho que ambos supiesen que Macbeth no aceptaría: el entorno debía ser de su elección.

Tenía ganas de verlo esa noche; seguía cansado y extenuado emocionalmente por todo lo que había sucedido en las últimas dieciocho horas, pero Casey siempre lograba subirle el ánimo. Al mirar por la ventana vio que al otro lado del cristal había tomado forma un día cálido y soleado y se decidió a dar un paseo para quitarse la modorra.

El taxi lo dejó en la entrada de la calle Tremont del parque Common. Macbeth sabía que había ido para algo más que para dar un paseo: la plaza Louisbourg estaba a menos de tres minutos andando de ese lado del Common. Volvió a enfadarse consigo mismo por sus locuras, a sabiendas de que terminaría parado en el sitio donde había estado en el sueño, convenciéndose de que… ¿de qué?

Al bajar del taxi Macbeth notó que los efectos del estrés y la falta de sueño tomaban la forma de un déjà vu vago pero omnipresente. Era una sensación que había experimentado muchas veces a lo largo de su vida y la odiaba, sobre todo porque solía preceder a un episodio. Se quitó la idea de la cabeza y se dirigió al Common.

En la entrada había un edificio pequeño en forma de caja rectangular que parecía una especie de mausoleo art déco. En realidad era la salida de la parada de Boylston y albergaba la entrada a las escaleras que bajaban al metro. Al pasar vio a unos operarios con el uniforme de la autoridad de Tránsito que usaban cepillos y un spray de solución limpiadora para borrar un grafiti que habían pintado en la pared lateral del edificio, normalmente impecable. Las palabras, en un rojo profundo que se resistía a los químicos de los operarios y al cepillado, todavía eran legibles:

ESTAMOS CONVIRTIÉNDONOS…

Puntos suspensivos incluidos. Había visto esa misma frase por todo Copenhague, tanto en inglés como en danés, al igual que en otros puntos de Boston. Probablemente fuera el estribillo de una canción o algo parecido, pero a Macbeth le resultó de una profundidad inusitada y se rio para sus adentros al imaginar una pandilla de filósofos rondando por las calles de Boston con pantalones de pana y gorras raperas con la visera hacia atrás.

Tras saludar con la cabeza a uno de los operarios, que optó por ignorarlo, Macbeth siguió avanzando por el paseo principal del Common. Se enfrascó en sus pensamientos durante el recorrido, tan solo consciente a medias de lo que lo rodeaba. A pesar del sol y de los sonidos de juegos y risas que llegaban de varios rincones del parque, Macbeth se vio embargado por la oscuridad de la noche anterior.

No sabía hasta adónde había llegado cuando, justo a su lado, unos ladridos y unas risas lo sacaron de sus pensamientos y atrajeron su atención hacia un grupo de niñas que estaban lanzándose un frisbi por encima de un perro que no paraba de saltar, sobreexcitado. Las niñas corrían de un lado para otro moviéndose con esa despreocupación preadolescente que no tardaría en desaparecer y en hacerles creer que esas actividades inocentes eran infantiles y poco enrolladas. La escena le produjo una sensación de melancolía que pareció aumentar la que ya tenía de déjà vu y, en ese momento, envidió su inocencia y su despreocupación. Pero Macbeth el psiquiatra sabía que en muchos casos la infancia distaba de ser algo inocente y despreocupado y continuó su camino.

Aunque hacía un tiempo agradable y cálido y el sol que atravesaba los árboles bailaba y veteaba el camino, siguió sin ubicarse en el momento, y la vaga sensación de déjà vu lo persiguió por todo el parque. Sus pensamientos lo llevaron una vez más al tejado en penumbra de la iglesia de la Ciencia Cristiana. Lo que más le había estremecido había sido la tranquilidad, la certeza, en la expresión de Gabriel justo antes de tirarse por el borde del parapeto y llevarse con él al padre Mullachy.

Mientras corría con los demás hasta el borde, Macbeth iba medio esperando que hubiesen desaparecido, como si tuviera tanto sentido desaparecer en la nada como aplastarse contra el suelo. Igual que el gato de Schrödinger, tal vez Gabriel no había muerto, o al menos del todo, hasta que Macbeth no vio su cuerpo.

No sabía adónde había llegado. Como siempre, iba enfrascado en sus pensamientos mientras recorría el paseo que cruzaba el parque. Unos ladridos y unas risas cercanas llamaron su atención hacia un grupo de niñas que se lanzaban un frisbi por encima de un perro que no paraba de saltar, sobreexcitado. La escena le produjo una sensación de melancolía que pareció aumentar la que ya tenía de déjà vu y, en ese momento, envidió su inocencia y su despreocupación. Las niñas corrían de un lado para otro moviéndose con esa despreocupación preadolescente que no tardaría en desaparecer y en hacerles creer que esas actividades inocentes eran infantiles y…

Macbeth se detuvo en seco.

Todo eso ya había pasado. Lo había visto y había tenido justo los mismos pensamientos, solo que unos minutos antes.

Se quedó mirando a las niñas que jugaban, el parque, los árboles, el sol que los atravesaba, al perro sobreexcitado… Macbeth había aprendido a convivir con su extraña memoria, con su disonante sentido del tiempo y su costumbre de distanciarse por completo del momento y perderse en algún punto fuera del espacio y del tiempo. Había perdido innumerables citas, y llegado a innumerables destinos sin recuerdo alguno del tránsito entre estos y el punto de partida.

Aquello era distinto, sin embargo.

Había estado allí, justo en ese punto del parque, hacía unos minutos. Había caminado, avanzado, pero de algún modo estaba en un punto anterior del paseo. Era absurdo pero iba más allá de un absurdo espacial: no solo había vuelto al mismo sitio sino también al mismo momento, a los mismos pensamientos, a la misma mustia envidia de la juventud inocente y despreocupada de las niñas, a la misma sensación de déjà vu.

Al verlo allí parado las niñas dejaron de jugar y se lo quedaron mirando con suspicacia. Estaban viéndolo, de modo que no era un delirio. No estaba observando un momento pasado y no pudo haber sido testigo de un momento futuro hacía unos minutos. Así que, ¿qué acababa de pasar, si podía saberse?

Déjà vu. Eso era todo, se dijo. Un déjà vu especialmente acentuado por el estrés de lo sucedido en las últimas veinticuatro horas. Eso debía de ser; u otro tipo de cortocircuito entre el córtex prefrontal y el lóbulo medio temporal que le había creado la ilusión de haber recordado algo. Volvió a rememorar el tejado de la iglesia y a Gabriel cuestionando su propio recuerdo de haber estado en el tejado un cuarto de hora antes.

Rehuyendo la mirada suspicaz de las niñas, que se habían puesto a cuchichear entre ellas, Macbeth siguió su camino y volvió a sus pensamientos, aunque se cuidó mucho de pensar en lo que acababa de ocurrir.

Como sabía que haría, Macbeth se vio en la esquina de la calle Mount Vernon con la plaza Louisbourg. La atravesó hasta la casa que aparecía en su sueño. Había aminorado el paso; un hilillo de sudor tibio le recorría la nuca y le hizo pensar que había debido de caminar rápido desde el parque, como solía hacer cuando tenía la mente ocupada, que era la mayoría de las veces.

Al contrario que en su sueño, el edificio estaba dividido en pisos de lujo. Pero había otras diferencias, significativas y estructurales, con respecto a la casa del sueño. Desde su posición intentó averiguar tanto por qué había soñado con ese edificio en concreto como por qué parecía tener la necesidad de verificar lo soñado; al fin y al cabo no era la casa que Corbin había comprado, en la que mataron a Marjorie Glaiston. Tal vez se debiese simple y llanamente a que esa plaza representaba el estereotipo de inmueble histórico de Beacon Hill. Lo extraño era que le resultaba tremendamente familiar; quizá la hubiese visto antes, tal vez de pequeño, en un recuerdo idealizado que con el tiempo se había perdido, para ser estimulado solo años después al hablarle Corbin de su casa nueva.

Tanto el sueño de Macbeth como la alucinación de su amigo eran ficciones: simulacros generados por el cerebro a partir de algunas semillas de realidad. Eran, sin embargo, procesos muy distintos y se debían a cosas bien diferentes. No llegaba a entender por qué había atravesado media ciudad para buscar la conexión. Al igual que con su alivio al ver a la Marjorie real, le molestaba haber perdido el tiempo demostrando algo que ya sabía por puro raciocinio.

Volvió por donde había venido y regresó al Common. No hubo déjà vu ni repeticiones inexplicables. Al llegar a la salida de la calle Tremont, se disponía a cruzar la calle cuando algo lo llevó de nuevo hacia el parque. Era vagamente consciente de estar atrayendo miradas suspicaces de transeúntes al estar parado delante del edificio de la parada de Boylston escrutando una pared lisa.

No había pintada ni ninguna leyenda en rojo que dijera ESTAMOS CONVIRTIÉNDONOS. No había restos de spray ni de las sustancias químicas usadas para limpiar la piedra, que estaba fría y seca al tacto.

Tal vez, pensó, en los cuarenta minutos o así que habían pasado desde que había entrado en el parque, los operarios habían logrado limpiar la pintada sin dejar el más mínimo rastro y luego habían utilizado algo para secar la pared.

Pero no parecía posible: era más factible que el grafiti nunca hubiera estado allí.