11

Mary. Vermont

El marco de plata con el borde dorado.

Mary sabía que el marco de plata con el borde dorado siempre iba en el lado derecho de la cómoda. Relucía con la luz del sol que cortaba al sesgo el comedor, calentando la madera pulida del suelo e intensificando los rojos y amarillos de las flores primaverales que contenía un jarrón de cristal sobre el alféizar de la ventana. Como la pieza esquinera de un rompecabezas —la que orienta al resto y por la que empieza el proceso de reensamblaje de la imagen fragmentada—, el marco de plata con el borde dorado anclaba el ensamblado de otras imágenes y permitía que cada una volviera a encajar en su ranura una vez que le había pasado el polvo.

No era solo el marco de plata con el borde dorado lo que dotaba de importancia a esa imagen en concreto: era la principal fotografía de su boda con Joe, tomada hacía solo dos años y medio. Mary sonreía alegre por haberse convertido en la señora Dechaud, mientras que un Joe todavía uniformado estaba radiante de orgullo por haber vuelto a casa del Ejército para encontrarse a la chica más bonita de toda Nueva Inglaterra esperándolo como debía, fielmente, y convertirla en su esposa.

La parte derecha de la cómoda era donde siempre iba la fotografía del marco de plata con el borde dorado, su sitio: justo ahí. A Mary le gustaba que todo estuviese «justo ahí».

La mayoría de las fotos eran de ellos dos: la boda, la luna de miel, una de Joe en uniforme intentando sin mucho éxito despedir un aire de firmeza militar. Había otras de familiares: tíos, tías, el hermano de Mary y su joven familia, y un par de Joe. En una en color aparecía una anciana elegantemente vestida pero con cara triste a la que Mary no lograba ubicar. No le extrañaba su despiste porque la familia de Joe era de proporciones bíblicas: cuatro hermanas, dos hermanos, innumerables tíos, tías y primos… En la boda habían ocupado también parte de su lado en la iglesia, reforzando lo que ahora le parecía un linaje, el suyo, con poca representación. Desde luego, al haber crecido en el mismo pueblo de Nueva Inglaterra, Joe y Mary conocían a sus respectivas familias políticas, pero el tamaño desproporcionado del clan Dechaud suponía que había parientes desperdigados por todo el condado de Rutland, y más allá, a quienes Mary nunca llegaría a conocer. Como la anciana triste de la foto, que la convenció de que debía preguntarle a Joe qué parentesco lo unía con ella.

Mary había terminado de pasar el polvo y se disponía a ir a la cocina para hacerse un café cuando notó una mota en el candelabro plateado de la mesa del comedor. Se lo había regalado para la boda la tía May de Joe, quien había sorprendido a todos con un despliegue de generosidad poco habitual en ella. No era la señora de la foto de la cómoda, eso lo tenía claro; era una mujer conocida por su carácter difícil, alta y delgada con unos fríos ojos verde claro que relucían beligerantes bajo lo que parecía un ceño permanentemente fruncido. La tía May, con su lengua afilada y sus opiniones amargas, era la semilla de la discordia que toda familia parecía tener (o casi necesitar, por lo visto). Navegar por aguas familiares desconocidas era lo que más estaba costándole a Mary en su papel de recién casada: encontrarse a la deriva en un mar proceloso de relaciones con varias generaciones de historia, divisiones y lealtades para las que no tenía brújula. Bueno, no del todo: la brújula era Joe, su faro.

Su marido, con su espesa cabellera taheña, sus grandes ojos marrón claro, que tenía más de niño que de hombre, y esa voz suya profunda y relajante, y siempre una sonrisa afable. Cuando sonreía así, a Mary se le olvidaban todas las preocupaciones de su vida de recién casada. En esos momentos, mientras frotaba el candelabro para quitarle la mancha con la cabeza en otra parte, se dio cuenta del resplandor de sus vidas, de las miles de promesas que el futuro les reservaba.

La suya había sido una historia de amor de lo más tradicional, anticuada incluso. Joe y Mary, que cumplían años en la misma semana, se conocían desde la primaria, se habían hecho novios a los quince y se habían casado a los veinte, en cuanto él volvió de ultramar. Era de esas cosas que todo el mundo esperaba que pasase, lo más natural del mundo. Por lo que a la gente del pueblo respectaba, no existía ni un Joe ni una Mary: siempre había sido Joe-y-Mary y siempre lo sería. Juntos eran un singular, no un plural.

Tras las formalidades de una luna de miel en el hotel Burlington, con vistas al lago Champlain, regresaron a lo que ambos deseaban de verdad: empezar su vida de casados en la casa que le habían comprado al tío de Joe. Después de licenciarse del ejército, empezó a trabajar de encargado de turnos en la cantera de mármol y Mary se consagró a hacer de la casa nueva su hogar para siempre.

Mary frunció el ceño mirando el candelabro: iba a tener que utilizar algún producto especial para la plata. Tal vez no fuese nuevo como había asegurado la tía May, sino de segunda mano. En cualquier caso, nuevo o viejo, tampoco le tenía un aprecio especial, pero era raro que la mancha pareciera tan incrustada e imposible de quitar.

Se encogió de hombros y dejó el candelabro en su sitio, aunque girándolo para que la luz de la ventana no iluminara la mancha. Antes de ir a la cocina, llamó a Joe —era una mañana de sábado y estaría en el estudio, enfrascado en el periódico— y le dijo que iba a hacer café. Mientras rellenaba la jarra en el grifo, miró por la ventana que había encima del fregadero. La casa estaba sobre una colina y desde su posición tenía vistas sobre los suaves montículos de bosque y campo, sin nada que le ensombreciera el sol primaveral. Era su sitio preferido para apostarse a contemplar su felicidad. Como le gustaba reconocer, era una joven de ambiciones modestas y tenía allí todo lo que siempre había querido. Sabía que Joe sentía lo mismo.

Vio el coche acercarse. Lo había visto nada más poner el café y volver a la ventana. Con tan solo un puñado de casas repartidas alrededor de aquel camino poco transitado, la mayoría de las veces un coche acercándose significaba una visita inminente. Mary lo vio remontar la carretera norte y luego doblar por el largo camino que llegaba a la casa.

—Joe —insistió—. Tenemos compañía…

Se quitó el delantal, lo colgó en la percha de la cocina, se dirigió a la entrada y por el camino llamó una vez más a su marido. Se detuvo en el espejo del pasillo para ver si tenía el pelo bien antes de salir al porche.

La pena le sobrevino al instante, con toda su fuerza devastadora, como siempre hacía.

La Mary Dechaud recién casada de veintitrés años se miró al espejo y su reflejo de ochenta y cuatro años le devolvió la mirada. Por una mínima fracción de segundo no se reconoció en el reflejo, igual que no lo había hecho con la abuela triste y solitaria de la fotografía de la cómoda. Se llevó la mano a la boca para ahogar el grito y la anciana del espejo hizo otro tanto. Lo recordó: en ese instante le vino todo, como siempre ocurría en esos dolorosos y punzantes momentos en los que recuperaba la memoria. Se volvió hacia el estudio para llamar una vez más a su marido pero se detuvo en seco: Joe no estaba.

Se tomó su tiempo para estudiar el periódico que estaba perfectamente doblado con la portada hacia arriba en el mueble de la entrada, bajo el reloj. Acto seguido se alisó la falda con las manos, en las que vio el paso del tiempo —los nudillos curtidos, las venillas azules bajo la piel apergaminada—, abrió la puerta y salió a la luz del sol para encontrarse con sus dos hijos, quienes, lo recordó en ese momento, habían quedado en ir a verla ese día. Se agarró a la barandilla del porche para apoyarse, y al mismo tiempo afianzar la postura y recobrar la serenidad mientras asimilaba en silencio el impacto del más de medio siglo que había recordado de repente.

—Nadie te va a obligar a irte —le decía George—, pero bueno, últimamente la memoria te está fallando mucho, y Jim y yo pensamos que es mejor que estés con alguien por si necesitas ayuda.

Como siempre, era George el que hablaba mientras James se quedaba callado, recostado en el sofá. Era muy curiosa, pensó mientras les servía café, la manera que tenían las herencias de repartirse: George era idéntico a su padre —el mismo pelo taheño y los mismos ojos grandes y amables—, pero ahí acababa el parecido; James, en cambio, quien por fuera se parecía poco o nada a Joe, por dentro era su gemelo, amable y solícito. George, por el contrario, tenía un acervo de características que había debido de tomar de otro punto de sus antecedentes genéticos: unos que lo hacían avasallador, agresivo y dominante. Durante toda la vida sus miradas agradables habían disimulado y resguardado su maldad interior. Mary sabía que el costoso coche europeo que había aparcado fuera era suyo: se había abierto paso en la vida apartando a empujones a los demás, empezando por su propio hermano…

Volvió a acordarse de la tía May… tal vez de ahí le viniera el carácter a George, o al menos en parte. Le entró un pánico creciente cuando recordó lo mucho que la había desconcertado la mancha en el candelabro recién regalado cuando en realidad llevaba en esa misma mesa, en el mismo sitio, sesenta años.

—¿Tú qué opinas, James? —le preguntó Mary a su hijo mayor.

—A mí también me preocupa que estés aquí sola, mamá. No hay nadie en doscientos metros a la redonda. Si te caes o te confundes… —James tartamudeó al decir las últimas palabras.

Las lagunas mentales de Mary —esos periodos cada vez más largos en los que lo lejano y lo pasado se convertían en lo inmediato y lo presente— eran la razón de la visita de sus hijos.

—Pero esta es nuestra casa… de vuestro padre y mía. —Volvió a mirar en dirección al estudio de Joe. Sus hijos estaban buscando señales, y lo sabía; pequeños indicadores de que estaba perdiendo la chaveta.

—Papá murió hace quince años, mamá. —James se adelantó para cogerle las manos—. Estás aquí sola y nos preocupa.

—Pero yo estoy bien —dijo con una sonrisa. Era un buen muchacho; intentó recordar con quién estaba casado y quiénes eran sus hijos (sus nietos) pero no fue capaz—. Sé que me falla la memoria pero es lo que tiene hacerse vieja, es normal.

—¿Qué día es hoy, mamá? —le preguntó George con ese tono tan desagradable y obstinado que solía utilizar con ella—. ¿Qué mes? ¿Sabes acaso en qué año estamos, mamá?

Le contestó con la fecha exacta. Al igual que llevaba una libretita con los nombres del presidente actual y los tres anteriores, Mary recibía el periódico a diario y lo dejaba bajo el reloj, con la cabecera hacia arriba, en el mueble de la entrada junto a la puerta. Si venía alguien podía decirles la hora, el día de la semana y la fecha; lo único que tenía que hacer era memorizarlo el tiempo suficiente hasta que se lo preguntaran. Últimamente sus hijos, y a veces la mujer de George —una con mala cara, avasalladora, cuyo nombre se le escapaba—, la llamaban con cierta regularidad y la hacían sentirse como en un examen constante. Había creado algunas estrategias para disimular sus lagunas mentales, cada vez mayores.

—Vamos a dejarte esto para que le eches un vistazo. —George puso sobre la mesita de centro tres folletos satinados, un dechado de bronceados de Florida y sonrisas de dentaduras perfectas—. ¿Me prometes que vas a pensarlo por lo menos?

Mary asintió. Sentía un peso muerto en el pecho: pese a sus estrategias y a todas sus protestas, sabía que su memoria empeoraba a pasos agigantados. Mucho más de lo que imaginaban sus hijos. Ninguno sabía lo de los largos lapsos de tiempo en los que vivía en el pasado sin sospechar que no era su presente.

—Me lo pensaré —dijo cogiendo los folletos y las tazas de café para llevarlas a la cocina.

Se quedó en la ventana de la cocina mirando cómo se alejaba el caro coche de George por el camino de entrada, hasta la carretera norte y de ahí rumbo al pueblo. Siguió con el corazón atribulado mientras veía el sol hundirse en el cielo y repasar el lienzo de las colinas boscosas con una paleta más cálida. No podía seguir así; sabía que tendría que dejar el que había sido su hogar durante sesenta años y que nunca volvería a apostarse ante esa ventana con vistas a las colinas y a los sembrados.

Llamaría a James por la mañana. A George no, a James.

Entre un latido y otro la embargó una sensación de lo más extraña. Se sintió mareada de repente y tuvo que agarrarse al borde del fregadero. Un pánico indefinido e injustificado se cernió sobre ella cuando la atrapó la sensación más poderosa de déjà vu que había tenido en su vida. Se le aceleró el pulso al temer estar sufriendo algún tipo de ataque, de apoplejía. Cerró los ojos, respiró hondo y se obligó a tranquilizarse.

Volvió a abrirlos.

La puesta de sol se había convertido en un sol de mediodía tan luminoso que le molestó en los ojos. La primavera había pasado a ser verano. Se incorporó por encima del fregadero y miró sus vistas preferidas: seguían siéndolo pero estaban cambiadas.

Cambiadas hacia atrás.

Había más árboles y menos sembrados: hacía treinta años habían despejado una buena parte del bosque que bordeaba la carretera para ampliar la granja de los Fisher y plantar alfalfa. De pronto la floresta se había recuperado, espesa, oscura y completa, ganando el terreno perdido.

—Ay, madre, no… —dijo Mary a la cocina vacía.

Supo que había regresado al pasado; su condición había debido de empeorar y había vuelto a hundirse en recuerdos lejanos, su mente plegándose lenta e inexorablemente sobre sí misma.

Pero no era igual porque lo recordaba todo.

Se acordaba de que James y George habían estado allí, que el segundo había venido con su coche lujoso, que le habían dejado folletos para que los mirase y que había decidido dejar su hogar tras sesenta años allí para que pudieran cuidar de su cuerpo mientras su consciencia, su conocimiento del mundo, se evaporaba lentamente.

Alargó la mano para coger los folletos de donde los había dejado pero no los encontró. Tampoco la cafetera que había comprado hacía diez años, en cuyo lugar estaba la vieja que había utilizado durante toda su vida de casada, hasta que el esmaltado azul claro se descascarilló por completo. En esos momentos brillaba como el primer día, igual que si la hubiesen vuelto a esmaltar. Miró a su alrededor; toda la cocina estaba cambiada: las décadas de reformas deshechas, lo original había vuelto a su lugar y las cosas viejas relucían como nuevas.

Aquello no era una jugarreta de su cabeza, no estaba enfrascada en sus recuerdos ni recreando el pasado: era el pasado.

Mary atravesó el comedor para ir a la puerta de entrada, pero se detuvo a examinar el feo candelabro que la tía May les había regalado hacía sesenta años. La mancha del cuello ya no estaba y la plata relucía impecable. ¿Qué estaba pasando? La confusión anterior la entendía: su mente regresaba al pasado mientras las cosas a su alrededor seguían iguales como pruebas objetivas de su cronología real; esa vez, sin embargo, era su mente la que seguía anclada en la realidad mientras que todo a su alrededor había cambiado.

No era ella, era el mundo. Estaba ocurriendo algo que nada tenía que ver con sus problemas de memoria; algo serio estaba pasándole al mundo que la rodeaba…

Oyó que alguien la llamaba: una voz que en los últimos quince años solo había vivido en su cabeza. Corrió al pasillo e intentó abrir la puerta pero de pronto se paralizó, con la mano en el pomo sin girar. Tenía el espejo a la derecha.

Se volvió.

Mary Dechaud, la anciana de ochenta y cuatro años, miró el espejo y este le devolvió la mirada de una ágil joven de veintitrés años con cinturita de avispa y una espesa melena rubio oscuro enmarcándole el bonito semblante aniñado. Mary levantó la mano por delante de la cara y se la miró, primero la palma y luego el dorso. Lisa, sin marcas ni arrugas; dedos finos y largos.

Cuando la voz de fuera volvió a llamarla, abrió la puerta con fuerza, corrió al porche y saludó al joven de pelo taheño y cara agradable que remontaba el camino de entrada, donde lo dejaba siempre Daver Gundersson cuando salían de la cantera.

Era Joe.

Era Joe sonriéndole y saludándola de vuelta a casa.

Nada más terminar, cuando el déjà vu cesó, el cielo se oscureció y el mundo —y su reflejo en el espejo— volvió a su ser presente, Mary se sentó en el salón y pensó en lo que acababa de ocurrir. No intentó buscarle el sentido, se limitó a pensar en la experiencia en sí, en lo maravillosa que había sido.

Al cabo de una hora o así Mary Dechaud cogió el teléfono y llamó a James. Le dijo con mucho tacto y calma que había decidido que, después de todo, iba a quedarse en su casa, que se quedaría allí hasta el día que muriera; el día que se reuniría con sus padres.

En cuanto colgó el teléfono, Mary intentó recordar por qué había ido al comedor. Debía de ser para quitarle el polvo a las fotografías del aparador, porque ya no recordaba cuánto hacía que no les pasaba el trapo.

Empezó con el marco de plata del borde dorado.