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Josh Hoberman. Maryland

Hoberman sabía poco de jerarquía militar, aunque lo suficiente como para reconocer que el águila que llevaba el oficial en la charretera lo acreditaba como coronel, mientras que la vara de Esculapio en medio de las alas de las Fuerzas Aéreas lo identificaba como médico.

—Bienvenido, profesor Hoberman. Gracias por venir con tan poco tiempo y a una hora tan intempestiva. Me llamo Jack Ward y dirijo el departamento médico de la Casa Blanca, aparte de ser el médico personal de la presidenta.

Hoberman asintió, algo intimidado. Estaba con el médico de las Fuerzas Aéreas frente a una chimenea rústica de piedra labrada que constituía el centro de lo que, a grandes rasgos, era una cabaña de lujo. Los alrededores eran deliberadamente bucólicos y hogareños, y daban la sensación de estar en un campamento de verano pijo pero pasado de moda. El nombre de Base de Apoyo Naval Thurmont no cuadraba mucho, razón por la cual era más conocido, pese a no ser el nombre oficial, como Camp David.

Bundy y Ryerson lo habían llevado del helipuerto al refugio Aspen, las habitaciones de la presidenta, donde Ward había despedido a los dos agentes con un «gracias, chicos».

Una vez a solas, Ward le estrechó la mano con lo que el psiquiatra supuso que era firmeza militar. «Tal vez —pensó— echan pulsos de estrechar manos en West Point, Maxwell, Colorado Springs o dondequiera que esa gente aprenda a hacer cosas como saber qué tenedor coger o cómo matar a alguien con un clip». Ward era de un guapo enojoso, predecible y estereotipado, con aspecto esbelto y atlético. A Hoberman tampoco le pasó desapercibido que el médico de la presidenta era un palmo más alto que él. Ante esas pruebas, decidió no andarse con rodeos y odiarlo por la fachada.

—Supongo que ya sabe por qué está aquí. —Ward señaló con la cabeza la carpeta negra que llevaba en la mano el otro—. Por favor, profesor Hoberman… siéntese.

Hizo lo propio en un sillón club que prácticamente lo engulló y Ward se sentó enfrente, con una expresión repentinamente seria.

—Entiendo que no tendré que explicarle lo delicado que es el material que acaba de leer.

—No, desde luego que no. ¿Quién más lo sabe?

—La presidenta vino a mí directamente y yo mismo redacté el informe. De modo que la respuesta, de momento, es que solo tres personas lo sabemos: usted, la presidenta y yo.

—¿Por qué yo?

—He leído varios de sus artículos, en concreto los que versan sobre la psicosis estimulante y los psicotomiméticos terapéuticos, y he de decir que me dejó muy impresionado su libro sobre los delirios inducidos por la privación de estímulos sensoriales. A tenor de lo que ha podido leer en el dosier, comprenderá perfectamente por qué lo escogí.

Hoberman se encogió de hombros y replicó:

—Hay gente igual de capacitada…

Ward sacudió la cabeza.

—No, no la hay. Se trata de un asunto muy delicado que podría ser de máxima importancia para la seguridad nacional y necesitamos a los mejores cerebros. Por lo que yo sé, solo había dos opciones: usted y John Macbeth, pero el doctor se encuentra en Copenhague, Dinamarca, en un trabajo de investigación.

Hoberman asintió, ignorando el hecho de que la confianza de Ward en él no se extendía a que pudiera saber que la Copenhague de la que hablaba era la danesa y no la de Idaho.

—Entiendo por qué pensó también en John. —Hizo una pausa para meditar sobre lo que había leído en el dosier mientras el helicóptero gubernamental sobrevolaba el paisaje en penumbra de Maryland—. ¿Y qué opinión le merece a usted, coronel Ward?

—Llevo tres años siendo el médico personal de la presidenta. En ese tiempo se llega a conocer bastante bien a una persona. En el plano físico la presidenta Yates está como una rosa para una mujer de su edad; en el psicológico, posee una personalidad muy realista, pragmática y sosegada. Puedo afirmar también que no se ha constatado ningún episodio de enfermedad mental o inestabilidad. He repasado todo su historial familiar: no hay indicadores de ninguna predisposición genética a problemas psiquiátricos.

—Hum… —Hoberman vaciló mientras concretaba con cuidado su siguiente pregunta—: La presidenta tiene fama de…, ¿cómo decirlo?, de tener unas creencias religiosas muy profundas. Hay quien diría que preocupantemente profundas.

—No veo que eso…

—Lo que para un hombre puede ser celo religioso para otro puede ser fanatismo.

—Es cierto que la presidenta tiene sus creencias, profesor Hoberman, pero, como le he dicho, es una persona muy centrada. Su Dios no es de esos que se manifiestan a través de visiones, ni de él ni de otros… Está muy preocupada por lo que está pasándole. Pero hay más…

Ward se levantó y atravesó la habitación hasta un aparador, de donde sacó un maletín negro idéntico al que tenía Bundy en el helicóptero. Mientras Ward lo cogía, Hoberman aprovechó para mirar a través de las amplias puertas correderas de cristal. El atardecer empezaba a asomar sus dedos grises por los árboles de Camp David y vio la silueta con forma de riñón de la piscina, con un trampolín en la otra punta. Reflexionó por un momento sobre toda la gente que se habría sentado allí mismo, mirando la piscina al atardecer, discutiendo en tono comedido pero apremiante sobre alunizajes, misiles rumbo a Cuba, secuestros en palacios de congresos, un muro que cae en Alemania, unas torres que se desmoronan en pleno Nueva York…

—Esto es un informe del departamento de seguridad de la Casa Blanca. —Ward le tendió un documento del maletín—. Es sobre la vigilancia por cámara de algunas de las principales galerías y pasillos de la Casa Blanca. En más de una ocasión el comportamiento de la presidenta ha provocado alertas de seguridad. Básicamente puede decirse que la presidenta se ha comportado como si algo o alguien no visible la preocupara o alarmara.

—¿Y al llegar los de seguridad no había nadie?

—Exacto. He de decirle que la presidenta no siempre ha estado sola durante estos episodios. Cuatro miembros del personal han visto a la señora Yates alterada por algo que solo ella parecía poder ver. Dado que nadie más aparte de nosotros ha tenido conocimiento de la naturaleza de estos episodios, me preocupa que empiecen a circular los rumores y a cuestionarse el estado mental de la presidenta… y su validez para el cargo.

—He de decir, coronel Ward, que si la presidenta Yates se ha visto sometida a los episodios de delirios que se describen en el dosier que me envió, entonces mi opinión profesional se decantaría por que, al menos, hiciese un receso en su actividad hasta que se le realice una evaluación psicológica completa. Seguro que existen mecanismos para que el vicepresidente pueda tomar las riendas por un tiempo sin que tenga que producirse ningún tipo de traspaso de poder oficial.

—Estaría de acuerdo —empezó a decir Ward, que rebuscó entonces en el maletín y sacó un segundo documento—, si estuviéramos hablando de la presidenta y solo de ella…

—No le…

—Estos «episodios» —lo interrumpió Ward— que ha sufrido la presidenta…, bueno, si le soy sincero, no son un caso aislado. Este de aquí es un informe confidencial sobre el accidente aéreo que tuvo lugar en Michigan el mes pasado. Son las transcripciones de las conversaciones entre el piloto y el copiloto, la cabina y la torre de control. Verá la preocupación que han mostrado los oficiales al mando de la investigación. Se encargan el FBI y el DHS.

—¿Es relevante? —preguntó Hoberman hojeando el informe.

—Léalo tranquilamente y juzgue por sí mismo. Es uno de los varios casos en los que hay gente que ve cosas que no existen. Son más de los que cabría esperar, y en personas no propensas a estos trastornos delirantes.

—Entonces, ¿qué me está pidiendo, más concretamente?

—Para empezar, una opinión profesional, como es natural. Pero me gustaría que considerase la posibilidad de quedarse aquí unos días. Si, como sospecho, estamos ante algo que va más allá de las experiencias de la presidenta, le agradecería que dirigiera un comando especial para llegar al fondo del asunto.

Hoberman se echó a reír.

—Mientras no lo llame «comando especial», lo que usted quiera… ¿Y a qué se refiere con que «va más allá»?

—Pues a que tenga alguna relación con otros incidentes, como el accidente aéreo. Le pedí que viniera porque necesitamos evaluar y, en caso de ser necesario, tratar a la presidenta. Se encuentra en un momento crítico de su mandato. Estará usted al tanto de la Ley de Integración Superior que está a punto de aprobar el Parlamento Europeo y los Acuerdos de Paz del Cuarteto que se han negociado con Israel.

—Por supuesto. Veo las noticias.

—Por primera vez desde la creación del estado de Israel, podemos estar ante una paz duradera, e incluso permanente, y ante la posible adhesión a los Estados Unidos de Israel del Estado palestino y del Líbano. No tendré que explicarle que dichos acontecimientos están cambiando el mapa político mundial como no ocurría desde la caída del Muro de Berlín. Los intereses estadounidenses se podrían ver comprometidos si no hay una mano firme que lleve el timón. Cuando lea el informe del accidente de Michigan, verá que existe la preocupación de que haya podido utilizarse algún tipo de agente neurológico. Tenemos que considerar la posibilidad de que alguna agencia esté queriendo desestabilizar el liderazgo de nuestro país.

—¿Cree usted que la presidenta ha podido estar expuesta a algún tipo de alucinógeno?

—Es poco probable (el informe toxicológico no ha apuntado la presencia de ningún agente), pero es del todo factible. Yo no tengo ni idea de qué puede estar haciendo que una mente estable como la de la presidenta experimente alucinaciones. Eso es lo que quiero que usted me ayude a averiguar.

Hoberman suspiró y volvió a mirar por la ventana. La luz había adquirido un tinte dorado conforme el atardecer tomaba una forma menos indefinida.

—En tal caso, será mejor que vea a la paciente…