7

John Macbeth. Boston

Lo de certificar la muerte, en el caso del hombre desnudo, no entraba dentro de las competencias médicas de Macbeth.

Gabriel había impactado de cabeza contra las losetas, y un halo de sangre moteado de materia gris le surgía en torno al cráneo abierto; de cada aleta de la nariz le brotaban sendos cúmulos viscosos y se le había quedado un ojo abierto mirando hacia el cielo nocturno, mientras el otro estaba medio cerrado, el párpado como una persiana que no se hubiesen molestado en cerrar del todo.

Debió de agarrar al joven cura en su abrazo implacable hasta el suelo porque ambos hombres habían quedado enmarañados. Corbin y Macbeth se centraron en el padre Mullachy, que estaba medio echado sobre el pecho de Gabriel. El cura también miraba al cielo oscuro pero el pecho le palpitaba en sacudidas cortas y superficiales.

—¿Me oye? —le preguntó Corbin—. ¿Padre Mullachy? ¿Puede oírme, padre Mullachy?

El cura no dijo nada y siguió con la mirada clavada en las estrellas y la respiración acelerada y somera. Corbin pegó el oído al pecho del herido, primero en un lado y luego en el otro.

—¡Llamen a una ambulancia! —gritó hacia atrás, a los policías, y luego le dijo a Macbeth—: ¿Cómo llevas la medicina de urgencias?

—Oxidada… —mintió este.

Los protocolos de urgencias eran precisamente el tipo de cosas que Macbeth sí recordaba a la perfección. El cómo, los procesos, los hechos y los métodos que había aprendido: taxonomías, sistemas, conocimiento estructurado… Todos esos recuerdos que podía catalogar, indexar y archivar en el trastero de su cerebro, donde cogían polvo, etiquetados bajo el membrete de «memoria procedimental»; podía rescatarlos brillantes y relucientes y hacerlos funcionar como si fuesen nuevos. Por el contrario, cuando se trataba de la memoria autobiográfica, Macbeth se veía en un cuartucho pobremente iluminado lleno de estantes abarrotados por los que no lograba orientarse. Tenía que desempolvar los recuerdos de la vida real antes de poder examinar sus imágenes desvaídas; y ni así estaba nunca seguro de qué formaba parte de su vida o qué había tomado prestado de otros.

Corbin estaba perfectamente al tanto de la buena memoria procedimental de su amigo porque le hizo una seña de «tú mismo» hacia el herido. Macbeth pasó las manos por el cuerpo del cura como un poli que registrara a un sospechoso. La destreza del pasado le volvió de golpe y, mientras iba sintiendo las fracturas bajo las yemas de los dedos, se las iba cantando a Corbin. Cuando le examinó las costillas, Mullachy profirió unos breves gemidos, la única protesta que pudo articular entre aliento y aliento; los repitió, con más fuerza, cuando Macbeth le tanteó las caderas: pelvis destrozada. Era buena señal que Mullachy notara el dolor en la parte inferior del cuerpo, pues significaba que tenía la columna vertebral ilesa. Comprobó el pulso distal y luego volvió al pecho. Con mucho cuidado, le quitó el alzacuello para inspeccionarle la zona: no había deformaciones ni hinchazones graves. Mullachy había debido de aterrizar de tal modo que había evitado heridas severas en cabeza y columna, las causas más comunes de muerte por caída. Mientras le examinaba la garganta, vio un sarpullido de pequeños bultos en la piel, como una exagerada piel de gallina. Cada vez que tocaba un bulto, se movía o estallaba bajo sus dedos y la piel se alisaba pero aparecía una nueva burbuja en otro punto.

—¿Rice Krispies? —le preguntó Corbin.

Macbeth asintió.

Snap, Crackle y Pop, todos juntos… Enfisema subcutáneo. Como no venga pronto la ambulancia, vamos a tener que improvisar un drenaje torácico.

La respiración del cura había adquirido un resuello apremiante. Entre aliento y aliento acertó a pedir con urgencia:

—Unción… —boqueó—. La… extremaunción.

—No hable, padre. Ahorre aliento. Se pondrá bien. —Luego a Corbin—: Ve a ver si algún poli tiene una navaja y un bolígrafo.

—¿Vas a entubarlo aquí mismo?

—No, si puedo evitarlo. Lo último que quiero hacer es una toracotomía de boy scout.

Macbeth suspiró y miró hacia las luces de los rascacielos circundantes y las bolas de cristal de las farolas que rodeaban la plaza. Parecían brillar con más fuerza, con un aspecto más definido, con los bordes perfilados y cristalinos. Había dibujos en las cosas, en todo, y Macbeth empezó a verlos una vez más.

«Ahora no —se dijo—. Ahora no. Concéntrate».

—Solo quiero estar preparado por si la ambulancia tarda más de la cuenta. Ya tiene el tórax bastante rígido… Está entrándole sangre en la cavidad pleural. Ve a ver si los polis tienen cualquier cosa que pueda servirme…

Corbin asintió y corrió hacia el sargento, que estaba intentando contener con gestos impacientes a un pequeño grupo de mirones.

—Estoy preparado… —dijo el cura entre resuellos—. Estoy listo.

—¿Listo para qué, Paul? —Macbeth se le acercó más. Incluso bajo la luz de las farolas acertó a ver el tinte azul que tomaba la palidez de Mullachy y lo morados que tenía los labios—. Ahorre aliento. Vamos a curarle.

Se produjo un borboteo en la garganta del cura. Macbeth notó una palmadita en el hombro y, al volverse, vio al poli más viejo.

—¿Se sabe algo de la ambulancia? —le preguntó al sargento de la local.

—Viene de camino pero ha habido no sé qué accidente en el Common y el tráfico está fatal. ¿Para qué quiere el boli y la navaja?

—El padre Mullachy muestra claros síntomas de tener al menos un pulmón perforado y están entrándole aire y sangre en la cavidad pleural. Y me huelo que pueda haber alguna hemorragia más abajo. Tiene burbujas de aire bajo la piel del cuello y la garganta. Si no se le intuba rápidamente, la presión le va a comprimir el corazón hasta provocarle un paro cardiaco.

—¿Y quiere arreglarlo con un boli de mierda? —El poli frunció el ceño sin dar crédito.

—A no ser que se le ocurra algo mejor…

—Tenemos un botiquín en el coche, de esos de primeros auxilios.

—Tráigamelo. Y rápido: no tenemos mucho tiempo. Y métale prisa a esa ambulancia.

El policía se dio media vuelta y echó a correr hacia el coche mientras ladraba por la radio. Macbeth volvió a arrodillarse junto a los dos cuerpos enmarañados. Entre ambos, Corbin y Macbeth lograron desenlazar las piernas del hombre desnudo de las del cura. El muerto hizo entonces las veces de almohada bajo el cura herido y los dos médicos pudieron acceder mejor a las heridas de Mullachy. Corbin le abrió la camisa negra.

—Voy a tener que proceder por la pared anterior. No podemos arriesgarnos a darle la vuelta o a incorporarlo sin un collarín.

—Estoy listo… Estoy listo… —repitió Mullachy como en un rosario, pero Macbeth sabía que el cura no estaba hablando de estar preparado para aquella cirugía improvisada.

—Padre, usted limítese a concentrarse y a mantenerse despierto. —Macbeth bajó la cara para poder establecer contacto ocular con el cura—. Sé que le cuesta mucho respirar pero pronto le será más fácil. Escúcheme: va a vivir, se va a poner bien.

Mullachy sacudió la cabeza con movimientos mínimos y cautelosos.

—Usted… no… cree… ¿verdad? —le preguntó resollando dolorosamente—. Usted… cree… que es… todo… mentira.

—Dejemos las discusiones teológicas para cuando respire mejor, padre. Cállese y ahorre aliento.

El sargento regresó con un voluminoso maletín azul. Corbin rebuscó en su interior y le pasó a Macbeth un par de guantes de látex y cuatro gasas estériles. Este se puso los guantes con un chasquido, puso una gasa en el suelo y usó otra para limpiar la piel del abdomen hinchado del cura.

—Mejor que una navaja… —le dijo Corbin dándole el bisturí esterilizado de un solo uso que había encontrado en el botiquín.

—¿Algo para entubar? —le preguntó mientras le quitaba el envoltorio al bisturí y veía sus manos moverse como si pertenecieran a otra persona.

Corbin volvió a rebuscar en el maletín.

—Nada.

Otro toquecito en el hombro. Esa vez cuando Macbeth se dio la vuelta el sargento tenía un bolígrafo en su enorme mano.

—Espero que sepa lo que está haciendo, amigo.

Macbeth cogió el boli y le sacó el recambio. Corbin le pasó el bote de plástico del agua oxigenada y lo vació sobre el tubo del boli, que limpió con una gasa antes de ponerlo sobre la que había dejado en el suelo. Al hacerlo sintió como si a su alrededor cambiara algo indefinido en el ambiente; un sutil cambio en la iluminación, en la presión del aire o un aroma indefinido traído de repente por el viento. «Ahora no».

El cura gemía ya con más fuerza y apremio, los ojos llenos de lágrimas.

—¿Es… verdad? ¿Es… verdad?

—Chist, padre —le dijo Corbin poniéndole una mano en la frente—. Dentro de nada podrá respirar bien.

Macbeth lo sintió venir; siempre había sido así, como si la mente tuviera que prepararse. La sensación que tenía en esos momentos —como de algo que había cambiado en el espectro de lo que lo rodeaba— era siempre el preludio al episodio. Sabía también que era la angustia de la situación lo que estaba provocándoselo. Pero dejaba de sentirlo directamente en cuanto el episodio tomaba forma. Miró de reojo la cara ansiosa de Corbin y de nuevo al paciente, que moriría si no actuaba con decisión. Y ya.

A su alrededor todo había adquirido más firmeza y brillo, e incluso se había perfilado, como si hubiese ajustado el enfoque de los ojos más allá de lo físicamente posible. Miró al otro lado de la plaza, donde estaba el estanque. Todo centelleaba en el agua negra, las luces de la torre Prudential, del rascacielos del 111 de la avenida Huntington y de los edificios circundantes se convertían en diamantes danzantes sobre la superficie. Supo que nada de aquello era real, que tampoco era gente real y que la arquitectura que lo rodeaba no existía.

Oyó que Corbin le hablaba, con una voz afilada y clara, pero las palabras, las sílabas, sin significado lingüístico, se volvieron un concepto abstracto en el colmo de lo absurdo.

Macbeth no existía.

Había llegado al meollo del asunto, al sitio donde siempre lo llevaba, a la misma conclusión absoluta e irrefutable: no existía. Al igual que Corbin y que todos los demás, era una ficción.

Y en ese momento comprendió, como siempre hacía en todos sus episodios, que existía una razón para su mala memoria para los hechos autobiográficos: eran los recuerdos fragmentados de una vida inventada, bosquejada.

Bajó la mirada, hacia unas manos tan desconectadas de sí mismo que le sorprendió verlas moverse. Una mano estaba apoyada en la piel del pecho del cura, justo en el quinto espacio intercostal, y tiraba de ella con el pulgar y el índice, mientras que la otra practicaba una larga incisión de tres centímetros y medio, lo suficientemente honda para traspasar las capas subcutáneas. El cura gimió mientras las manos deslizaban el tubo de plástico del bolígrafo por el corte.

Se produjo un sonido acuoso y sibilante mientras el aire y la sangre salían como en sifón del pecho de Mullachy. Corbin pegó un brinco hacia atrás cuando la sangre salió disparada y salpicó las losetas.

—¡Dios Santo! —chilló el sargento—. ¿Qué coño hace? ¡Que se va a desangrar!

—Ya es sangre desperdiciada —le explicó Corbin al poli, y Macbeth se dio cuenta de que volvía a comprender el lenguaje verbal—. Ya se le había filtrado a la cavidad torácica. Podría haber perdido la mitad de la sangre sin que usted viese ni una gota.

Macbeth oyó que el cura respiraba hondo y luego emitía un gemido de dolor antes de volver a respirar con más normalidad.

Mullachy miró hacia arriba y cruzó la mirada con Macbeth. Acto seguido lo agarró de la solapa del traje y lo atrajo hacia sí. La respiración se le había sosegado pero seguía teniendo los ojos igual de desorbitados y desesperados.

—Lo he visto… —le susurró en la cara a Macbeth.

—¿Que ha visto qué? ¿El qué?

—Lo he visto —repitió ansioso Mullachy—. Cuando saltó… y me arrastró con él… me dijo que iba a enseñármelo. Y me lo ha enseñado, lo he visto…

—No sé de…

En ese momento sobrevino el sonido de las sirenas y Macbeth reparó en la presencia de dos hombres con el uniforme del servicio de urgencias que se abrían paso a su lado. Uno era negro y, con la insólita observación imparcial del detalle que acompañaba a los episodios, Macbeth se fijó en que el número de la placa identificativa que llevaba empezaba por un 1, y no un 4, un 5 ni un 6, lo que significaba que era un paramédico perfectamente titulado y no solo un técnico de urgencias.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó el paramédico negro.

Macbeth se lo quedó mirando inexpresivamente mientras se fijaba en la barba con surcos separados por rayas afeitadas, que le recordaron a un sembrado, un maizal. «¿Por qué se hará eso? —se preguntó Macbeth—. ¿Por qué se hace la gente esas cosas?». Cuando estaba en ese estado de distanciamiento, las ortodoxias menores de la cotidianeidad se le antojaban bizarras…, inexplicables.

—¿Qué tenemos? —repitió ya con el ceño fruncido—. Es usted médico, ¿verdad?

Macbeth asintió. El mundo empezaba a recobrar el sentido, a volver a su forma aceptada, y supo que el episodio llegaba a su fin. Con todo, su propia voz le sonó extraña cuando, con la contención emocional de un parte meteorológico, les narró lo sucedido:

—Una baja en el impacto: el suicida. Se llevó al cura por delante. El padre Mullachy no parece presentar fracturas significativas ni en cuello ni en cabeza pero ha sufrido un traumatismo torácico de carácter grave, con múltiples fracturas costales y separación costocondral. Durante la exploración escuché crepitantes sonidos respiratorios oprimidos en el lado derecho y tensión por hemoneumotórax grave, que le ha causado taquipnea y un enfisema subcutáneo alrededor del cuello. Lo he relajado con una entubación improvisada. Posible efusión pleural subpulmonar adicional. Otras heridas significativas incluyen fractura de la cresta ilíaca y otros daños pélvicos probablemente.

—Vale, nosotros nos encargamos del resto —contestó el paramédico.

Los hombres le colocaron un collarín cervical al cura y una mascarilla de oxígeno en la nariz y la boca. Manteniéndolo todo lo rígido que les fue posible, lo liberaron del cuerpo del otro hombre, lo volcaron de costado para ponerle una larga tabla vertebral y lo fijaron a ella con correas.

Mientras Macbeth contemplaba toda la escena, siguió sintiendo el distanciamiento de todo lo que ocurría, cómo coleaba aún la falta de sentimientos que le provocaba el episodio. Continuó observando mientras el personal de urgencias levantaba la camilla. El cura se lo quedó mirando con unos ojos ansiosos y suplicantes que se le habían llenado de lágrimas.

—¿Por qué habéis tardado tanto? —les preguntó el poli más joven a los paramédicos.

—Hay un tráfico de locos. Estaba todo congestionado hasta aquí. No había manera de avanzar, ni siquiera con la sirena y las luces. No me explico cómo puede haber tanto follón a estas horas de la noche.

Macbeth miró hacia el cielo nocturno y dijo:

—Es luna llena… Por eso…