Josh Hoberman. Virginia
Josh Hoberman se recostó en el asiento trasero del coche negro y se sintió mareado.
Mientras salvaban el largo sendero hasta la carretera, vio cómo el terciopelo negro de los árboles se tragaba su casa y sofocaba la luz del porche que había olvidado apagar. Se había comprado un todoterreno para recorrer el camino sin asfaltar que separaba la casa de la estación de trenes, donde tres veces por semana cogía el cercanías para ir a la clínica que tenía en Washington. El resto de los días trabajaba en casa, aislado. La suspensión del Crown Victoria en el que iban allanaba los baches y los surcos de la carretera para convertirlos en sacudidas y arremetidas ligeras, y esas turbulencias reverberaron en el estómago de Hoberman.
—¿Adónde vamos? —le preguntó a Roesler, que iba detrás con él, mientras que los dos agentes trajeados, pasmarotes en silencio, iban delante. ¿Por qué habrían mandado a tres agentes?
—Supongo que lo llevan a Washington, señor, pero tampoco se lo puedo asegurar —contestó Roesler con la misma cordialidad. Hoberman comprendió que para el agente no era más que un paquete que tenía que entregar—. Nosotros vamos a llevarlo a la base aérea de Culpeper. Desde allí lo trasladarán en helicóptero.
—¿A Washington? Pero si en coche solo se tarda hora y media…
—Como le digo, no sé a ciencia cierta cuál es su destino final, profesor Hoberman. Supongo que podrán informarle mejor en Culpeper.
Cuando llegaron a la carretera principal, Hoberman pudo recostarse en el cuero y reflexionar sobre la naturaleza de la memoria heredada y de los memes culturales. Era un judío al que unos agentes armados del Gobierno se habían llevado en medio de la noche, sin saber decirle cuál era su destino final; el nieto de un judío muerto décadas atrás al que se habían llevado en medio de la noche unos agentes armados del Gobierno, sin saber decirle cuál sería su destino final.
El resto del trayecto de media hora lo pasaron en silencio, hasta que el trajeado del asiento delantero llamó para avisar de que «se acercaban al punto de encuentro». A Hoberman no le sorprendió mucho ver el aeropuerto regional de Culpeper cerrado a esas horas de la noche, pero un guardia de seguridad les hizo un breve saludo militar y dejó pasar el coche.
Con un destello de escarabajo gigante bajo las luces del aeropuerto, un gran helicóptero negro esperaba en la pista, con los rotores ya en marcha cuando el coche se detuvo. Roesler y otro agente lo llevaron con una delicadeza irresistible por debajo de las aspas giratorias hasta los escalones que subían a la puerta. El hombre que estaba enmarcado por el umbral vestía de paisano, con un polo negro de manga corta, pantalones cargo claros y una sonrisa sobreactuada.
—¿Profesor Hoberman? —Extendió la mano y la sonrisa—. Gracias por venir a estas horas intempestivas. Soy el agente Bundy. Vamos a acomodarlo.
—¿Bundy, como el asesino?
—No hay parentesco alguno…
El agente secreto respondió de forma automática, todavía sonriendo amablemente, y se apartó para dejar que Hoberman pasara por el pequeño espacio que había entre la cabina del piloto y la otra puerta, que abrió. Hoberman se fijó en lo bronceado y lo musculoso que estaba el hombre: los músculos profesionales de alguien cuyo trabajo requiere tanta materia gris como fuerza bruta. También vio que tenía unos ojos impresionantes: de dos colores, los iris eran de un azul vivo por fuera y de color avellana claro en torno a las pupilas.
—Por aquí, profesor Hoberman.
La parte de los pasajeros lo sorprendió: era luminosa y lujosa, con unos sillones de cuero color crema como no había visto en ninguna aerolínea, ni siquiera en clase ejecutivo. Bundy le presentó al otro hombre que había en la cabina, Bob Ryerson, quien vestía un traje negro con pinta de valer un buen pico, y tenía un aspecto indecentemente acicalado y fresco para esas horas de la noche. Su físico había salido de la misma caja que el de Bundy.
—¿Esto qué es, el Marine One? —preguntó Hoberman.
Bundy rio y repuso:
—No, señor, el que suele utilizarse es un cacharro más grande. Pero el Marine One es cualquier helicóptero que lleve a bordo a la presidenta, y solo cuando la presidenta está dentro. No obstante, no va muy desencaminado al pensar que es un HMX-1: un helicóptero Squadron One de la Marina… transporte ejecutivo presidencial. Por favor, siéntese y abróchese el cinturón para el despegue.
—Y bueno, usted y Bob, ¿qué son? ¿De la CIA, de la NSA, del FBI o del DHS? —preguntó Hoberman sin sentarse aún—. ¿O se me ha escapado alguna de las siglas de la sopa de letras de espías del país?
—Pues yo diría que un poco todas las que ha dicho —replicó Bundy sin borrar la sonrisa—. Oficialmente soy un agente especial del FBI pero los requisitos de mi trabajo se han vuelto… flexibles. Después del 11-S todo se ha ido integrando, más o menos. Bob y yo nos encargamos de la seguridad y la defensa de la presidenta, si es eso lo que quiere saber. Por favor, profesor Hoberman, siéntese y abróchese el cinturón, que hay que ponerse en marcha.
—¿En marcha adónde? —Hoberman permaneció de pie con todo el aplomo que supo aparentar—. ¿Y por qué? Tengo derecho a saber adónde leches están llevándome y a santo de qué.
Bundy sonrió con indulgencia.
—Si no he entendido mal, usted recibió una nota…
—Con eso solo me responde al quién, pero no al dónde ni por qué.
—Solo puedo contestarle a su primera pregunta, doctor —contestó Ryerson. Hoberman notó que su cordialidad era inferior a la cortesía de vendedor de coches de Bundy—. Nos dirigimos a Camp David, en Maryland. En cuanto a la segunda pregunta, ninguno de los dos sabemos por qué lo han mandado llamar pero nos han pedido que le demos esto. —Sacó una carpeta de un maletín de cuero negro y se la tendió a Hoberman.
Estaba cerrada con un lacre presidencial intacto. Hoberman se quedó mirándola con la misma extrañeza con la que había mirado el arma en su mano: ajena, fuera de lugar. En medio del lujo de un helicóptero de la flota presidencial, con sus inmaculados sillones color crema, el mueble-bar de cerezo y las cortinas verdes, se sintió él mismo ajeno y fuera de lugar.
—Ahora, por favor, profesor Hoberman… —dijo Bundy extendiendo la mano hacia un asiento—. Si no le importa…