John Macbeth. Boston
Confinado por unas ventanillas que no podía bajar, unas puertas que no podía abrir y la gruesa malla que lo separaba del conductor uniformado, a Macbeth empezó a entrarle el pánico en el asiento trasero del coche patrulla. Aquel no era, ni por asomo, un entorno que le ofreciera armonía alguna.
Intentó concentrarse en la ciudad que iba viendo al otro lado de la ventanilla.
La tarde despejada había dado paso a una noche encapotada mientras cenaba con Corbin, y las calles se habían llenado de charcos. El poli no utilizaba ni la sirena ni las luces salvo en los cruces, donde un niinoo-niinoo apocopado servía tanto para despejar el camino como para que Macbeth pegara un brinco. Atajaron por el parque Common para llegar a la calle Charles, donde las siluetas de los árboles le extrañaron por su bidimensionalidad, como si fueran el telón de fondo de un decorado, antes de doblar hacia el destello imponente del pabellón del Prudential Center. Mientras recorrían la avenida Huntington, Macbeth vio más coches patrulla azules y blancos cortando el acceso a la plaza que rodea la Primera Iglesia de la Ciencia Cristiana.
—¿Es usted el loquero? —le preguntó a Corbin el poli con galones de sargento y cara de pan irlandesa al salir del coche.
—Soy el doctor Corbin, el psiquiatra de guardia, si se refiere a eso. Este es un colega, el doctor Macbeth… —le explicó mientras este último salía también del coche.
El poli no hizo el más mínimo caso a la presencia del segundo psiquiatra.
—Vale. El tema es que tenemos a un chiflado religioso, o eso parece. Está con el culo al aire ahí encima del tejado de la iglesia. Al parecer es el arcángel Gabriel.
—¿Hay ya alguien hablando con él? —quiso saber Corbin.
—El padre Mullachy. Ha venido de la iglesia de Saint Francis, que está aquí al lado. —El poli tenía el mismo acento marcado de Boston que el taxista: «Aquialado»—. Lo he mandado arriba acompañado por uno de mis hombres. Nunca se sabe cuándo a un colgado le va a dar por llevarse a alguien más por delante, como lo que ha pasado en San Francisco.
—¿Han mandado a un cura católico para hablarle? —preguntó con una sonrisa Macbeth—. Es raro que los de la Ciencia Cristiana no lo hayan convertido en un problema de jurisdicción.
El sargento lo miró de arriba abajo sin decir nada antes de encabezar la marcha por la plaza. Delante tenían un edificio con una cúpula enorme que a Macbeth se le antojaba un cúmulo de todos los estilos posibles de arquitectura religiosa: medio iglesia, medio catedral, mitad basílica, mitad mezquita. Siempre había tenido la impresión de que la Iglesia Madre de la Ciencia Cristiana, en pleno centro de Boston, habría quedado mejor en un parque temático para religiosos. O en Las Vegas.
La visitó de pequeño —Macbeth, Casey y su padre, turistas en su propia ciudad—, y recordaba la impresión que le produjo en su momento la escalera del interior. La arquitectura religiosa siempre le había fascinado, sobre todo la forma en que las dimensiones están pensadas para abrumarte e intimidarte: para recordarte lo grande que es Dios y lo pequeño que es el hombre. Lo que más le gustó fue el «mapario» de la biblioteca de Mary Baker Eddy: una enorme encapsulación, de tres plantas y en forma de globo terráqueo del revés, del mundo tal y como era en 1935.
El sargento de la local condujo a Corbin y a Macbeth por delante del espejo de agua, un rectángulo alargado de agua negra que relucía en la noche bostoniana.
—Ahí lo tienen…
El sargento señaló hacia un tejado plano en torno a la cúpula que tenía un murete a modo de parapeto; estaba en la parte original de la estructura, como a mitad de altura. Había una figura desnuda apostada en un merlón del muro.
Con la mirada fija en algún punto.
Parecía tener los ojos clavados en algo más allá de la ciudad, en el cielo. Macbeth siguió su mirada pero no logró ver nada. Pese a la distancia, supo que no había urgencia ni estrés en la forma en que el hombre estaba apostado, con los brazos caídos a ambos lados. La visión le removió recuerdos incómodos de un paciente del McLean, el último antes de consagrarse a la investigación pura y dura.
—Tal vez no vaya en serio —sugirió Corbin al sargento—. No es seguro que se mate si salta.
—A lo mejor… —respondió el policía evaluando la caída—. Pero picar, le va a picar.
«Levapica». Ambos psiquiatras lo siguieron entonces hasta una puerta lateral que daba a un almacén, desde donde subieron por una escalera de uso interno. Cuando salieron al tejado junto a la cúpula, todo parecía distinto, y el cambio de altura y de perspectiva desestabilizaron a Macbeth.
Ya de cerca, al ver de nuevo al hombre de pelo claro, volvió a parecerle tranquilo sobre el murete, en calma, casi sereno. No era el típico suicida. Macbeth le echó entre veintimuchos y treinta y pocos años. Desde detrás, ligeramente de perfil y sin ropa, tenía un aspecto delgado y pálido, salvo por la cintura abombada por encima de las caderas: un michelín de grasa blanda que auspiciaba un futuro problema de peso. A Macbeth siguió dándole la impresión de estar mirando hacia lo lejos, a la oscuridad del cielo o más allá de la ciudad.
El cura debía de ser de la misma edad que el hombre; estaba agachado, con una rodilla en el suelo y el codo apoyado sobre la otra, casi en una genuflexión. Se había posicionado a un lado del hombre desnudo, casi a dos metros, y Macbeth oyó que estaba sermoneándolo, en un tono suave y condescendiente sobre el sexto mandamiento y matarse a uno mismo.
—Lo que nos faltaba —le susurró Corbin a Macbeth—, alguien que acreciente su manía religiosa. Dos lunáticos por el precio de uno…
—El padre Mullachy lo está haciendo bien —lo defendió el policía más joven, cuya cara rebosaba la hostilidad acumulada tras diez generaciones de creencias absurdas. Podía haber sido perfectamente el hijo del sargento.
—¿Se da cuenta de que si su cura refrenda el delirio de ese hombre, tal vez consiga convencerlo para que se tire? —Corbin sacudió la cabeza y le dijo a Macbeth—: Es mejor que te quedes aquí, John, no estás de servicio.
—Me quedaré mirando y aprendiendo…
Macbeth sonrió y se puso al lado del poli joven y del sargento con cara de pan. Desde esa posición ventajosa pudo ver algo más del perfil del hombre desnudo.
—¿Dicen que se ha proclamado el arcángel Gabriel? —le preguntó Corbin al sargento.
—Algo por el estilo. O a lo mejor se llama Gabriel, en realidad, pero ya sabe cómo son estos colgados, se les suelta la lengua y no dicen nada más que disparates. No ha parado de soltar lindezas, como que si sabe la verdad, tiene un mensaje y esas mierdas. Lo raro es que está más suave que la seda.
Corbin asintió y se fue acercando al cura y al hombre del muro.
—Hola, me llamo Peter… Me gustaría hablar contigo. ¿Te importa si me acerco?
—No, pero sin pasarte.
El hombre respondió con calma, en voz baja, mientras que el cura joven se volvió hacia Corbin y levantó una mano como para que se detuviera, la cara contraída en una mueca de impaciencia. Corbin lo ignoró y atravesó la terraza.
—No pasa nada —dijo el hombre desnudo sin volverse.
—Hola —repitió Corbin—. Me llamo Peter. ¿Cómo quieres que te llame?
—Se llama Gabriel —intervino el cura.
—¿Te llamas así? —le preguntó al hombre desnudo, antes de pedirle al cura en tono sosegado y regular—: Apártese, padre. El remedio puede ser peor que la enfermedad.
—Estoy aquí para velar por un alma en apuros. Tengo derecho a estar aquí.
—Pues apártese un poco por lo menos. —Corbin deslizó un viso acerado de advertencia en la voz pero el cura ni se inmutó. El psiquiatra decidió concentrarse en el supuesto suicida—. ¿Es tu nombre de verdad? ¿Te llamas Gabriel?
El hombre desnudo no dio muestras de haberle oído y siguió mirando la ciudad.
—Puede llamarme Gabriel —dijo por fin, ausente, como si hablar con Corbin lo distrajera de algo—, o como le venga en gana. Todo puede recibir un nombre pero eso no quiere decir que sea eso que se le llama. Que le pongas un nombre a algo no quiere decir que lo sea. Dime, Peter, ¿eres psiquiatra?
—He venido a ayudarte, Gabriel. Eso es lo más importante, aunque para responderte te diré que sí, que soy psiquiatra.
—Entiendo. Has venido a observarme —contestó Gabriel todavía distraído por algo que solo él podía ver, muy a lo lejos, por encima de la ciudad—. Para observar y evaluar mi estado. Aunque, si no te importa que te lo diga, son dos conceptos contradictorios… En física cuántica el efecto del observador demuestra que el propio acto de observar modifica el estado de lo observado. ¿Lo sabías?
—No solo he venido a observar, Gabriel. Estoy aquí para ayudar.
—Para impedir que me tire.
—Para ayudarte. Para ayudarte a solucionar esto.
—Lo que yo digo: para impedir que me tire. Vivimos en un multiverso de universos superpuestos de posibilidades infinitas, de modo que conseguirás el resultado que quieres: no saltaré. Y saltaré. Saltaré y sobreviviré. Saltaré y me mataré. No hay opción. Pasarán todas esas cosas. Y ninguna.
—¿Por qué has subido aquí, Gabriel? Cuéntame.
—Yo no estoy aquí, no existo.
—Eso suena un poco raro. Por supuesto que estás aquí.
—¿Raro? No te creas. Yo sé que no estoy.
—¿Has consumido algún tipo de drogas esta noche, Gabriel?
—¿Vitamina K? —El chico rio por lo bajo—. No, Peter, no he tomado ketamina ni nada por el estilo. No estoy sufriendo de una despersonalización inducida por una droga. Es solo que no estoy aquí.
—Pues yo te estoy viendo, Gabriel, luego estás aquí.
—¿Ah, sí? —cuestionó este, que de pronto ahogó un grito y se balanceó hacia delante.
Todos miraron para ver qué lo había sorprendido pero no vieron nada. Por un momento el hombre desnudo se quedó paralizado, hasta que al poco la tensión se disipó de su rostro.
—¿Ah, sí? —repitió, una vez más como si Corbin lo distrajera de un acontecimiento que estuvieran emitiendo en una pantalla de televisión gigante solo para él—. Estoy aquí porque me ves, ¿así lo entiendes tú? De modo que, si apartas la vista, ¿ya no estaré?
—Estabas aquí antes de que subiera al tejado, Gabriel. Estabas aquí hace un cuarto de hora, cuando me llamó la policía. Y quince minutos antes, cuando el guardia de seguridad dio la voz de alarma. Entonces no te veía pero estabas aquí, ¿no es así?
«Y antes de eso», pensó Macbeth recordando el relato del taxista sobre el pasajero distraído al que había llevado a la plaza de la iglesia de la Ciencia Cristiana.
El joven frunció el ceño y contestó:
—Recuerdo estar aquí hace un cuarto de hora. Recuerdo estar antes de que tú me miraras. Pero estoy recordándolo ahora, ese recuerdo de existencia se ha generado en este mismo momento. Tal vez sea el recuerdo actual lo que es real y no la existencia pasada. Que recuerde haber estado aquí hace un cuarto de hora no significa que estuviese de verdad.
—¿Sabes una cosa? No me gustan las alturas, nada de nada. Nunca me han hecho gracia. ¿Por qué no te bajas del borde, anda? Solo un poco… —Corbin lanzó una mirada para llamar la atención de los policías que estaban al lado de Macbeth—. Nadie va a acercarse, es solo para que hablemos. Prefiero charlar sin el miedo a caerme, la verdad…
—La altura es una dimensión, una medida. Lo que te da miedo no es esa medida, sino la fuerza que ejerce sobre tu masa: la gravedad. Y de eso no tienes por qué tener miedo.
—No estaría yo muy seguro, Gabriel. He visto cómo la gravedad dejaba hechas una pena a personas que se tiraron de sitios menos altos.
—De las cuatro fuerzas fundamentales del universo la más débil es, con mucho, la de la gravedad. Las otras tres le ganan el pulso. La doblan, la retuercen y se la cargan. Si quieres asustarte de una fuerza, mejor teme el electromagnetismo o la fuerza nuclear. Teme las fuerzas que no ves ni sientes pero que son las que te mantienen de una pieza y pueden destrozarte en cualquier momento. A la gravedad, no. —Gabriel suspiró—. Si no te gustan las alturas, échate para atrás. Yo estoy aquí muy bien. ¿Sigue ahí el padre Mullachy?
—Aquí sigo, hijo mío. —El religioso se incorporó y miró agitado por encima del muro del edificio.
—¿Cómo se llama, padre? Su nombre de pila.
—Paul. Me llamo Paul.
El hombre desnudo se echó a reír.
—Peter, Paul y Gabriel… Dos santos y un arcángel. ¿Usted cree en los ángeles, padre?
—Yo creo que Dios se manifiesta de muchas maneras, Gabriel. De muchas maneras y a mucha gente.
—No le he preguntado si cree en Dios. No le he hecho una pregunta vaga para que me responda con una contestación aún más vaga. Le he preguntado en concreto si cree en los ángeles…, ya sabe, esos seres antropomórficos con alas gigantes en la espalda…
—Eso no es un ángel, hijo mío. Un ángel es un mensajero de Dios, o el mensaje en sí. Es más un ser espiritual que…
—¿Y tú crees en ángeles, Gabriel? —Corbin decidió cortarle el rollo al cura.
Gabriel se rio con amargura.
—¿Que si creo? Yo no creo en nada, aunque lo raro es que la nada en la que creo es una nada donde absolutamente todo es posible: todas las cosas, las ideas, las alternativas. Incluso los ángeles. Si tú eres psiquiatra, Peter, sabrás que los ángeles son reales; no para todos pero sí para algunos. Estoy seguro de que has tenido pacientes que creían, que estaban completamente convencidos de haber visto ángeles. Que existan solo en sus mentes y en la de nadie más no quiere decir que no sean reales. Ángeles, demonios, fantasmas… —Hizo una pausa; su tono se había vuelto atribulado—. Y monstruos. Me juego la cabeza a que los has visto a todos, los has tratado y los has curado. ¿Me equivoco? ¿Has curado a alguien de su creencia en los ángeles?
—He ayudado a pacientes con trastornos delirantes, si es a eso a lo que te refieres.
Se produjo una pausa. Gabriel seguía con los ojos clavados en algo remoto que nadie más veía.
—Has estado muy ocupado últimamente, ¿verdad, Peter? —dijo por fin—. En estas semanas has tenido que espantar muchos ángeles y muchos fantasmas. Muchos, muchísimos más de lo normal… ¿Es verdad o no?
Se produjo una nueva pausa, aunque esta vez el que se quedó callado fue Corbin, un silencio que dejó preocupado a Macbeth.
—¿Por qué lo dices? —preguntó por fin su amigo.
—¿Ves? Tengo razón. Hay más gente de la cuenta buscando una cura para sus visiones. ¿Qué les dices? ¿Que están locos? ¿O también te han entrado a ti? ¿Ves como una cosa rara por el rabillo del ojo? Esas son las peores, las que te vuelven loco… Nunca están cuando te vuelves. ¿Te ha estado pasando, Peter? ¿Te has convertido ya en el vidente que ve visiones? ¿Qué haces ahora, les dices a tus pacientes que siempre habían tenido razón, que los ángeles están de camino?
Una vez más Macbeth notó que su amigo hacía una pausa antes de contestar. En el silencio que medió oyó los sonidos del tráfico de la ciudad en penumbra y risas y gritos en la distancia: sonido ambiente.
—¿Tú ves ángeles? ¿Eso es lo que estás viendo ahora mismo en el cielo?
El joven volvió a reír.
—Deja de elucubrar y de desviar la cuestión. Quiero saber si alguna vez te has cuestionado la realidad que te describen tus pacientes… ¿Alguna vez te has ido a la cama y te has preguntado en la oscuridad de la noche si su realidad será la válida y la tuya la falsa? No sé, me imagino que debes de encontrarte con el mismo número de personas que tienen su propia versión de la realidad que las que comparten la versión oficial.
—Todos sabemos cuál es la realidad verdadera, Gabriel.
El hombre desnudo rio una vez más.
—¿Hablas de una realidad consensuada? ¿La realidad es la realidad cuando la suficiente gente cree en ella? ¿Y si todo el mundo… (y cuando digo todo es todo) empieza a tener visiones? ¿Todos menos tú? ¿Significaría eso que eres tú el que tiene delirios? Te voy a poner un ejemplo: aquí el padre Mullachy ha dedicado su vida a servir a un ente sobrenatural, pero eso se acepta porque su fantasía tiene una larga historia y sigue habiendo cierto consenso que la respalda. Sin embargo, si se dedicara al mismo conjunto de creencias pero dijera que es un ratón gigante que vive en las nubes quien exige aquí su presencia, porque al ratón gigante le preocupa mi bienestar espiritual, eso no sería aceptable. Dirías que delira. Todo un tema, ¿no te parece?
—El único tema que me interesa ahora mismo es por qué estás aquí, Gabriel.
Se produjo otro silencio tenaz antes de que el hombre hablara:
—¿Has visto alguna vez una rana dardo dorada? Son muy bonitas, de muchos colores brillantes y hermosos, no solo doradas. Y diminutas, no más de cinco centímetros. ¿Sabes lo que no entiendo de las ranas dardo? Cómo un ser tan pequeño y bonito puede ser el animal venenoso más letal del planeta. Una rana, ¡de cinco centímetros, no te lo pierdas!, puede matar a cinco elefantes africanos en un minuto. O a veinte o treinta humanos. Si posas tu mano desnuda en una rama donde ha estado una hace una hora, sus secreciones cutáneas pueden matarte. No lo entiendo, la verdad… Oiga, padre, ¿no tiene respuesta para eso? ¿Para qué crea Dios algo tan bonito y luego lo hace también tan tóxico?
—En la creación de Dios hay lugar para todas las cosas, Gabriel. Hay maravillas que tal vez nunca logremos comprender. Puede que sus razones se nos escapen por siempre jamás.
Gabriel se echó a reír y, al hacerlo, su cuerpo desnudo volvió a tambalearse. Macbeth vio que Corbin se ponía tenso.
—Esa es buena… Me gusta… «Maravillas que tal vez nunca logremos comprender». ¿Eso qué es, la tarjeta de «queda usted libre de la cárcel» del papa? Pues le diré que lo cierto es que sí que intentamos comprender. A ver, de los ocho o nueve millones de especies, somos la única que intenta encontrarle un sentido a todo esto. Para mí, por ejemplo, la rana dardo dorada carece de sentido porque tiene miles de veces más veneno del que necesita para matar a cualquier depredador. ¿Y sabe qué? Nosotros somos iguales, tampoco tenemos sentido. A ver, si no: ¿para qué somos tan listos? No necesitamos tanta inteligencia.
—No te sigo —reconoció Corbin.
—Pues que igual que la rana dardo tiene más veneno del necesario, nosotros tenemos más poder cerebral de la cuenta. En realidad no necesitamos tanto para ocupar el puesto de lo alto de la pirámide. Mira todo esto. —Abrió los brazos como para señalar la destellante Boston nocturna—. Todo esto lo ha creado un simio. El arte, la ciencia, la música… nada tiene sentido, es absurdo. Todo es absurdo. ¿Tú qué crees, Peter? Tú te dedicas a observar, medir y poner a prueba la mente humana… ¿Cómo lo ves tú?
—¿El qué, la inteligencia humana? —Al tiempo que contestaba, Corbin se adelantó un paso, en un gesto torpe que pretendía ser desenfadado. Se encontraba ya a medio camino entre Macbeth y el hombre desnudo—. Tú mismo lo has dicho: estamos en la copa del árbol evolutivo, y lo que nos ha traído aquí ha sido nuestra inteligencia.
—Pues perdona que te diga, Peter, pero eso es mentira y lo sabes. ¿Qué pasa con los dinosaurios? Ciento treinta millones de años en lo alto del árbol, un éxito infinitamente superior al nuestro, y eso sin necesidad de tecnología, civilización ni cultura. Nuestra inteligencia es ahora mismo una amenaza evolutiva, no una ventaja… ¿En cuánto tiempo ha logrado ponernos al borde de la extinción? ¿Doscientos mil años de humanos modernos? ¿Cincuenta mil años de modernidad conductiva? Vamos, eso no es ni un parpadeo del ojo de la evolución. Pero en ese mínimo espacio de tiempo hemos conseguido exterminarnos unas cuantas veces, poco más o menos. Pues sí, Pete… los dinosaurios nos ganaron, eso es así. —Volvió a indicar la ciudad extendiendo el brazo—. Superaron todo esto.
—Yo puedo responder a tu pregunta —intervino el cura, que se adelantó con paso incierto y una vez más miró agitado hacia el otro lado del parapeto—. Nuestra sabiduría y nuestras ganas de conocer son un don divino. Nos las dio Dios para que podamos intentar comprenderlo a Él. Y para que consigamos conocer nuestros pecados… su naturaleza. Así podemos esforzarnos en conocer a Dios.
—¿Y si le digo que yo conozco a Dios, que lo conozco de un modo que usted nunca en su vida comprendería? Que entiendo perfecta y plenamente la naturaleza verdadera de Dios.
—No, hijo mío, eso no es así —repuso el cura.
—Pero es verdad —respondió Gabriel dejando traslucir por primera vez cierta emoción, casi dolor, en la voz—. Usted es el que delira. Yo he visto la respuesta, la verdad, padre. Y es grande, una verdad muy grande. Mucho, y está tan lejos de las figuraciones de su diminuta mente supersticiosa que sería incapaz de comprenderla. —Se detuvo, de nuevo como sondeando las luces de la ciudad—. Tanto que ni yo la soporto…
Una corriente llegó desde abajo, desde la plaza, y le levantó y le revolvió el flequillo de pelo claro. Gabriel se inclinó algo más hacia delante y miró hacia abajo. Macbeth contuvo el aliento y notó que los dos polis que tenía al lado hacían otro tanto. Pete Corbin se adelantó también y miró.
Luego, inesperadamente, Gabriel retrocedió: se bajó del murete y se apartó del borde. El padre Mullachy miró a Corbin con una expresión de triunfo mal disimulada.
—Mejor que vayas a por una manta —le dijo el sargento al poli joven antes de avanzar por el tejado.
Entre tanto el cura se había acercado a Gabriel y le había puesto una mano en el hombro desnudo a modo de consuelo.
—Todo va a salir bien, hijo mío.
—No lo ha entendido, Paul —contestó el otro con una voz que sonó de repente más clara y resuelta—. Estamos convirtiéndonos, estamos convirtiéndonos.
—¿En qué? —preguntó el cura con el ceño fruncido.
Macbeth comprendió luego que había sido el primero en verlo; los demás estaban demasiado ocupados con el papel que tenían asignado, mientras que él no era más que un observador. Y observó el cambio súbito en la conducta de Gabriel; la animación repentina en una cara hasta entonces inexpresiva y un cuerpo flemático.
—Verá, padre Paul, lleva usted media vida haciéndose la pregunta equivocada. Ha estado preguntándose quién es Dios, pero no es cuestión ni de quién ni de qué ni dónde. La verdad es saber cuándo está Dios. Y yo lo sé. Estamos convirtiéndonos… Estamos convirtiéndonos… —Gabriel, sin borrar la sonrisa, dio un paso y le dio al joven cura un abrazo de oso—. Venga y verá.
Para entonces Corbin corría hacia ellos, con los dos polis y Macbeth a la zaga. Todos se quedaron paralizados de golpe cuando Gabriel, todavía abrazado a Mullachy, se lanzó de costado al vacío.
Como el murete bajo y almenado que bordeaba el tejado solo les llegaba a los dos hombres por la mitad de la pantorrilla, cayeron por el borde y se perdieron de vista: Gabriel en silencio y Mullachy gritando con un terror atávico.