3

John Macbeth. Boston

Macbeth le dijo al taxista dónde quería ir.

—¿El escocés de la calle Beacon? —contestó el hombre con acento de irlandés de Boston, arrastrando las consonantes finales hasta hacerlas desaparecer.

Siempre le resultaba extraño lo mucho que notaba ese deje cada vez que volvía de Europa.

—Ese mismo.

—Eso está hecho…

El taxista le dio uno de esos repasos de espejo retrovisor que tanto parecían gustar a los del gremio local. Al verlo poner cara de concentración, Macbeth suspiró, a sabiendas de que el conductor estaba intentando averiguar dónde lo había visto antes. La gente siempre hacía lo mismo pero nunca lograba ubicarlo porque, como ocurría siempre, los caminos del psiquiatra y del taxista nunca se habían cruzado; aun así sabía que el interrogatorio empezaría, tarde o temprano.

Se recostó en su asiento y se quedó en silencio contemplando el paisaje urbano medio familiar, medio desconocido que pasaba por las ventanillas, consternado en parte por la falta de conexión con un entorno con el que debería conectar. Otro jamais vu, lo contrario al déjà vu.

Recordaba haber tratado a una mujer a la que una lesión cerebral le había provocado un estado de desrealización y jamais vu permanentes: todo lo que había conocido, con lo que había crecido, le resultó irreconocible de un día para otro. No era una cuestión de amnesia: los recuerdos estaban intactos pero el cable que conectaba lo que veía con lo que recordaba se había fundido. En consecuencia, cada vez que entraba en el piso donde llevaba cinco años viviendo —y a pesar de conocer la dirección y saber que era su casa—, miraba los muebles, la decoración, las fotografías de las paredes como si estuviera viendo un piso para alquilar: nada le era ni mínimamente familiar.

Así se sentía Macbeth mientras recorría Boston en coche: aunque debería tener la sensación de estar en casa, no era así. Aquella paciente, con una desconexión del mundo patológica y absoluta, había aprendido no solo a aceptar su afección, sino a abrazarla, a verla como un don. Para ella el mundo y el día a día en él eran un descubrimiento, y era capaz de ver su vida con una objetividad de la que los demás carecían. Macbeth, por su parte, se sentía perdido, ni más ni menos.

El taxi tuvo que detenerse al cabo de unas manzanas porque el tráfico había empeorado y apenas avanzaba.

—Qué horror lo de San Francisco. ¿Se ha enterado? —le preguntó el conductor por el retrovisor.

«En el mundo entero —pensó Macbeth—, el mal que por bien no venga del sufrimiento humano es que los taxistas siempre pueden utilizar la tragedia para trabar conversación».

—Algo he oído… Desde luego es horrible.

—Usted me dirá qué puede llevar a un puñado de muchachos tan jóvenes a tirarse del Golden Gate…

Como psiquiatra Macbeth se guardaba media docena de hipótesis en la manga, pero en lugar de eso contestó:

—Y que lo diga.

—Yo es que no entiendo cómo puede nadie elegir un sitio en concreto para quitarse del mapa —prosiguió el taxista, visiblemente desconsolado—. A ver, ¿por qué el Golden Gate? ¿O el bosque ese de Japón…? Por lo visto es el segundo sitio del mundo donde más gente se suicida después del puente de San Francisco… No entiendo nada.

—Yo estoy igual.

—No sé por qué lo harían pero es una auténtica lástima. —El taxista meneó la cabeza y, al cabo, cambiando a un tono alegre de lo más disonante, le preguntó—: ¿Es usted de fuera?

—Sí. Bueno, en realidad, no… Soy de Boston pero llevo muchos años viviendo fuera.

—¿Viene a ver a la familia?

—Más que nada por trabajo, aunque mi hermano vive aquí también. ¿Alguna idea de cuánto puede durar el atasco?

—No sabría decirle. No queda más remedio que esperar. Normalmente no duran mucho. Dígame una cosa: ¿no nos hemos visto antes?

—No lo creo.

Ahí estaba: la conversación que tantas veces había mantenido se repetía una vez más. Resultaba preocupante tener una cara que le era familiar a tanta gente; si a eso se sumaba su pobre memoria autobiográfica, significaba que nunca estaba del todo seguro de si los conocía o no.

—Seguro… —insistió el taxista por el retrovisor—. Segurísimo. En cuanto se ha subido lo he reconocido pero no me acuerdo de dónde.

—A lo mejor me ha llevado usted en otra ocasión.

—No… —El hombre frunció el ceño, en una concentración frustrada, sintiendo que le fallaba la memoria. Macbeth decidió dejarlo estar, como hacía siempre—. No… en el taxi no fue. Joder, no lo ubico pero lo sé.

—Me pasa mucho. Supongo que tengo una de esas caras…

—Es que no es solo por la cara… —El taxista se mostró más insistente aún—. Antes de abrir la boca ya sabía cómo iba a sonar su voz… como si realmente lo conociera de alguna parte.

—Eso también me pasa mucho. Tengo algo que a la gente le parece reconocible. Será que soy un arquetipo junguiano… —comentó, y se echó a reír.

—¿Eh?

—Nada, nada. —Macbeth se incorporó y se inclinó para mirar por la mampara de metacrilato que lo separaba del taxista y, más allá, por el parabrisas que los separaba a ambos del mundo exterior—. ¿No se ve a qué se debe el atasco?

—A lo mejor es luna llena. ¿Sabe si hoy es luna llena?

—Ni idea, pero ¿qué tiene que ver la luna con el tráfico?

—Todo. Pregúntele a cualquier poli, o a un mensajero. El tráfico se vuelve un infierno. Y no solo eso… cualquier enfermera de urgencias o maestra de guardería se lo confirmará. La gente actúa de forma distinta cuando hay luna llena. No es tanto que se vuelvan locos como que actúan distinto. Toman malas decisiones, cogen caminos equivocados. Se lo digo: cuando hay plenilunio hay más accidentes y más atascos. Es posible que sea la razón de este. No me extrañaría que esta noche fuese luna llena.

—Pues ya le digo que no lo sé.

—Seguro que sí. Hace dos carreras me ha entrado un tipo en el coche que quería que lo llevase a la iglesia de la Ciencia Cristiana (ahora bien, por qué querría ir allí a estas horas de la noche se me escapa), pero el caso es que era de esos callados y no ha dicho nada en todo el rato hasta que, de pronto, se ha puesto a gritarme que había un chiquillo delante del coche. Total, que me he dejado media rueda en el asfalto al frenar y casi me ha embestido por detrás un autobús. Pues no había ningún crío… Tal y como lo está oyendo. Pero eso sí, se veía claramente que el colega estaba convencido de haberlo visto. Lo raro ha sido que por un momento se ha quedado todo conmocionado y luego, de repente, se ha vuelto a tranquilizar, como si comprendiera por qué se había equivocado. Luna llena, fijo.

El tráfico empezó a moverse, y Macbeth y el conductor se sumieron de nuevo en el silencio.

Para cuando el taxi se detuvo delante del bar con la marquesina verde, el sol se había hundido en el horizonte y había revestido el centro de Boston de un tono rojizo con sombras aterciopeladas. Era de esas luces que despertaban algo en Macbeth: algo enterrado muy adentro y olvidado hacía mucho. Le entró una especie de melancolía mientras contemplaba el fondo de la calle Beacon, hacia donde la luz del atardecer suavizaba la geometría georgiana de la King’s Chapel.

—¿Seguro que no lo conozco de algo? —insistió una última vez el taxista mientras cogía el dinero y la propina que le había dado Macbeth.

—Seguro.

No lograba recordar con exactitud dónde o cuándo había conocido a Peter Corbin pero debió de ser cuando ambos iban a la facultad de medicina de Harvard. Si no se equivocaba, por aquel entonces no eran amigos: Corbin pertenecía a otros círculos y no coincidían muy a menudo. Años después, sin embargo, tras hacer los dos las prácticas en el Beth Israel Deaconess y decidirse ambos por la especialidad de psiquiatría, trabajaron juntos en el McLean y se hicieron amigos. O tal vez no fuesen más que conocidos; Macbeth nunca había estado seguro de por dónde pasaba la línea definitoria entre ambas cosas. Pete Corbin era de esas personas a las que llamaba cuando pasaba por la ciudad para tomarse una copa o cenar. Charlaban de medicina, de políticas hospitalarias y conocidos comunes y se daban un caluroso apretón de manos al final de la noche; en el fondo, sin embargo, no se conocían. Era apariencia de amistad: solo otro de los hilos con los que se teje la red social y a los que uno se aferra.

Así, cuando Macbeth supo que volvía a Boston, lo llamó para quedar con él.

Aunque en teoría el Gathering Stone era un restaurante escocés, entre la fachada de arenisca de Portland, los recargados arabescos en forja verde azulada de la enorme cristalera, el nombre en letras celtas doradas y las pizarras de caballete en la acera llenas de nombres y precios de cervezas y whiskeys escritos a tiza, el local no se esforzaba mucho por distinguirse de los falsos pubs irlandeses tan típicos de Boston. Por dentro era todo de ladrillo visto y pino nudoso, y abundaban las láminas del castillo de Edimburgo y de pelirrojos con falda escocesa blandiendo espadas, en lugar de las típicas postales de pubs irlandeses con bicis en la puerta. Era de esos sitios que no tenían problema en ser una imitación descarada de otra cosa; un plagio franco que no pretendía ser algo distinto, ni que el cliente, por su parte, esperara más que eso, un simulacro: etnicidad de parque temático.

Al tiempo de conocerse Pete Corbin le comentó a Macbeth que su apellido tenía que ser indudablemente de origen escocés. Basándose en esa lógica, un tanto cogida con pinzas, habían convenido tácitamente en que el lugar ideal para verse era el Gathering Stone.

Se encontró a su amigo solo en un reservado, dando cuenta de un whisky de malta bajo una lámina enmarcada de un paisaje de loch y montañas de aspecto algo desolado. Alto y desgarbado, con una pelusilla rubia que se extendía por una cabeza abovedada, Corbin llevaba una chaqueta de tweed, unos pantalones chinos de color claro y una camisa de vestir azul con el cuello abierto. Su amigo había llegado a dominar, tras un estudio concienzudo de la cuestión, el look de académico desenfadado. Macbeth, por su parte, nunca había intentado emularlo: como tantas otras cosas, sus trajes de corte europeo lo señalaban como el extranjero que era en su ciudad natal.

—¡Hombre, John! —Corbin se levantó con un ligero tambaleo de la silla y le tendió la mano a Macbeth—. ¡Me alegro de verte! Tan elegante como siempre…

—¿Estás bien? —le preguntó Macbeth mientras se sentaba en el reservado frente a su antiguo compañero de trabajo. Había notado cierto agotamiento en las comisuras de la amplia sonrisa de bienvenida de Corbin.

—¿Yo? Estupendamente. Aunque con más trabajo de la cuenta, eso sí. Ya sabes… lo de siempre, lo de siempre. —Sonrió—. ¿Y tú? ¿Cómo anda Europa?

—Muy lejos. Es otra cosa pero no está mal. Aunque me alegro de volver a casa un tiempo. Así me podré poner al día con Casey —Macbeth hablaba de su hermano pequeño, que seguía viviendo en Boston—. Me he enterado de que no te va nada mal, Pete. De profesor en el McLean…

—Ya llevo dos años. —Corbin volvió a dedicarle otra sonrisa cansada.

—Me tienes impresionado —comentó Macbeth.

Un puesto docente en el hospital McLean de Belmont era prácticamente la cumbre del escalafón psiquiátrico. La temporada que estuvo ejerciendo Macbeth en el McLean había sido su última vinculación con el tratamiento de pacientes antes de centrarse en la investigación. El nombre del hospital siempre quedaba bien en el currículum, abría muchas puertas: a él le había abierto las de Copenhague.

Corbin llamó por señas a una guapa camarera con una poblada cabellera rojiza que vino y anotó la copa de pinot gris que le pidió Macbeth. Al hacerlo le sonrió como muchas mujeres solían hacer; desde que había cumplido los quince, las chicas siempre le sonreían de esa manera. Nunca había sabido el porqué: no tenía pinta de estrella de Hollywood, ni era el hombre más seguro del mundo ni el más ingenioso, pero tenía algo que parecía atraer a las mujeres. O tal vez simplemente creyeran haberlo visto antes…

—¿Seguro que estás bien, Pete? —insistió John cuando la camarera le llevó el vino.

—Que sí, estoy bien. Nos hemos mudado a una mansión de Beacon Hill…

—¡Vaya, y tanto que te va bien! —Macbeth levantó la copa para brindar.

—Supongo… Nos han ayudado mis suegros, los padres de Joanna. Si te digo la verdad, de no ser porque están forrados no podríamos habernos permitido nada en Beacon Hill. De todas formas es una casa antigua, histórica, y necesita un montón de reformas. Al final está siendo más engorroso de lo que pensábamos. Aunque es un sitio interesante, lleno de historias oscuras de Boston.

—¿Y eso?

—Era la casa de Marjorie Glaiston. ¿Te suena?

—Pues no, para que te voy a mentir.

—¿De verdad? Pero si el escándalo Glaiston fue casi tan famoso como el caso de Albert Tirrell… —Macbeth se encogió de hombros en respuesta y Corbin prosiguió sin dejarse amilanar—: Bueno, el caso es que a finales del siglo XIX los Glaiston eran dueños de prácticamente la mitad de Boston. Marjorie era una conocida belleza de la alta sociedad. Hasta que la mataron. En nuestras escaleras, ni más ni menos…

—¿La mataron en tu casa?

—Vaya. Tiene gracia. —Corbin se rio sin mucha alegría—. Si hubiese sido una casa en otra parte de Beacon Hill o el asesinato hubiese sido hace un año y no hace un siglo, no habría habido manera de venderla. Se ve que con los años los homicidios se vuelven románticos y cotizan al alza, que el tiempo es un valor añadido. O al menos eso parecía cuando estábamos pujando por ella. Pero bueno, la cuestión es que la reforma está siendo un auténtico engorro…

—¿Y por eso andas tan cansado?

—No solo por eso. Ya te he dicho que llevo un par de meses trabajando como un loco.

—Yo creía que eran gajes del oficio… lo de trabajar como un loco.

—Sí, pero no tanto. —Corbin sacudió la cabeza como para descartar el tema—. De todas formas, mejor no hablemos del trabajo. O al menos puestos a hablar de eso, que sea del tuyo. La historia de Copenhague suena de miedo.

—Desde luego es alucinante.

—Pero ¿de veras crees que puede hacerse?, ¿lo de deconstruir la inteligencia humana?

—No sé si es eso lo que estamos haciendo. Lo que sí es seguro es que pretendemos entender la inteligencia humana.

—Pero he leído en Nature que el propósito del proyecto de Copenhague es aplicar la ingeniería inversa a la cognición humana para ayudar a los tecnólogos a desarrollar inteligencias artificiales basándose en ese modelo. Yo diría que, a grandes rasgos, eso es un simulacro de una mente humana.

—Eso es solo una parte, Pete. Yo me encargo de algo especializado.

—¿De qué?

—Como tú mismo has dicho, el Proyecto Uno es un simulacro informático del cerebro humano (del sistema límbico, del neocórtex y todo eso), reproducido neurona a neurona y célula a célula. O mejor dicho, neurona virtual a neurona virtual. Yo me encargo de programar trastornos y observar los cambios que provocan en la actividad neuronal.

—¿Y no hay peligro de que…, en fin…, de que empiece a «pensar»?

—Ese es el objetivo, no el peligro. O por lo menos, hasta un cierto nivel de consciencia propia. En cualquier caso, probablemente sea inevitable: si recreamos la arquitectura de un cerebro real, la consciencia se genera sola, de forma automática. Piénsalo, Pete…, podremos simular afecciones psiquiátricas y aislar la actividad neuronal correspondiente. Por primera vez podremos ver una mente en funcionamiento. Va a revolucionar la psiquiatría.

Corbin frunció el ceño.

—No sé, John… Lo que estáis creando no podrá distinguirse de una mente humana, y tú estás hablándome de infectarla con neurosis y psicosis…

—Hemos considerado todas las implicaciones morales, y los protocolos del proyecto definen claramente qué constituye la personalidad y qué no. De todas formas la idea es trabajar con partes de la consciencia, no con toda. Pero si Proyecto Uno «se despierta» así sin más, tenemos instrucciones muy estrictas de cómo proceder.

Corbin volvió a poner cara de incertidumbre.

—Pero todos estamos conectados a nuestros cuerpos… a los aparatos linfático, digestivo y endocrino. Nuestro estado mental está tan relacionado con nuestros niveles hormonales, con si hemos dormido bien o mal o con qué hemos comido, como con nuestros cerebros. Esa consciencia sintética de la que me hablas no está conectada con nada.

—Lo hemos tenido en cuenta. El programa simula un ritmo circadiano y niveles endocrinos y reproduce los efectos del entorno, la dieta y la psicología. Estará conectado a un cuerpo «virtual».

—Pero no con el mundo… Seguro que si tu cerebro sintetizado se vuelve autoconsciente se levantará en un mundo privado de sensaciones. Ya habrás leído la investigación que hizo Josh Hoberman en el University College de Londres sobre los efectos psicotomiméticos de la privación sensorial. Sujetos encerrados en cámaras anecoicas, sin luz, empezaron a alucinar ya al cuarto de hora: veían entornos y gentes que no existían. Al parecer, si no tenemos un mundo real a nuestro alrededor, nos lo inventamos… Seguro que el cerebro de tu proyecto hará lo mismo. No creo que debas molestarte en inducirle trastornos psiquiátricos: tu criaturita nacerá con ellos.

—Es que ya hemos pensado en todo eso. Si Proyecto Uno inicia por sí solo una consciencia plena, tenemos programas que simularán información sensorial.

Corbin sacudió la cabeza, como si no le diera mucho crédito.

—Estás de broma… ¿De veras pensáis dotarle de una realidad falsa? Pues deberías bautizar vuestro cerebro sintético con el nombre de René.

—¿René?

—Sí, como Descartes, que dijo que nunca podría demostrar que no era un cerebro en una cubeta al que estuviera engañando un genio maligno. Y ahora resulta que tú eres ese genio… —Corbin volvió a encogerse de hombros—. Lo siento, John, pero me pongo cínico cuando estoy cansado. Creo que un proyecto así es una oportunidad que solo se tiene una vez en la vida. Supongo que me da más envidia que otra cosa.

—Pues yo no tendría tanta. El director del proyecto, Poulsen, es peor que el capitán Bligh.

—Tú mándame una postal desde Suecia cuando vayas a recoger el Nobel. —Corbin levantó la copa para brindar.

Macbeth se echó a reír y sacudió la cabeza.

—Créeme, si a alguien de la familia le dan el Nobel, ese será Casey.

—Bueno, tengo celos de ti, John, esa es la verdad. —Corbin sonreía ahora con ganas—. Y hablando de celos, ¿cómo va tu vida amorosa?

—¿Mi vida amorosa?

—Anda, cuéntame, que yo vivo como un cura. ¿No estás más cerca de sentar cabeza? Pasara lo que pasase con… ¿Melissa, se llamaba así?

—Melissa se mudó a la Costa Oeste por un trabajo. —Macbeth esbozó una sonrisa forzada—. A California. Hemos perdido el contacto.

—Pues es una pena —comentó Corbin sacudiendo la cabeza—. Un contacto así no es para perderlo. Era una mujer muy especial, John…

—Lo sé, pero son cosas que pasan… Por lo menos a mí. No es muy fácil convivir conmigo.

—Una auténtica lástima… —La expresión distante de Corbin hacía pensar que estaba imaginando a Melissa en su cabeza.

—¿Por qué no me cuentas lo que te pasa en el trabajo? —le preguntó Macbeth para cambiar de tema.

—Ya te lo he dicho: nada de curro…

Quedó claro que Corbin se mostraba tan reacio a hablar de su trabajo como él de su vida privada, de modo que volvieron a conversar de trivialidades.

Se pasaron la siguiente hora comiendo y charlando, pasando solo de puntillas por la vida del otro. Macbeth se sorprendió llevando casi toda la conversación, contándole a Corbin sobre su trabajo en la universidad y su vida en Copenhague; sobre las similitudes y las diferencias con vivir en Estados Unidos y sobre cómo cambian la personalidad y las expectativas para encajar en el ambiente. Corbin sonreía, asentía y hacía alguna que otra observación. Saltaba a la vista, no obstante, que seguía con la cabeza en otra parte y tenía los ánimos más minados aún por el cansancio. Macbeth decidió acortar la velada en la medida de lo posible. Cuando volvió la guapa camarera de pelo cobrizo, Macbeth se saltó el postre y pidió directamente café.

—Perdona, he sido una compañía penosa —reconoció su amigo.

—Nada de eso. Ha sido estupendo ponerse al día. Pero entiendo que estás bajo mucho estrés. Ojalá me contaras lo que pasa en tu trabajo…

Corbin se disponía a responder cuando le sonó el móvil.