John Macbeth. Boston
Los psiquiatras bregan en el terreno de lo insólito, de lo peculiar. La propia naturaleza de su trabajo hace de lo aberrante y lo anormal el pan suyo de cada día. Su oficio consiste en enfrentarse a percepciones sesgadas de la realidad.
Por eso mismo al doctor John Macbeth el hecho de que el mundo entero estuviese cambiando —de que todo lo que hasta ese momento había creído verdad sobre la naturaleza de las cosas estuviese a punto de quedar patas arriba— le había pasado más que desapercibido.
Pero el mundo sí que cambió. Y empezó con las miradas fijas.
Al igual que ocurre con las noticias, a Macbeth le costó semanas y meses empezar a encajar las pistas que llevaban delante de sus ojos todo ese tiempo. Otras, sin embargo, las había pasado por alto, su radar profesional no las había registrado. Pero luego fue recordando la cantidad de gente que había visto y a la que había ignorado: por la calle, en el metro, en el parque.
Mirando fijamente.
Los primeros días no eran tantos: gente que se quedaba mirando al vacío con cara inexpresiva, o bien fruncida por la confusión o llena de inquietud. Tenían el mismo efecto en los demás que cuando un gato mira más allá de ti, por detrás, a algo que no ves cuando te vuelves para mirar. Inquietante…
Desde luego, al principio, cuando empezaron las miradas fijas, a nadie se le ocurrió ponerle un nombre, ni médico ni de ningún tipo. Todavía no los llamaban «soñadores».
Tuvo que pasar un tiempo para que Macbeth recordara a la primera que vio, una mujer muy atractiva de unos treinta y tantos años vestida con ropa cara. Sucedió en su primer día de vuelta en Boston: iba andando detrás de ella por una calle del centro en una mañana soleada pero algo fresca de finales de primavera. La mujer andaba con el aplomo propio del caminante de aceras urbanas, igual que él, hasta que, de pronto y sin razón aparente, se detuvo en seco. Estuvo a punto de chocar con ella y tuvo que hacer un quiebro para esquivarla en el último momento. Se quedó allí parada sin más, junto al bordillo, con los pies plantados en el suelo y mirando algo que no estaba en la acera de enfrente. Acto seguido, mientras señalaba con un dedo vacilante la nada que había llamado su atención, bajó de la acera y avanzó por la calzada. Macbeth la cogió del codo y tiró de ella hacia atrás justo cuando un camión pasaba a su lado pitándoles como un loco.
—Creía que… —empezó a decir ella, pero las palabras murieron en sus labios al tiempo que buscaba con la mirada algo perdido en la distancia.
Macbeth le preguntó a la mujer si se encontraba bien, la reprendió diciéndole que debía prestar más atención al tráfico y se fue.
Apenas podía calificarse de incidente: no fue más que una mujer distraída que no había calibrado bien la distancia entre aceras; algo que puede verse casi todos los días en cualquier ciudad del mundo.
Solo después, tras el resto de acontecimientos, empezó a verle la importancia y a preguntarse qué habría visto la mujer en la acera de enfrente: qué había estado a un tris de ponerla delante de un camión en marcha.
Era una habitación buena, sin ser una maravilla, pero estaba bastante bien. Para John Macbeth la arquitectura que lo rodeaba a cada momento era un factor de una importancia extrema: las proporciones, los materiales, la decoración, la cantidad de luz.
Al levantarse esa mañana la extrañeza de la habitación lo asustó. Se despertó sin saber quién era, a qué se dedicaba, dónde estaba o por qué. Se pasó un minuto y medio experimentando un pánico existencial absoluto: la luz que brillaba en medio de su oscuridad amnésica era la certeza de que debería saber quién era, dónde estaba y qué estaba haciendo allí.
La memoria, su identidad, le volvió: pero no de golpe sino en segmentos que no parecían encajar y que tuvo que ir cuadrando. Ya le había ocurrido antes, empezó a recordar; muchas veces, de hecho, sobre todo cuando estaba en un sitio desconocido. Eran momentos aterradores de aislamiento despersonalizado, antes de recordar que era el doctor John Macbeth, psiquiatra y neurocientífico cognitivo que pretendía encontrarle el sentido a su psique intentando comprender la de los demás. Trabajaba, lo recordó por fin, en el Proyecto Uno de Copenhague y estaba en Boston por asuntos relacionados con el mismo. Y llevaba toda la vida sufriendo episodios de desrealización y despersonalización; eso también lo recordó.
Poco a poco fue encontrándole el sentido a la habitación y a sí mismo. Por eso los entornos eran tan importantes para él. Durante esos noventa segundos de pánico podría haber estado tan convencido de conocer el entorno como de ser otra persona, en otro lugar y en otra época.
La habitación estaba en la tercera planta de un hotel que por Internet le había parecido apropiado, pero no tanto en vivo y en directo. Era amplia, con una alta ventana de guillotina que daba a la calle. Macbeth la abrió y dejó por la parte de abajo una rendija de diez centímetros por la que apenas pasaba aire.
En esos momentos, en el sillón junto a la ventana de la habitación en silencio, de nuevo en posesión de su identidad y sus propósitos, Macbeth se quedó escuchando los sonidos de más abajo. Era algo que solía hacer y, como con tantos otros aspectos de su personalidad, más de uno lo habría considerado rarito por hacerlo. Cuando la mayoría de la gente en una habitación de hotel encendería la tele o la radio para rellenar el vacío con sonidos conocidos, o cerrarían aún más las fronteras de su consciencia con un reproductor de mp3 y unos auriculares, John Macbeth se sentaba, quieto y callado, y escuchaba el exterior. Con toda la habitación en silencio, prestaba atención a los sonidos de más allá: de las habitaciones vecinas, de la calle al otro lado de la ventana… El sonido ambiente, como lo llaman en el cine: la pretensión de otra realidad más allá, de una acción que no se ve.
Tenía móvil y portátil, como todo el mundo, pero solo los utilizaba cuando no le quedaba más remedio. Aunque la tecnología era una parte central de su trabajo, inevitable en el día a día, no se le daba bien interactuar con ella. Los ordenadores y los videojuegos, con los que nunca entendería por qué jugaban los adultos, le provocaban cinetosis, y toda interacción prolongada con la electrónica parecía alterarlo e irritarlo. El problema que estaba teniendo con el ordenador era un típico ejemplo: una carpeta que no recordaba haber creado y que se negaba a abrirse, por mucho que lo intentara (hasta el punto de pulsar enfadado el teclado con un dedo, como si un objeto virtual fuera a rendirse a la física del mundo real). La carpeta llevaba como un mes en el escritorio del ordenador, burlándose de su incompetencia tecnológica.
«Mi hermano Casey te hará entrar en razón», le había amenazado en voz alta en más de una ocasión.
Lo irónico era que su trabajo lo ponía en contacto directo con la tecnología informática más sofisticada del mundo: pertenecía a un equipo interdisciplinar formado por algunos de los cerebros más brillantes del planeta, si bien más de la mitad del trabajo mental lo hacían las máquinas por ellos. Y el principal objetivo del Proyecto Uno era, de hecho, crear una máquina que simulara la actividad neuronal del cerebro humano, y tal vez incluso pensara por sí misma. Así y todo, fuera del trabajo evitaba la tecnología todo lo más que le permitía la vida moderna. Y no lo hacía llevado por ninguna objeción moral o filosófica, sino porque tenía la sensación de que la tecnología siempre agravaba su problema: el de que se le olvidara quién era y cuál era su lugar en el mundo.
Esa era la razón de que John Macbeth prefiriera conectar con el universo real en lugar de con el virtual: escuchaba los sonidos del exterior para tranquilizarse y asegurarse de que se encontraba realmente en la habitación, que estaba allí, y así su mente se concentraba en el mundo y no en sí misma. Era un tipo de meditación que llevaba practicando desde la niñez: a la hora de irse a la cama en los veranos en Cape Cod, justo antes del anochecer, escuchaba el sonido de los pájaros, las olas o los trenes en la distancia, al otro lado de las cortinas que relucían con un rojo ámbar en el sol de poniente. Pese a recordar muy poco de su infancia, se acordaba a la perfección de esas cortinas de colores vivos y un estampado muy marcado.
Para su estancia en Boston Macbeth había escogido un hotel que iba con su estilo pero que sobrepasaba el presupuesto asignado por la universidad. No era que le gustase ir a sitios de lujo desmedido, llenos de recordatorios chapados en oro que clamaban a los cuatro vientos que estaban muy fuera del alcance del trabajador medio; prefería los de diseño exclusivo o los hotelitos con encanto: sitios con personalidad o historia (o en el mejor de los casos, ambas cosas). Macbeth necesitaba que su entorno estuviese bien, siempre. Los colores, los olores, las texturas y los gustos que lo rodeaban, incluso las ropas, eran de extrema importancia. Sin duda podía parecer un materialista superficial. Pero nada más lejos: Macbeth tenía una necesidad real de estar en un ambiente que lo relajara, que le ofreciese cierta armonía y reconciliara sus mundos interno y externo. Era al mismo tiempo una meditación y una reafirmación de la identidad. Y estaba muy relacionado, como bien sabía, con sus recuerdos, o con la falta de estos.
Tuviera las motivaciones que tuviese, el caso es que lo necesitaba como el católico practicante necesita las cuentas del rosario.
Boston era su ciudad natal. La Universidad de Copenhague lo había enviado como representante del Proyecto Uno. Pese a las protestas de Poulsen, el director del proyecto y jefe de Macbeth, la universidad se había mostrado entusiasmada con la idea de utilizarlo como cara visible, en la creencia, al parecer, de que la mayoría de la gente no asociaría su aspecto y sus maneras con un investigador o un psiquiatra y de que, como estadounidense, era el enlace ideal con el socio bostoniano del proyecto, el Instituto Schilder de Investigaciones Neurocientíficas.
Él no se veía precisamente como el embajador perfecto; sabía que podía ser sociable e ingenioso pero, desde que tenía uso de razón, era consciente de su indiferencia hacia los demás, de su autosuficiencia emocional e intelectual. Como psiquiatra había estudiado y comprendido el «problema de las otras mentes», pero que lo hubiera entendido no significaba que lo hubiese resuelto en su caso.
—¿Estás bien, Karen? —Una sonora voz autoritaria de hombre llegó desde la calle—. Necesito que estés bien para la presentación de Halverson.
—Que sí. —Una voz de mujer, joven, refinada, culta y desafiante—. Ya te he dicho que estoy perfectamente…
Esas voces se perdieron y otras vinieron a sustituirlas. Macbeth elucubró sobre qué podía ser la presentación de Halverson y qué problema podía tener la mujer para que el hombre necesitara que lo tranquilizase. De un fragmento incompleto e incoherente de realidad, extrapoló una ficción completa y coherente.
«Tal vez debería hacerme escritor», se dijo. Macbeth el psiquiatra sabía que el acto de crear ficciones y el trastorno mental compartían un origen común: los escritores eran unos esquizotípicos no patológicos de primera. Cuanto más cercanos al diagnóstico estaban, y cuanto más tendían al pensamiento mágico, más creativa era su escritura.
Miró la hora en el reloj: tenía una cita a la que no podía llegar tarde.
Llamó a la recepción para que le pidieran un taxi y les dijo que bajaría enseguida. Ya en el pasillo, cuando la pesada puerta se cerró con un chirrido a sus espaldas, se guardó la tarjeta de plástico en el bolsillo. El hotel estaba en un edificio antiguo y las puertas parecían originales. Se imaginó a los carpinteros que las habían confeccionado y labrado, que habían forjado el bronce para las bisagras y la cerradura. Pensó en lo imposible que les habría parecido a esos artesanos de cuatro generaciones atrás que algún día sus puertas se cerraran y se abrieran con un barrido de microchip. Era otra forma de elaborar un todo de una parte. Para justificarse solía decirse: «La mayoría de la gente se pierde en sus pensamientos»; sin embargo, la diferencia era que, en su caso, a veces no sabía encontrar el camino de vuelta.
Se encaminó hacia el ascensor que había al fondo del pasillo. Un pilar que se levantaba a medio camino ocultaba la vista de las puertas pero, al acercarse, vio a un hombre alto que parecía esperar el ascensor. Tenía un aspecto oscuro, con una cabellera morena de una longitud pasada de moda, barba morena y más poblada de la cuenta y traje oscuro de corte anticuado.
Algo en el hombre, el pasillo o la luz provocó en Macbeth una sensación de déjà vu. Tras desestimar la idea, lo llamó:
—Oiga… ¿podría esperar?
El hombre no se volvió y no acusó recibo de la petición de Macbeth. En su lugar, sin mudar el rostro, dio un paso adelante y se perdió tras la columna.
—Muchas gracias, colega —masculló entre dientes Macbeth, que apretó el paso.
Para cuando llegó, sin embargo, las puertas se habían cerrado y la pantallita electrónica que había encima le informó de que el ascensor estaba en la planta baja. Y no se movía. Macbeth se quedó mirando las puertas, la pantalla de led y de nuevo al pasillo, al sitio donde estaba cuando había llamado al hombre oscuro, como si estuviera haciendo un cálculo, resolviendo una ecuación con la que conferirle sentido a lo sucedido.
Apartó el acertijo de la cabeza y pulsó el botón del ascensor.