II

Lo que pasa con lo inusual y lo extraordinario es que, cuando forma parte de tu vida diaria, se vuelve por definición usual y ordinario. Lo que en otros puede despertar asombro y fascinación empieza a pasarte desapercibido.

Para Walter Ramirez, lo extraordinario que se había vuelto ordinario, lo inusual que se había vuelto usual debido al contacto diario, era el Puente.

Millones de personas lo conocían. En el mundo entero la gente era capaz de imaginarlo en su cabeza, por mucho que solo lo hubieran visto en fotos. Era un icono, un símbolo y una forma de desplazarse. Para muchos, además, era un destino.

A veces, sin embargo, una vez acostumbrados a lo desacostumbrado, surgen momentos en que volvemos a verlo como los demás. Ese miércoles a Ramirez le pasó dos veces.

La primera fue cuando conducía el Explorer del trabajo por el túnel Waldo. Tenía el primer turno de la mañana y el sol estaba a punto de salir cuando su coche patrulla salió al día en ciernes. A pesar de haberlo visto tantas veces, el paisaje que se abría al fondo del túnel hizo que le recorriera una pequeña corriente eléctrica por la piel y le erizó los pelos de la nuca. Todavía había algunas farolas encendidas por la ciudad, un ramillete de pinchacitos blancos y amarillos en el terciopelo morado del cielo previo al amanecer que se reflejaban en la bahía. A la izquierda tenía el puente de la Bahía pero el Puente por antonomasia estaba ante él. Esa era la ronda de Ramirez.

El Golden Gate.

Walt Ramirez llevaba quince años trabajando como agente de la Patrulla de Carreteras de California, todos ellos dentro de la jurisdicción de la Bahía de San Francisco, diez en la división del Golden Gate y siete en la comisaría de San Clemente, en el condado de Marin, a doce minutos del puente. Los galones llevaban tres años en su manga.

Tenía aspecto de matón uniformado: un hombre corpulento, de espaldas anchas y gesto adusto, con cuarenta años y unas manos tan grandes que parecían desproporcionadas con el resto de su constitución, por alto que fuera. Una presencia física, en definitiva, que no le había venido nada mal. En los quince años de agente de la PCC, aparte de las prácticas en el campo de tiro, en total había desenfundado su arma doce veces y solamente la había disparado en una ocasión, un tiro que, por lo demás, había sido disuasorio. Por lo general, cuando el sargento Walter Ramirez le decía a alguien que hiciera algo con el tono desconcertantemente sereno que se gastaba, solían obedecerle.

Pero a pesar de su aspecto de matón uniformado, Ramirez distaba mucho de serlo. Santo de la devoción de todo aquel que llegaba a conocer al hombre modesto y amigable tras su presencia intimidatoria, tanto los agentes más veteranos y los de su quinta como los más jóvenes lo respetaban y lo tenían en estima. Era de esos polis que trabajaba en el cuerpo por las razones correctas: se preocupaba por la gente —tal vez casi más de la cuenta, a tenor de los padecimientos que había sufrido a lo largo de los años— y se había hecho policía para ayudar a los demás, no llevado por una necesidad de ejercer la autoridad sobre nadie. Con todos los ciudadanos sin falta se mostraba cortés y respetuoso, aunque también firme cuando la ocasión lo requería. Sus compañeros sabían que era alguien en quien podían confiar si se hallaban en un aprieto, que les cubriría las espaldas; es más, puestos a elegir, Walt Ramirez sería justo el tío que a uno le gustaría que se las cubriera.

Y su ronda era pequeña pero cargada de simbolismo: era el propio Puente.

Aparte de ser el supervisor de turno de todas las patrullas que cubrían el puente y sus accesos por ambos lados, era el enlace entre el departamento de Carreteras y Administración del Golden Gate —que tenía su propia fuerza de seguridad—, la oficina del sheriff del condado de Marin, la policía local de San Francisco y los guardacostas nacionales, que tenían su sede en Fort Baker, en Sausalito, a unos trescientos metros de la torre norte del puente.

La pasarela del lado oeste estaba siempre cerrada al paso, y Ramirez llegó justo después de las cinco y media de la mañana, cuando se abría la barrera automática de la acera este. Se fijó en un grupo de unas treinta personas que acababa de pasar por la barrera e imaginó que debían de haber estado esperando a que abriesen. Aminoró la marcha mientras los observaba más atentamente desde el otro lado de la barrera de seguridad. Eran jóvenes, ninguno aparentaba más de treinta años y charlaban entre sí con ánimo relajado. Eso era algo que Ramirez, como todos los polis que trabajaban en el puente, había aprendido con el tiempo; a leer el lenguaje corporal y a hacer el cálculo mental de la desesperación: cuando había muchos, como en esos momentos, no había peligro; cuando había un solo individuo, un alma solitaria enfrascada en sus pensamientos, debía andarse con ojo. Las autoridades del puente también los observaban por el circuito cerrado de seguridad. Y había que contar los postes de las farolas.

Ramirez llamó por radio y le pidió a Vallejo que le pasase con los de seguridad.

—¿Traman algo los madrugadores? —preguntó.

—Nada, llevan un cuarto de hora esperando a que se abran las puertas —le explicó el operador del puente—. Supongo que habrán venido a echar una carrerita mañanera.

—No tienen mucha pinta de corredores —repuso Ramirez—. Me voy a acercar a echar otro vistazo.

Condujo hasta el final del puente, donde dio media vuelta, todo el rato sin dejar de contemplar al grupo al otro lado del carril. A excepción de un par de semirremolques por delante, tenía el puente para él, de modo que pudo cambiar de sentido y seguir al grupo. Para entonces ya había dejado atrás la primera torre. Observó que iban andando juntos pero sin correr ni marcar el paso con ningún propósito especial y volvió a fijarse en que parecían todos de muy buen humor, como si disfrutaran de la compañía del resto mientras el sol se alzaba en la bahía. Seguía habiendo algo, sin embargo, que le chirriaba. Aceleró y encendió las luces del techo para alertar a los demás conductores. Un par de los del grupo lo vieron y se detuvieron, esperando a que llegase a la barrera.

—Buenos días —los saludó alegremente Ramirez, y los transeúntes le devolvieron la sonrisa.

—Buenos días, agente —contestó una atractiva mujer de unos veintitantos años que llevaba el pelo recogido en un moño alto—. Una mañana estupenda, ¿no le parece?

—Así es, señora. ¿Van todos juntos? ¿Son un grupo?

—Sí… lo somos. —La mujer frunció el ceño con una preocupación poco creíble—. ¿Estamos quebrantando alguna ordenanza municipal?

—No, no pasa nada. ¿Pertenecen a un club o algo por el estilo?

—Trabajamos juntos. Yo soy la directora ejecutiva… Ayer pensamos que estaría bien dar un paseo y venir a ver salir el sol desde aquí. ¿Hay algún problema?

—Por supuesto que no… Lo siento, no pretendía molestarlos. —Ramirez la escrutó más detenidamente: era demasiado joven para ser la directora de una empresa, y no le pegaba nada; no cuadraban ni la ropa ni la actitud—. ¿De qué es la empresa? —preguntó sin perder la sonrisa ni el tono dicharachero.

—De juegos.

—¿De juegos?

—De videojuegos. Los creamos, y esta gente que ve aquí son los mejores de mi equipo.

—¿Como los de las maquinitas? —preguntó Ramirez, y nada más decirlo le pareció una tontería, algo que habría dicho su padre.

La mujer se echó a reír y sacudió la cabeza.

—No, qué va. Sobre todo creamos juegos de realidad paralela… Y bueno, de vez en cuando nos gusta hacer este tipo de cosas para recordarnos que hay un mundo real aquí fuera.

—¿Para fomentar el espíritu de grupo y esas cosas? —siguió indagando.

—Algo así. No sabía que hubiese que pedir permiso…

La joven le clavó la vista: una mirada muy puntocom, un mundo para el que Ramirez no tenía mucho tiempo y que había abierto una brecha generacional entre él y sus hijos.

—No hace falta. Bueno, que disfruten del sol y tengan un buen día.

—Lo mismo le digo, agente. —Volvió a sonreírle.

Al volver al coche, Ramirez se quedó mirando al grupo. Todos despedían un aura desenfadada —bien por la juventud o el sol, bien por ambas cosas— y sintió una punzada de envidia. Así y todo contó las farolas. Era algo que aprendías a hacer cuando eras un poli ligado al Puente, a pesar de que para esa gente no hiciera falta.

Se quitó la idea de la cabeza, apagó las luces del techo y encendió el motor. Al pasar a su lado la joven que probablemente ganaba en un mes lo que él en un año lo saludó con la mano.

¿Qué pasaba? ¿Qué no cuadraba?

La duda le hizo detenerse una vez más y quedarse contemplándolos por el retrovisor. El grupo de paseantes se había convertido en una fila india que se extendía por la acera. Se detuvieron, y justo en medio estaba la farola 69. La mujer estaba en el centro, al lado del poste: el 69.

El que más se cuenta.

El puente Golden Gate era un símbolo. Gente de todo el país, del mundo entero, llegaba atraída por su insólita belleza; y la mayoría venía atraída por las vistas desde el poste 69.

Se bajó del Explorer y empezó a retroceder a pie.

—¡Perdone, señora…! —gritó mientras agitaba la mano para llamar la atención de la joven.

Esta le devolvió el saludo al tiempo que saltaba la barandilla de seguridad a la vez que sus compañeros y bajaba a la viga de solo tres palmos de ancho que Ramirez sabía que estaba justo al otro lado, a dos cuartas por debajo del nivel de la pasarela de paso.

Dios… Ramirez echó a correr con todas sus fuerzas. Dios Santo… Debían de ser unos treinta. Mientras corría pudo ver las luces parpadeantes del resto de vehículos que corrían hacia ellos alertados por las autoridades del puente. Demasiado lejos, demasiado tarde.

Farola 69.

El Golden Gate requería un tipo de poli muy especial porque lideraba la lista mundial de escenarios de suicidios. Todos los años montones de personas acudían al puente para cruzar algo más que la bahía de San Francisco. Llegaban de todo el país, algunos incluso del extranjero, para recorrer el tramo de puente donde la muerte siempre estaba a solo un salto de cuatro palmos y medio por encima de la barrera de seguridad de la acera y a una caída de cuatro segundos a 120 kilómetros por hora. A esa velocidad el impacto contra el agua era igual que contra cemento. Casi nadie se ahogaba: el 90 por ciento moría de heridas internas, por el aplastamiento de huesos y órganos. Del Puente saltaba —que se supiese— un suicida cada semana y media, lo que daba un total de más de treinta muertes al año; aparte estaban, por supuesto, los que lograban tirarse sin que los viesen, dejando atrás sus coches recubiertos de polvo y abandonados en aparcamientos.

De los 128 postes el 69 era el que había sentido el último roce de la mayoría.

Saltó la valla hasta la acera. Bien instruido en todo tipo de estrategias para hablar con suicidas potenciales, Ramirez conocía una decena de maniobras pensadas para agarrar y poner a salvo a un saltador indeciso. Pero eran demasiados.

—¡No! —chilló—. ¡No lo hagan, por Dios!

Estaba cerca de la barandilla, por donde la joven miraba el agua. Los vio a todos sobre la viga, cogidos de la mano.

La mujer volvió la cabeza para mirarlo.

—No pasa nada —le dijo sin dejar de sonreír, y esa vez lo hizo con sinceridad y afabilidad—. No es culpa suya. No habría podido hacer nada. No pasa nada… estamos convirtiéndonos.

Como si respondiesen a una orden tácita, sin vacilar, saltaron todos a la vez.

Ramirez llegó a la barandilla justo a tiempo para ver cómo impactaban contra el agua. Todo parecía irreal, como si lo que acabara de presenciar no hubiese podido suceder de ninguna de las maneras y solo hubiese estado imaginándose a esos jóvenes que estaban sobre el puente hacía unos segundos. Escuchó su propia voz como si fuera la de otro cuando informó por radio y llamó al barco de rescate de los guardacostas de Fort Baker. El vehículo de los de seguridad y el coche patrulla de la policía local se detuvieron a su lado, pero las voces inquisitivas y urgentes del resto de agentes le llegaron como si fuesen mensajes de radio de un planeta remoto.

Se apartó de la valla de seguridad y se quedó mirando el puente, la elegante curva que describen los arcos de su lomo, el rojo de sus torres inmensas, más encarnado aún por el sol del amanecer. Por segunda vez en el día vio el Puente como lo que era, lo que simbolizaba: vio su belleza.

Y lo odió.