I

Marie Thoulouze sintió que el aire se enfriaba de buenas a primeras, como si se hubiese producido un cambio estacional en el intervalo de un segundo. Sin embargo fue algo más que el repentino descenso de la temperatura lo que le puso la piel de gallina. El sol seguía luciendo, tal vez incluso más que antes, pero el ambiente había cambiado, y no solo por la temperatura sino también por la presión, la humedad y la densidad del aire. Experimentó un déjà vu que la sorprendió por su intensidad; la sensación de haber estado allí antes y haber sentido justo lo mismo que en ese momento… y un sinfín de veces antes. Quizá fuese por la ocasión: tal vez uno note cuando la Historia está haciéndose ante sus ojos.

Marie se quedó al fondo de la plaza du Vieux Marché, donde se había congregado el gentío, y el olor a tanta humanidad concentrada para un fin tan inhumano le invadió la pituitaria: penetrante, amargo, rancio. Cuando una carreta avanzó a trompicones por el barro reseco de la plaza, la muchedumbre se dio empujones para ver mejor. Prorrumpieron en hurras y cánticos en un francés que a Marie le costó entender, muy distinto al suyo. Repasó con la vista las filas de soldados ingleses y borgoñeses, con sus gujas y sus alabardas destellando al frío sol, y tuvo la impresión de que, al ver entrar la carreta en la plaza, se ponían tensos, como preparándose para lo que venía.

Marie fue rodeando la muchedumbre, manteniéndose a cierta distancia de una multitud cada vez más cerrada y alterada. Se produjo un nuevo estallido, más intenso aún, entre abucheos y silbidos provenientes del gentío ruanés, leal al duque de Borgoña, cuando dos soldados ingleses bajaron de la carreta a una chiquilla pálida y delgaducha, vestida con un sencillo vestido de lienzo grueso, con las manos atadas a la espalda y un pelo negro evangélico cortado a trasquilones que dejaba a la vista su delgado y blanco cuello.

Marie ahogó un grito y sintió que se le aceleraba el corazón. Supo lo que estaba a punto de ocurrir y susurró una plegaria por la chica, al tiempo que se llevaba una mano al crucifijo del cuello.

Como una vereda segada entre el maíz azotado por el viento, dos filas paralelas de soldados pertrechados con cascos y armaduras despejaron el camino hasta la columna de piedra que había en medio de la plaza. Una vieja jorobada se coló entre los dos guardias que custodiaban a la presa y lanzó al vestido de la chica maniatada una cruz de madera, que se le coló por el escote antes de caerse entre la muchedumbre. La joven, que tenía los ojos desencajados, confundidos, no pareció reparar en el acto de piedad y compasión de la anciana.

Despejaron un círculo en torno a la columna de piedra, contra la cual habían levantado un cadalso de madera y formado una montaña de haces de leña, troncos y toneles empapados en brea. La única parte del cadalso que había quedado a la vista eran las rudimentarias escaleras de leños que llevaban al tablado. Marie logró abrirse paso hasta el camino despejado y siguió al triste cortejo hasta el claro alrededor de la pira; le asombró que ningún soldado inglés intentara detenerla, aunque temía que lo hiciesen en cualquier momento. El gentío, por su parte, estaba demasiado histérico y frenético para reparar en su presencia. Contempló la escena mientras llevaban a la chica hasta el claro y la hacían detenerse ante un grupo sentado de clérigos revestidos de sedas. Hubo un intercambio de palabras: la muchacha dijo algo y los clérigos le respondieron asintiendo con la cabeza. Aunque Marie no alcanzó a oír lo que se dijo, lo supo… perfectamente.

Siguió con la mirada a la chica, a la que el encapuchado —Marie sabía que se llamaba Geoffroy Thérage— guio hasta la plataforma. Mientras le fijaban una cadena a la cintura y la ataban con más cuerdas a la columna, dos clérigos del grupo se adelantaron y levantaron una cruz en un asta larga para que quedara a la altura de los ojos de la chica y esta tuviera que clavar la vista en ella. La sostuvieron en alto mientras el verdugo metía repetidamente una antorcha encendida en la pira y las astillas cobraban vida crepitante. Las llamas empezaron a escupir y a levantarse con una intensidad que pareció aumentar en paralelo a la histeria del gentío.

Marie oyó el chillido agudo del fuego y pensó por un momento que se trataba de los sonidos desesperados de la agonía de la joven, hasta que otro coro de chasquidos rechinantes y repiqueteos percutidos le hizo comprender que no era otra cosa que la combustión: el fuego como ente único que se arremolinaba y se levantaba consumiendo todo lo que había en la pira de ejecución. Pero en ese momento Marie oyó otro chillido y supo entonces que había salido de su propia garganta, al tiempo que hincaba las rodillas en el suelo, el calor de la hoguera casi insoportable pese a la distancia.

Un soldado borgoñés dio un paso adelante y Marie vio que arrugaba con fuerza algo oscuro en su puño enguantado. Cuando el otro lo lanzó con todas sus energías, vio que un gato negro surcaba el aire y aterrizaba entre las llamas.

—¡No es bruja! —le gritó suplicante al soldado, que no se molestó ni en mirarla—. ¡Que no es bruja!

Marie se convulsionó con grandes sollozos incontrolables ante la visión de la chica en la hoguera. A ella, cuya fe siempre había sido profunda, pura y plena, se le antojaba increíble estar siendo testigo de la muerte de su heroína. ¿Qué había pasado para que estuviese allí en Ruán, el 13 de mayo de 1431, presenciando el desenlace de aquel horror? ¿Cómo iba a creer nadie que había visto semejante espanto con sus propios ojos? Necesitaba pruebas, pruebas palpables.

Sollozando aún, se llevó la mano al bolsillo, de donde sacó algo. Extendió el brazo tembloroso en dirección a la muchacha, que ardía ya como una antorcha en lo alto de la pira.

Utilizó el pulgar para seleccionar la función de cámara del móvil que se había sacado de los vaqueros y pulsó el botón en un intento por atrapar la imagen que ya se le había grabado en el cerebro, la que colmaba en esos momentos su universo.

La imagen de Juana de Arco pasando de un mundo al otro.