I
Desde aquel día, nada volvió a saberse en Florencia de Inés de Torremolinos. Ninguna noticia tuvo el abad de su benefectora ni de sus tres hijas, desde aquella mañana de abril en la que un mensajero llamó a las puertas de la pequeña casa lindera a la Abadía. Lo único que el abad halló fueron unos delgadísimos hilos de sangre sobre el suelo de la cocina y, más allá, junto al cuchillo y la piedra, cuatro minúsculos e idénticos gajos de carne, cuatro perlas rojas, cuyo sitio anatómico el abad no pudo precisar. Inés de Torremolinos y sus tres hijas habían desaparecido de Florencia.
A un paso había estado Inés de la santidad. Pero cierto era que un paso también es el que separaba la virtud de la hoguera. Porque, justo es decirlo ahora, Inés de Torremolinos, después de un breve juicio celebrado en su Castilla natal, acabó sus días en el fuego del Santo Oficio en el año 1559. Nada dijo en su favor.
La prueba que determinó su suerte fue un libro cuyos versos reconoció de su autoría frente al tribunal. Y sin duda, fue un pecado menor comparado con todos los que se le imputaban, y que ella misma reconoció. Misa Negra —tal fue el título con que se lo conoció— fue incinerado junto a su autora, e igual que su oscurecida biografía —de la cual apenas quedan vestigios—, sólo unos pocos versos fueron salvados gracias a la tradición oral. De los sesenta que constituían Misa Negra, solamente se conocen algunos fragmentos de siete versos.[21]