LA ULTIMA CENA

I

Exactamente a la medianoche, la chimenea de la basílica soltó una levísima columna de humo blanco. Todas las campanas del Vaticano doblaron a pique y todas las recovas empezaron a vomitar multitudes que corrían hacia la Plaza de San Pedro. Una bandada de palomas asustadas voló alrededor de la cúpula de la basílica. Todo se iluminó de repente. El corazón del anatomista se animó con una ansiedad largamente contenida. Desde su ventana podía ver perfectamente el balcón de Su Santidad. Rió de emoción como no reía desde hacía muchos años. La multitud reunida pedía a gritos conocer al nuevo Papa. Como semillas que se esparcen en el viento, empezó a instalarse en las bocas el nombre del nuevo Pontífice: habría de llamarse Paulo IV. ¿Pero cuál de los cardenales sería Paulo IV? “Alvarez de Toledo”, se leía en los labios de la multitud.

Precedido por un silencio sepulcral hecho de emoción, ansiedad y pleitesía, Su Santidad se asomó al balcón. Mateo Colón reía como nunca había reído. Sólo cuando la exaltación hubo de sosegarse hasta permitirle al anatomista abrir bien los ojos, pudo ver, claramente, el rostro de Paulo IV. El corazón le dio un vuelco en el pecho. Se quedó con la risa petrificada. Aquel que ahora saludaba desde el balcón no era sino el cardenal Caraffa.

Creyó ver, a la distancia, que el nuevo pontífice le dedicaba una mirada.

II

Aquella misma noche Mateo Colón empacó todas sus cosas. No había razón para esperar, no ya la censura definitiva para su obra —que era un hecho—, sino tampoco para suponer que su antiguo inquisidor no habría de ejecutar la sentencia que había quedado en suspenso. Sabía del odio visceral que Caraffa le prodigaba.

Sin embargo, no todo estaba perdido. Reflexionó serenamente y se resolvió de inmediato. Todavía le quedaba su anhelado refugio en Venecia. No había olvidado cuál era la causa de su vida. Y nada en el mundo podía impedir que, por fin, Mona Sofía le entregara definitivamente su corazón. Ahora sí, el anatomista tenía la llave que abría las puertas de la voluntad de la mujer que quisiera para sí. Y aquella mujer era su Mona Sofía.

Además era ahora un hombre rico, dueño de una fortuna que difícilmente pudiera gastar en el resto de su vida. Después de todo, no sería tan difícil huir de las garras de Caraffa. En dos minutos decidió el resto de su existencia: ahora mismo partiría hacia Venecia, iría al bordello dil Fauno Rosso, pagaría los diez ducados que le permitirían hacerse del amor de Mona Sofía y de Venecia partiría con ella hacia el otro lado del Mediterráneo, o, si era necesario, a las nuevas tierras situadas del otro lado del mundo, más allá del Atlántico.

Entonces, perdidamente enamorada del anatomista, Mona Sofía se convertiría en la más leal de las mujeres y, por cierto, en la más fiel esposa.

Aquella misma noche empacó algunas ropas y todo el dinero que había ganado en su estancia en el Vaticano. Se echó la foggia sobre la frente y, caminando contra la multitud, como un criminal, se abrió paso hasta perderse en la callejuelas de Roma.

A sus espaldas, el Vaticano era una fiesta.