EL CIELO CON LAS MANOS

I

Mateo Colón tocaba el cielo con las manos. Durante su estancia en Roma, el anatomista cremonés produjo su más vasta obra pictórica: los más bellos mapas anatómicos que jamás se hayan hecho, pintados con los óleos más refinados; cientos de apuntes en tinta que representaban su obsesión: el Amor Veneris. Y fue durante su estadía en Roma cuando pintó su más sublime y extraña obra: su Hermes y Afrodita, título que, sin duda, no puede atribuirse sino a la censura, por cuanto el óleo no representaba la reunión de las dos deidades en un solo cuerpo, sino que evocaba su visión de Inés de Torremolinos cuando el anatomista descubrió su Amor Veneris.

Todo era inspiración. Nada estaba fuera del alcance de su mano. Los tormentosos días inquisitoriales habían quedado atrás. Ahora podía mirar a sus antiguos inquisidores desde la diestra del altísimo trono de Paulo III, a quien le había devuelto la vida como Cristo a Lázaro. El oscuro anatomista cremonés era, ahora, la mano de Dios. Su nombre estaba llamado a la Gloria. De hecho, vivía ahora en la ciudad del Cielo en la Tierra. Había reemplazado sus viejos luccos de lino por otros de seda y su beretta de hilo por un fez bordado en oro que, para él, exclusivamente, confeccionó el sastre del Papa. Era un hombre rico; sus honorarios como médico personal del Papa ascendían a la cifra que él mismo creyese justa y, cuando él lo dispusiera, podía acudir a las santísimas arcas; al fin y al cabo, ¿qué precio podía tener la vida de Su Santidad? Nada lo conmovía; nadie llegaba a sus talones. Se paseaba por el Vaticano como si todo aquello le perteneciera. Era la única persona que podía ingresar, sin pedir permiso y cuando se le antojase, en las alcobas papales; el único hombre que podía interrumpir las reuniones; el único hombre que podía darle órdenes al Santo Padre; él decidía a qué hora come Su Santidad, cuándo es la hora de dormir y cuándo la de despertarse, él decidía si era conveniente que Su Santidad recibiera tal o cual visita, él decidía sobre las iras pontificias y el pontifical reposo.

Pero su felicidad todavía no podía ser completa; todas las noches, antes de dormirse, pensaba en Mona Sofía. Sin embargo, sobrellevaba el ansia del encuentro con el sosiego que otorga un título de propiedad. Tenía la certeza de la posesión; no importaba cuantos hombres la pretendieran, ni siquiera cuantos habrían de pasar por su cuerpo. Llegaría el día en que, libre, rico y célebre, subiría los siete peldaños del atrio del bordello dil Fauno Rosso, y entonces sí, como un general a cuyos pies se rinde el viejo enemigo, habría de entrar a su anhelada colonia. Pero sabía que tenía que ser cuidadoso y, sobre todo, paciente; debía, en adelante, comportarse como un político.

Nadie en el Vaticano ignoraba la influencia que ejercía Mateo Colón sobre la voluntad de Paulo III. Así lo comprendió su antiguo inquisidor, el cardenal Alvarez de Toledo. Viendo que ya no gozaba de la influencia que otrora ejercía sobre Su Santidad, Alvarez de Toledo decidió acercarse al médico personal del Papa. Bien sabía el cardenal qué palabras le gustaba escuchar al anatomista. Bien sabía cómo halagarlo.

El cardenal Caraffa, en cambio, no podía disimular la antipatía medular, el desprecio que sentía por Mateo Colón. No podía ocultar su profundo resentimiento, ni podía tolerar que le hubiesen soplado en las narices la antorcha que enciende la hoguera.

Como muestra de confianza y de reconciliación definitiva, el cardenal Alvarez de Toledo depositó en las manos del médico del papa su propia salud. Mateo Colón no ignoraba que Alvarez de Toledo era el cardenal con más posibilidades de suceder a Paulo III. En efecto, el cardenal español mucho sabía de negocios.

II

Confiado en su buena estrella, Mateo Colón se resolvió a exponer al Sumo Pontífice la situación de su obra, De re anatómica y que, de una buena vez, se levantara la censura que sobre ella había impuesto el cardenal Caraffa.

—Quizá no sea éste el momento —se limitó a contestar Paulo III.

Fue aquella la primera gran desilusión de Mateo Colón. Pero tenía paciencia y estaba dispuesto a esperar.

—Veremos, más adelante, veremos… —fue la siguiente respuesta cuando, seis meses después, el anatomista le recordó su asunto al Papa.

—Hijo, deberíais confesaros, pues habéis cometido grave pecado —dijo paternalmente Alejandro Farnesio—; acabáis de revelarme aquello que, ante la comisión, jurasteis no decir a nadie.

Mateo Colón no salía de su indignado asombro. El mismo le había salvado la vida y así se lo agradecía Su Santidad. Y no solamente le quitaba toda esperanza de ver publicada su obra, sino que, además, se permitía amonestarlo.

Mateo Colón terminó por desear que, de una buena vez, el decrépito e ingrato de Alejandro Farnesio se muriera. Finalmente, él era la mano de Dios y, así como podía dar la vida —tal como lo había hecho con su agónico paciente— también podía quitarla. ¿Acaso no era ya el médico personal del futuro Papa?

Su amistad con el cardenal Alvarez de Toledo se consolidaba día tras día; tenían un mismo anhelo y, cada vez que hablaban de la salud de Su Santidad, no podían evitar una mirada cómplice entre ambos. Jamás dijeron una sola palabra sobre sus secretos deseos; no hacía falta.

III

Una lluviosa mañana, Paulo III amaneció muerto. Fue el propio Mateo Colón quien se ocupó de comunicar la mala nueva. Aquel mismo día se reunió el cónclave. En realidad, nada parecía anunciar ninguna sorpresa. Mateo Colón estaba a un paso de ver, finalmente, su obra publicada. Se aprestaba a besar el anillo del nuevo Papa, su amigo, el cardenal Alvarez de Toledo. Con el ánimo sereno —no había motivos para la zozobra ni la inquietud—, el anatomista almorzó en su alcoba, después de lo cual pidió que lo despertasen a media tarde y se dispuso a dormir.

A media tarde se asomó a la ventana de su alcoba y miró hacia la basílica. Aún no había fumata. Decidió quedarse en sus aposentos, pues no quería escuchar ninguna habladuría de palacio. Entraba la noche cuando volvió a asomarse a la ventana. Sintió una ligera inquietud al no ver ninguna noticia en el cielo del crepúsculo. ¿Por qué habría de demorarse tanto la nueva, si era cosa resuelta? Pero inmediatamente volvió a la calma.

Era noche cerrada cuando el anatomista decidió instalarse en la ventana hasta ver la fumata blanca.