LOS HECHOS DEL PROCESO - LLUEVE

I

Mateo Colón, sentado a su pupitre, mira caer la lluvia del otro lado de la luna minúscula que corona la breve cabecera de su cama. Llueve sobre las diez cúpulas gemelas de la basílica y sobre la pradera que se funde en la línea incierta del horizonte. Llueve una lluvia fina que apenas si moja. Llueve una lluvia mansa y persistente que acosa como un mal pensamiento o como una duda. Como una idea. Como un secreto. Llueve, se diría, una lluvia de siglos. Llueve una lluvia pía, descalza. Llueve una lluvia franciscana. Llueve con la misma leve materialidad de la que están hechos los pies del santo sobre los techos, sobre los pájaros. Llueve, como siempre, sobre los pobres. Llueve lenta pero insistentemente una lluvia que, a fuerza de puro caer, habrá de remover los pies marmóreos de los santos pétreos, oscurantistas. No ha de ser hoy ni mañana. En un momento, en unos días, habrán de arder las antorchas negras, las brasas de las hogueras. Pero llueve. Llueve una lluvia mansa, insistente; como una advertencia o un augurio. Llueve una lluvia amable, piadosa, que, al menos, refresca la llaga en la carne quemada. Llueve una garúa zumbona sobre los campesinos que dan de comer al abad y llueve sobre la estola de Paulo III. Llueve sobre el Vaticano. Y llueve, también, una lluvia tibia, anhelada; gotas que son pequeñas vergas que se cuelan bajo el cerrado escote de las religiosas. Llueve una lluvia germinal. Una lluvia italiana.

Mateo Colón mira caer la lluvia nueva. Llueve y entonces, de las entrañas del barro, se exhuman los tesoros de la Antigüedad. Llueve una lluvia arqueológica. Allí, debajo de los pies, surge el antiguo esplendor. Llueve y a fuerza de puro llover, acaba por removerse el suelo histórico que vomita mármoles, libros, monedas. Todo lo que está en la superficie se vuelve, en comparación, trivial y, sobre todo, vulgar. Debajo de la maraña de calles hechas por el azar del puro tránsito, debajo de los villorrios miserables, el agua desnuda el Antiguo y Esplendoroso Imperio que habrá de ser exhumado. Llueve y entonces, desde la tripa de la tierra, surge lo Bueno, lo Bello y lo Verdadero. Llueve y, de puro llover, se deshacen en barro los condottieri y, en su lugar, se vuelve a elevar el espíritu de Escipión, de Favio.

Expulsado de su dulce tierra hallada, de su paraíso; exiliado en su claustro, lejos, muy lejos de su “América”, de su Patria, Mateo Colón mira llover.

El anatomista mira caer aquella lluvia que, a menos que obre un milagro, habrá de ser la última.

II

El 25 de marzo del año 1558, precedida por cinco jinetes y sucedida por otros cinco guardias de corps, llegó a Padua la comisión presidida por el cardenal Caraffa y el delegado personal del cardenal Alvarez de Toledo. Las eminencias fueron alojadas en la Universidad y resolvieron tomarse tres días para examinar los pormenores del caso, antes de dar comienzo al proceso. El decano ofreció a Sus Eminencias el recinto del aula de anatomía para constituir el Tribunal, pero a los ojos de los visitantes resultó demasiado amplio para tan poco número de audiencia; el Tribunal estaría integrado por tres jueces: el cardenal Caraffa, el presbítero Alfonso de Navas —delegado personal del cardenal Alvarez de Toledo— y un representante del Santo Oficio de Padua. La parte acusadora correría por cuenta del propio decano y la defensa del acusado no habría de contar con más auxilio que el de su solo alegato. Además habrían de tenerse en cuenta dos o tres testigos. De modo que Sus Eminencias consideraron más que suficiente el espacio de un aula común.

III

El 28 de marzo del año 1558 se inició el proceso. Según las formalidades del caso, el Supremo Tribunal primero habría de tomar declaración a los testigos de la acusación, en segundo lugar se escucharía la imputación del acusador y, finalmente, el alegato del acusado. Sin embargo, el tribunal no creyó conveniente la presencia de personas ajenas a la asamblea y consideró más cercano a la prudencia que los testigos declarasen por escrito mediante el acta de un notario. De acuerdo con tales formas, el propio notario de la Universidad, Darío Renni, recogió los testimonios que habrían de ser expuestos.

DECLARACIÓN DE LOS TESTIGOS

PRIMER TESTIMONIO: DECLARACIÓN DE UNA MERETRIZ QUE DICE HABER SIDO EMBRUJADA POR EL ANATOMISTA

De pie frente a los jueces, Darío Renni leyó el primer testimonio.

Yo, Darío Renni, procediendo a tomar declaración a una hetaira de los altos de la Taverna dil Mulo, que dice llamarse Calandra, contar con diez y siete años y habitar en esos mismos antros.

La dicente declara que el día catorce del mes de junio del año de mil quinientos y cincuenta y seis, un hombre de fiera mirada llegóse a los altos de la taberna y pidió por servicio. Fuéronle mostradas todas las pupilas de la casa y decidióse a cohabitar con una llamada Laverda. La dicente declara que con ella retiróse a los aposentos habiendo pagado tarifa magra, pues era puta vieja y algo enferma; que el visitante salió de la alcoba sin la compañía de la meretriz y despidióse con prisa de la casa.

La dicente declara que sintió viva preocupación por la otra pupila, pues no salió del aposento y ningún ruido surgía de la alcoba. Declara la dicente que como la otra no apareciera, llegóse hasta el aposento y, junto al lecho, viola yacer. Declara la dicente que al principio pensó que el hombre era cliente disconforme y que vengóse de la otra por hacer mal su oficio y ser vieja y desdentada. Pero vio que respiraba y no tenía herida, ni de hoja ni de palo.

Declara la dicente que cuando la otra despertó del desmayo, le refirió lo sucedido; que el cliente dióle de lamer de la verga y cuando esto hizo vio que éste era el diablo que pedía por su amor y por su alma. Declara la dicente que la otra le refirió que anduvo por los ríos de Caronte viendo demonios fornicadores que metíanle vergas largas por todos los agujeros de su cuerpo por ser mujer de mala vida.

Declara la dicente que no dio crédito a la otra hetaira, pues era puta ya muy vieja que padecía locura venérea.

Mas, a la semana siguiente, aparecióse de nuevo el visitante por los altos de la taberna pidiendo por servicio, que fuéronle mostradas todas la pupilas de la casa y decidióse esta vez por la dicente, que era puta cara y de buena carnadura. Declara la dicente que el cliente era hombre de fina estampa y fiera mirada, que era muy de su gusto y atendióle de buen grado y sin protesta.

Declara la dicente, que el visitante subióse las ropas por arriba de la cintura y pidióle que se sirviera de su verga que estaba dura y levantada. Declara la dicente que lo hizo como mandaba su oficio: con arte y buena maña, y que, al hacerlo, cayó presa del embrujo y se maldijo de no haber hecho caso de las palabras de Laverda.

Declara la dicente que aquél era el mismo diablo que pedía por su amor y por su alma, que vio toda clase de demonios que obedecían al maldito, y que todas esas bestias de fiero talante sometíanse a su amo, poniendo sus vergas gigantescas dentro del ojo del culo de la dicente que sufría de gran tormento. Y escuchaba que el amo de la bestias le decía que le diera su amor y su alma para que el grande suplicio cesara. Declara la dicente que el amo de las bestias del infierno le pedía por su amor por ser mala mujer; que su alma le pertenecía pues había del pecado de la carne su sustento. Declara la dicente que negóse, a pesar de los tormentos, a darle su amor, pues había recibido sacramentos y con Dios era su amor y con Dios era su alma.

Habiéndole sido mostrado el anatomista, Mateo Renaldo Colón, la dicente declara que aquél era el hombre.

SEGUNDO TESTIMONIO

DECLARACIÓN DE UN CAZADOR QUE DICE HABER VISTO AL ANATOMISTA EN COMPAÑÍA DE BESTIAS DEMONIACAS

Yo, Darío Renni, notario de la Universidad de Padua, procediendo a tomar declaración de quien dice llamarse A, tener veinticinco años y vivir en la alquería con esposa y cuatro hijos.

El dicente declara que en oportunidad de encontrarse de caza en los bosques lindantes a la abadía, vio a un hombre que caminaba acompañado por el cuervo. Que el hombre llevaba una gran saca cargada al hombro y en ella guardaba animales muertos que recogía a su paso, conducido por el cuervo. El dicente declara que tal actitud llamó su atención y movido por la curiosidad y el temor decidió seguirlo sigilosamente, pues aquel hombre parecía ser el mismo diablo. El hombre caminó hacia una vieja cabaña ruinosa y abandonada, en cuyo interior vació el repugnante contenido de la saca. El dicente declara que vio, detrás de la ventana, cómo el hombre daba de comer al cuervo de aquella carroña. El dicente vio, horrorizado, sobre la mesa, unas bestias horrorosas: un perro con plumas de pavo junto a un gato con escamas de pez. Que, después de tocarlos, aquellos demonios cobraban vida y se agitaban y movían como locos.

Habiéndole sido mostrado el anatomista al dicente, éste declara que el hombre que vio es Mateo Renaldo Colón.

TERCER TESTIMONIO

DECLARACIÓN DE UNA CAMPESINA QUE DICE HABER SIDO EMBRUJADA POR EL ANATOMISTA

Yo, Darío Renni, notario de la Universidad de Padua, procedo a tomar declaración a quien dice llamarse A, contar diez y siete años y ser esposa de B.

La dicente ocupa junto a su marido la alquería lindante con la Casa Mayor. El manso está administrado por C, quien da fe de lo antedicho.

La dicente declara bajo juramento conocer al Maestro Mateo Renaldo Colón, de quien ha dado fiel descripción. Dice haber conocido su claustro en la Universidad, del cual, también, ha dado leal detalle.

Preguntada acerca del modo en que conoció al anatomista, la dicente declara que viólo por primera vez junto a Frai D, en las cercanías de la Casa Mayor, al otro lado de los setos que delimitan las tierras señoriales de su alquería en las tierras tributarias. La dicente declara que después de una extensa caminata que incluyó los alrededores de los talleres, la cocina, el horno, el granero y el establo dentro del perímetro del fies, el fraile y el anatomista se despidieron. El uno caminó hacia la Casa Mayor y se perdió del otro lado de los setos. El otro avanzó hacia el horno donde la dicente cocinaba pan y preguntóle por su señor, después de presentarse por su nombre. La dicente declara que, como el anatomista se lo pidiera, fue a buscar a su marido, quien se hallaba trabajando en la reparación de la abadía, pues era día de trabajo de favor. La dicente declara que el visitante estuvo hablando largo rato con su marido y que las apariencias le indicaban, pues no podía oír el diálogo, que el objeto de la conversación era la propia dicente. Declara que el marido fue en busca del administrador y que, luego, los dos últimos quedaron hablando a solas. La dicente declara que vio cómo el anatomista pagaba con dinero al administrador y que el administrador dio permiso a la dicente para salir de la alquería en compañía y bajo el cuidado del visitante, Mateo Renaldo Colón.

Declara la dicente que, en forma subrepticia y nocturna, fue llevada a los sótanos de la Universidad y que, rodeada de muertos, el anatomista pidióle que se desvistiera y se acostase en una fría mesa de mármol. Declara la dicente que el médico la obligó a separar las piernas y que, siendo así, introdujo un demonio dentro de su sexo. Declara la dicente que en medio de placer y éxtasis al que no podía substraerse porque el demonio que estaba en su sexo le prodigaba inmenso deleite que nunca había sentido, el anatomista ordenaba al hijo de la Bestia que enamorara el alma de la dicente y que su cuerpo ardiera como el fuego de gran caldera. Declara la dicente que enamórose de aquel fiero demonio y del amo que lo animaba alrededor de su sexo guiándolo con un dedo. Declara la dicente que desde aquel día nunca pudo sentir deleite de la verga de su marido, pues su cuerpo preso estaba de aquel fiero demonio.