EL DESCUBRIMIENTO

I

Un jinete cruzó a todo galope las angostas calles de Padua. A su paso, derribó el puesto de un tendero de la Piazza dei Frutti —que ni tiempo tuvo para insultarlo—, dejando un tendal de naranjas rodando calle abajo. El caballo estaba empapado en sudor y echaba espuma por la boca; había estado galopando desde el otro lado de los montes Eugáneos. Leonardino, el cuervo, lo vio; sigilosamente lo escoltó, sobrevolándolo en círculos, desde que cruzó los viejos muros por la Porta Eugánea y, más allá, cuando avanzó por la Riviera de San Benedetto. Al cruzar el Ponto Tadi por sobre el canal, el cuervo se le adelantó y, como si lo supiera por anticipado, se posó sobre el capitel del aula dentro de la cual su amo estaba dando clase.

El jinete se apeó frente a la puerta de la Universidad y corrió a través del patio.

—¿Dónde encuentro a Mateo Colón? —le preguntó a un hombre a quien, poco menos, se había llevado por delante.

El hombre era el decano, Alessandro de Legnano.

El mensajero le explicó brevemente la urgencia del asunto que lo traía sin dar más precisiones ni detalles que los que imponía la formalidad e inmediatamente le repitió su petición, de tal modo que quedara claro que no tenía autorización para informar a nadie más que al propio anatomista.

—Tengo orden de entregar el mensaje al messere Mateo Renaldo Colón —explicó, lacónico el mensajero.

Al decano lo irritó profundamente el modo excesivamente respetuoso con que el mensajero se refirió al barbiere, pero, sobre todo, la pretensión de eludir su autoridad, como si fuera un simple criado cuya función fuera la de anunciar las visitas a “su eminencia”, Mateo Colón.

—Quizá deba informaros que en esta casa yo soy la autoridad.

—Quizá deba informaros quién es el remitente del recado —dijo el mensajero, permitiéndose la impertinencia de imitar el tono de su interlocutor, a la vez que le exhibía la rúbrica y el sello impreso en el dorso del mensaje.

El decano no tuvo otro remedio que prometer al mensajero entregar la carta al anatomista ni bien regresara de viaje.

II

La impresión que se formó Mateo Colón de la enferma fue, en primera instancia, que se trataba de una mujer infinitamente bella y, en segundo lugar, que no era aquella ninguna enfermedad frecuente. Inés estaba tendida en la cama, exánime e inconsciente. Examinó sus ojos y su garganta. Palpó su cabeza e inspeccionó sus oídos. El abad seguía los movimientos del médico con desconfiada curiosidad. Palpó sus tobillos y sus muñecas y rogó al abad que lo dejase a solas con la enferma junto a su “discípulo”, Bertino. No sin alguna preocupación, el abad abandonó la alcoba.

Mateo Colón pidió a Bertino que lo ayudara a desvestir a la paciente. Quizá nadie sospechara siquiera que debajo de aquellas austeras ropas existía una mujer de una belleza extraordinaria, hecho que testimoniaban las manos del discípulo, que temblaban como una hoja al retirar cada prenda.

—¿Acaso nunca has visto una mujer desnuda? —preguntó Mateo Colón a Bertino no sin cierta malicia, haciéndole notar, de paso, que podía convertirse en el delator del espía del decano.

—Sí, las he visto… pero no con vida… —titubeó Bertino.

—Pues te recuerdo que lo que estas viendo no es una mujer, sino una enferma —marcando en la pronunciación la diferencia entre ambas entidades.

En rigor, Mateo Colón tampoco había podido sustraerse a la belleza de su paciente, pero tenía el pulso experimentado, suficiente para no manifestar ninguna turbación. E, inclusive, sabía que un médico debía hacer caso de las impresiones subjetivas: intuía que su inquietud y su perturbación no eran ajenas a la enfermedad de su paciente. Examinó el tono muscular del vientre y el ritmo de la respiración. Viendo que Bertino demoraba con su tarea, ordenó a su discípulo que terminara de una vez de quitar las ropas de la enferma. En el mismo momento en que el anatomista se disponía a tomar el pulso, Bertino prorrumpió en un grito de espanto.

—¡Es un hombre! ¡Es un hombre! —vociferaba a la vez que se santiguaba e invocaba a todos los santos del cielo—. ¡El poder de Dios sea conmigo! —imploraba con una mueca de terror.

Mateo Colón pensó que Bertino se había vuelto completamente loco. El maestro se incorporó e intentó calmar a su discípulo, cuando, para su estupor, pudo ver entre las piernas de la enferma, una perfecta, erecta y diminuta verga.

III

El anatomista conminó a su discípulo a que dejara de gritar. Ciertamente, aquel descubrimiento, fuere lo que fuere, ponía en peligro la vida —ya lo suficientemente frágil— de la enferma. Mateo Colón recordó de inmediato un caso que, cincuenta años antes, había conducido a la hoguera a un hombre que presentaba la apariencia de una mujer y que, aprovechando sus facciones femeninas, ejercía la prostitución. Sin embargo, Inés de Torremolinos presentaba una anatomía enteramente femenina y, por cierto, sus tres hijas eran fiel testimonio de su no menos femenina fisiología. Sin embargo, frente a las narices atónitas del maestro y su discípulo, allí estaba aquel pequeño órgano erecto, señalando al centro de sus ojos alelados abiertos como dos pares de florines de oro.

La hipótesis que mejor se ajustaba a la situación era la del hermafroditismo. Las antiguas crónicas de los médicos árabes y egipcios relataban numerosos casos de seres que presentaban los dos sexos en un mismo cuerpo. El mismo anatomista había podido comprobar un caso de hermafroditismo en un perro. Sin embargo, esta última conjetura tampoco se ajustaba a los hechos: la característica común que señalaban todas las crónicas médicas no dejaba dudas acerca de que tal anomalía significaba la atrofia completa de ambos órganos sexuales, los masculinos y los femeninos, siendo en consecuencia imposible la reproducción. Además de los tres vástagos que Inés de Torremolinos había traído al mundo, era evidente que aquel pequeño órgano no se mostraba en absoluto atrofiado; al contrario, estaba inflamado, palpitante y húmedo.

Llevado por la pura intuición, el anatomista tomó entre el índice y el pulgar aquella innominada parte y, con el índice de la otra mano, comenzó a frotar suavemente el diminuto “glande”, rojo e inflamado. La primera reacción que Mateo Colón pudo comprobar fue que toda la musculatura del cuerpo de la enferma —que hasta entonces permanecía completamente laxa— cobró una súbita e involuntaria tensión, a la vez que aquel órgano aumentaba un poco más en tamaño y se conmovía en breves contracciones.

—¡Se mueve! —gritó Bertino.

—¡Silencio! ¿O acaso quieres enterar al abad?

Mateo Colón no dejaba de frotar entre sus dedos aquella protuberancia, como quien frota una rama contra una piedra para obtener fuego. De pronto, como si finalmente hubiese conseguido encender la chispa de la hoguera, todo el cuerpo de Inés se conmovió en una gran convulsión que le hizo levantar las caderas, quedando sostenida por los tobillos y la nuca, semejando un arco. Poco a poco, su cintura empezó a moverse, siguiendo la regularidad, el ritmo de los dedos del anatomista. La respiración de Inés se agitó; el corazón, se diría, le galopaba dentro del pecho y todo su cuerpo brilló súbitamente con un sudor general, reproduciendo, en virtud de aquella frotación que le prodigaba el anatomista, cada uno de los penosos síntomas que la sobresaltaban por las noches. Sin embargo, pese a que Inés se mantenía inconsciente, no se diría que aquella sesión le resultara, precisamente, penosa. La respiración de Inés fue cobrando un sonido ahogado que devino en un jadeo sonoro. Su exánime gesto se transformó en una mueca lasciva: la boca, entreabierta, dejaba ver la lengua agitándose entre las comisuras de los labios.

Bertino, el discípulo, se persignó. No alcanzaba a descifrar si aquello era un exorcismo o si, al contrario, su maestro, estaba metiendo el diablo en el cuerpo de Inés. Casi cae desmayado al ver que, de pronto, la enferma abrió los ojos, miró en derredor, y, totalmente en sí, se entregó a la diabólica ceremonia del anatomista. Los pezones de Inés se habían inflamado y erguido y ahora ella misma se los frotaba con sus propios dedos sin dejar de mirar al desconocido con lascivia, a la vez que musitaba unas palabras ininteligibles en español.

Se diría que Inés había pasado de la agonía al frenesi veneris. Totalmente consciente —si así pudiera decirse—, Inés se asió al travesaño de la cabecera de su rústica cama.

Entre ayes, convulsiones y “cómo os atrevéis” admonitoriamente suspirados, Inés dejaba hacer.

—¿Cómo os atrevéis? —murmuraba a la vez que se pasaba su propia lengua por los pezones—. Que soy mujer casta —decía y se humedecía los dedos en los labios.

—¿Cómo os atrevéis? —suspiraba y entonces abría las piernas cuanto podía—. Que soy madre de tres —decía sin dejar de frotarse los pezones y que “cómo os atrevéis”, imploraba y entonces dejaba hacer.

La del anatomista no era una tarea fácil; por un lado debía sustraerse a la contagiosa excitación de la enferma y, por otro, evitar que esa misma excitación declinara. Además, Bertino —que no dejaba de persignarse— no cesaba de hacer preguntas, exclamaciones y hasta se permitió amonestar a su maestro:

—¡Cometéis sacrilegio, profanación!

—Quieres cerrar la boca y sujetar los brazos —obnubilado como estaba, Bertino obedeció.

—¡Los míos no, idiota, los de la enferma!

—¿Cómo os atrevéis? —susurraba Inés—. Que soy mujer viuda —decía y entonces balanceaba las caderas embistiendo la mano del anatomista.

—¿Cómo os atrevéis? —lloriqueaba—. Que vosotros sois dos hombres y yo una pobre mujer indefensa —decía y entonces estiraba la mano hacia la verga del discípulo, cuyas imploraciones a Dios no impedían que empezara a ponerse un poco tiesa, lo cual, por cierto, le aseguraba al anatomista el silencio de Bertino—. ¿Cómo os atrevéis? —murmuraba Inés—. Que ni siquiera os he visto nunca antes.

IV

Diez días permaneció Mateo Colón en Florencia junto a su enferma. Diez días en el curso de los cuales Inés se restableció por completo, al menos, de sus anteriores padecimientos. El anatomista convino con el abad alojarse en un claustro del monasterio, cuya proximidad con la casa de la enferma le permitiría no interrumpir su secreta terapéutica. Sin embargo, Inés consideró esto una imperdonable falta de hospitalidad y lo alojó en su propia casa. Para él preparó una acogedora alcoba próxima a la suya.

Inés no era aquella mujer lasciva que conoció Mateo Colón. Al contrario, presentaba la apariencia de la santidad; era extremadamente recatada en su vestuario, pudorosa en sus modos y en sus dichos. Sin embargo, a la hora de someterse a la terapéutica del anatomista, parecía abrirse paso en su cuerpo un espíritu diabólico ilimitado que arrasaba la valla del pudor, y que sólo se retiraba cuando llegaba el éxtasis, después de lo cual volvía Inés a su recato. La enferma aparentaba rebelarse al placer mediante unos levísimos “¿Cómo os atrevéis?” que sin embargo se parecían más a un gemido gozoso que a una queja. Concluidas las sesiones no mencionaba nada acerca de ellas, como si no guardara memoria de lo sucedido en su alcoba o como si aquéllas no tuviesen una trascendencia diferente de la de tomar una hierba medicinal. Conforme avanzaba la cura, aquella misteriosa protuberancia que presentaba la forma de un verdadero pene iba decreciendo en tamaño en la misma proporción que los padecimientos de la enferma. Por lo demás, Inés parecía sentirse muy a gusto en compañía de Mateo Colón. Por las mañanas caminaban por la senda de setos del bosque lindero al monasterio y cerca del mediodía se sentaban a la sombra de un roble a comer fresas y moras silvestres. A media tarde, Inés y el anatomista iban hasta la casa, se encerraban en la alcoba y entonces se iniciaba la cura. Inés se recostaba mansamente en la cama, deslizaba sus faldas por la superficie de sus piernas, separaba un poco las rodillas a la vez que arqueaba la espalda dejando suspendidas las nalgas, suaves y prominentes, y se ofrecía a las manos del anatomista cerrando los ojos y apretando los labios todavía húmedos y teñidos con el jugo de las moras.

Y todas las mañanas Mateo Colón y su enferma salían a caminar por el bosque lindero a la abadía y después del mediodía entraban en la casa y “cómo os atrevéis, que aunque no llevo hábitos soy mujer consagrada”. Y todas las noches, después de una cena frugal y reposada, “cómo os atrevéis, que juré a la memoria de mi difunto castidad y celibato”.

Mateo Colón, por su parte, se sentía a gusto en Florencia. El motivo de la estadía de Mateo Colón no era, solamente, el de velar por la salud de su paciente; ¿qué era aquel pequeño órgano innominado que se comportaba igual que un sexo masculino? ¿Qué era aquella diminuta monstruosidad que asomaba horrorosamente del femenino pubis de Inés? ¿Era Inés una mujer? ¿Se hallaba frente a una monstruosidad de la naturaleza o, como sospechaba, tenía ante sí el más increíble descubrimiento de la misteriosa anatomía femenina?

Fue por aquellos días, durante su estancia en Florencia, cuando el anatomista apuntó las primeras notas que prefigurarían el vigésimo sexto capítulo de su De re anatómica. Día tras día, describía en su cuaderno la evolución de su enferma.

“Processus igitur ab utero exorti id foramen, quod os matricis vocatur illa praecipue sedes est delectionis, dum venerem exercent vel minimo digito attrectabis, ocyus aura semen hac atque illac pre voluptate vel illis invitis profluet.”

Día primero:

“Esta pequeña protuberancia, que surge del útero cerca de la abertura que se llama boca de la matriz[11], es principalmente la sede del deleite de la enferma; cuando tiene actividad sexual, al frotar, el órgano sólo con un dedo, el semen[12] fluye de acá para allá más rápido que el aire a causa del placer incluso sin que ella se lo proponga.”

Día segundo:

“Este pene femenino[13] parece concentrar en sí toda manifestación del placer sexual en desmedro de los órganos internos, que no presentan ninguna excitación ante los estímulos. Es de notarse que este órgano se levanta y cae como la verga antes y después de la cópula o de la frotación.”[14]

Día tercero:

“Esta parte se encontraba dura y oblonga cuando descubrila en mi primer examen y blanda y pendiente después de la frotación cuando la enferma hubo de alcanzar el frenesí venéreo.”

“El reposo dura poco tiempo, alzándose nuevamente en el curso de algunas pocas horas después de las frotaciones, no viéndose a la enferma con apetito sexual, ni frenesí, ni incitada al placer o con apetencia de hombre o afición a la verga. En cambio, cada vez que el apéndice se yergue, la enferma presenta talante triste, mareos y ahogos que sólo cesan después de la frotación y el frenesí venéreo.”

Día Cuarto:

“La enferma mejora. No sufre tristezas ni ahogos y los mareos son menos frecuentes. El órgano permanece durante más tiempo reposado y menos inflamado, como si todos sus padeceres dependieran de éste. Llamaré a esta anomalía Amor o Placer de Venus (Amor Veneris, vel Dulcedo Apeleteur).”

Día Quinto:

“Es de notar que de este órgano pareciera depender el amor de la enferma y su disposición y voluntad, y por esta causa me es dado suponer que quien ejerza el dominio de esta pequeña verga ejercerá el dominio de su disposición y de su voluntad, por cuanto la enferma se conduce hacia mí como una enamorada, mostrándose proclive a satisfacerme en todo cuanto me apeteciera. Este órgano parece ser la sede del amor y del placer de la enferma. Esta suerte de entrega no depende de ningún atributo que no sea el del saber frotar con arte y acierto y conocer las carnecillas sensibles, como el glande y la cresta inferior de la parte alargada”.

Y en efecto, el anatomista sabía sacar partido de su “arte y acierto”. Mateo Colón no tenía ningún pudor en lamentarse de su magra paga como catedrático; se quejaba ante Inés como su tocayo de Genova a la reina: “Y pensaba lo poco que me han aprovechado los veinte años de servicio: no tengo en mi tierra una teja; si quiero comer o dormir, al mesón, a la taberna, y a veces, falta hasta la blanca para pagar el escote. La lástima me arranca el corazón”. Así se lamentaba el anatomista frente a su paciente. Y el alma de Inés, que era misericordiosa y caritativa, se quebraba de piedad.

—¿Os bastan quinientos florines? —preguntaba avergonzada como quien da una mísera limosna.

Entonces, por las noches, después de contar cada moneda de sus “honorarios”, el anatomista apuntaba:

“Cuanto más se avanza en la terapéutica, tanto más cautivada se muestra la voluntad de la enferma cuya disposición y obediencia pareciera no tener límite ni colmo.”

Y en verdad, el anatomista, después de cada sesión, parecía no tener límite ni colmo. No perdía oportunidad para quejarse amargamente de su infortunio.

—¿Os bastan mil florines? —preguntaba Inés llena de pudor.

Toda la pasión que Inés le prodigaba a Dios recayó por completo en la figura del anatomista. Los versos que otrora Inés escribiera a la Gloria del Todopoderoso ahora tenían un nuevo destinatario. Por las noches, se acostaba pensando en el anatomista; con el anatomista soñaba y el nombre del anatomista sus labios pronunciaban cuando se despertaba por la mañana. Toda su antigua pasión por los pobres, toda su misericordia y fervor, tenían un único nombre. Y un día llegó el momento de la partida. La salud de Inés de Torremolinos estaba, a juicio de su médico, completamente restablecida. De modo que no había razón para permanecer más tiempo en Florencia. El abad agradeció cálidamente los servicios del chirologi y su discípulo.

La enfermedad de Inés tenía, ahora, un nombre: Mateo Renaldo Colón.

Mientras cabalgaba de regreso a Padua, el corazón del anatomista latía con la fuerza de la ansiedad. Intuía que algo glorioso acababa de suceder en su vida.