I
De regreso a Padua, lo esperaban dos noticias: una buena y otra mala. La mala tenía que ver con los ánimos del decano.
—Muchas cosas se dicen de vos en Padua —empezó a decirle Alessandro de Legnano—. Y por cierto nada bueno.
El decano informó al anatomista de que Beatrice, la pupila del prostíbulo de la taverna dil Mulo, había sido llevada a juicio y quemada por brujería.
—Os ha mencionado en su declaración —dijo lacónicamente el decano.
Mateo Colón guardó silencio.
—En lo que a mí respecta —continuó el decano—, os llevaría ante la Inquisición hoy mismo —dijo y pudo ver cómo empalidecía su interlocutor—; sin embargo la suerte parece estar de vuestro lado.
Entonces le hizo saber que un cierto abad pariente de los Médici había mandado llamar al anatomista a Florencia. Una señora castellana —viuda de un noble señor florentino, el Marqués de Malagamba— agonizaba y un altísimo duque cercano a los Médici había contratado los servicios del anatomista. Había pagado mil florines por adelantado y otros quinientos por si precisaba la colaboración de un aprendiz o ayudante. El decano consideró una propuesta justa archivar el asunto de Beatrice y los testimonios de Laverda y Calandra, a cambio de los honorarios que ofrecían a su catedrático.
—Partiréis mañana mismo a Florencia —concluyó Alessandro de Legnano y antes de despedir a Mateo Colón, agregó—: En cuanto al aprendiz, con vosotros viajará Bertino. Está decidido.
De nada habría valido una protesta. Mateo Colón se limitó a asentir; en rigor, el decano no le dejaba ningún margen para negociar. Bertino se llamaba Alberto y llevaba el apellido del decano. Nadie sabía con certeza qué parentesco los unía. Pero Bertino era los oídos y los ojos de Alessandro de Legnano, un joven un poco más idiota que su protector, que se habría de convertir en la sombra del anatomista en Florencia.
II
Inés era la mayor de las hijas del noble matrimonio que habían formado Don Rodrigo Torremolinos, Conde de Urquijo y Señor de Navarra, e Isabel de Alba, Duquesa de Cuernavaca y Condesa de Urquijo. Para frustración del padre, el matrimonio no tuvo hijos varones. De modo que, a causa de su femenina “primogenitud”, su pequeña alteza gozaba enteramente de la potestas y de la divitia. Semejante abolengo y linaje, sin embargo, contrastaban con su sietemesina salud, con la pálida fragilidad y su minúscula y mórbida estampa. Como si aquel cuerpecito fuera demasiado pequeño y prematuro para albergar un alma, la niña presentaba un aspecto francamente exánime, no como si la vida la hubiera de abandonar, sino como si nunca le hubiese llegado. La cuna de frondoso capitel que para ella había sido construida por el mejor carpintero de Castilla era tan inmensa que la pequeña Inés resultaba invisible entre los pliegues de seda. Apenas si se revelaba una evidencia de vida en unos horribles estertores que, siempre, parecían ser los últimos. El carpintero, en cuanto hubo concluido la cuna, empezó a construir el pequeño ataúd. Conforme se iban sucediendo los días, la niña iba perdiendo más volumen, si así pudiera llamarse a aquella pura ausencia. La nodriza, viendo que la pequeña Inés no tenía fuerzas siquiera para asirse del pezón, la había desahuciado definitivamente y, al parecer, iba a recibir el último sacramento antes que el primero. Sin embargo, Dios sabe cómo, la pequeña Inés sobrevivió. Poco a poco y como crecen de la nada los tiernos brotes en una rama seca, la niña fue cobrando el color de los vivos. Conforme la pequeña Inés iba creciendo, en la misma proporción, pero inversamente, la fortuna familiar languidecía. Los olivos y las vides de la noble casa que otrora eran las más espléndidas y generosas de toda la península, y de cuya abundancia daba testimonio el escudo familiar, fueron devastados por la voracidad de una súbita peste que, de un día para el otro, arrasó con cuanta cosa presentara alguna voluntad de verdor. Don Rodrigo, arruinado, sin más fortuna que la de su desconsuelo y sus títulos, maldecía el vientre de su esposa que, como los campos enfermos que sólo daban unas inútiles malezas, había sido incapaz de hacer un varón de su sangre que, al menos, pudiera traer una dote a la casa. Estaba visto que lo único que podía engendrar la Duquesa eran niñas escuálidas. Desesperado, Don Rodrigo viajó a Florencia a pedir el auxilio de su primo, el Marqués de Malagamba, a quien, además del parentesco, lo unía, otrora, el cultivo del olivo. El noble español imploró, rogó y hasta lloró. El Marqués se mostró como un hombre de bien, proclive a la compasión y a la misericordia. Le ofreció consuelo, palabras de ánimo y de fe; en cuanto al dinero, ni un florín. Don Rodrigo volvió a Castilla desconsolado. Sin embargo, el verano siguiente llegó un mensajero a casa del contrariado noble castellano. Traía un recado de su primo el Marqués. Para estupor del Conde, el florentino pedía la mano de su hija Inés y, a cambio, ofrecía a Don Rodrigo la suma de dinero que le había pedido el invierno pasado. La propuesta tenía su razón: el Marqués, hombre viudo, no había tenido descendencia, de modo que necesitaba un medio para obtener un varón legítimo, esto es, una mujer. Por otra parte, la unión con la casa de Castilla lo beneficiaba por cuanto, de ese modo, extendería sus dominios hasta la península ibérica. El mensajero partió a Florencia con la afirmación de Don Rodrigo. Inés, a la sazón, tenía apenas trece años.
No hubo gala ni seducción, no existieron amorosas cartas ni presentes, más que el que constituía la propia Inés de manos de sus padres, quien fue enviada a Florencia —donde la esperaba su esposo— con una escolta formada por miembros de ambas casas. Inés se casó virgen y virtuosa. El Marqués era de la noble raza de Carlomagno y la impresión que se formó Inés de su marido la primera vez que lo vio fue la de que el florentino llevaba en su propia humanidad el volumen de todos sus ilustres antepasados y la edad de todas las insignes generaciones carolingias. Nunca imaginó que su marido era un hombre viejo y obeso, aunque tampoco lo contrario.
Inés fue una buena esposa que entregó a su marido toda su virtus in conjugio; sabía exhibir el abolengo y, sobre todo, la “casta”, esto es, la cristiana castidad marital. Si la esposa, según mandaba el precepto apostólico, debía despojarse de toda pasión y “usar del marido como si no lo tuviera”, a Inés, ciertamente, no le fue en absoluto difícil; de hecho, apenas si cabía en el lecho nupcial junto a su inconmensurable esposo. No tenía que refrenar accesos de pasión ni de humedades bajas. No sentía la menor atracción hacia su marido y, en rigor, hacia ningún hombre. Se diría que Inés jamás había sentido ninguna inclinación hacia la sensualidad. Nada le provocaba placer y, ni siquiera, repugnancia. No sabía de gemidos ni de ayes, ni de nocturnas impulsiones. En todo lo que duró su matrimonio, el Marqués había tenido tres seniles erecciones, tres veces se conocieron y tres veces parió Inés sin saber jamás qué es el frenesi veneris. Como si una maldición hubiese caído sobre la familia, igual que su propia madre, no tuvo varones; todas fueron niñas; pura hojarasca para el mustio árbol genealógico carolingio. Una cuarta erección sería un milagro; de modo que harto, indignado y desesperanzado, el Marqués decidió morirse. Y así lo hizo.
III
Inés era una mujer muy joven. Se dedicaba por completo a la crianza de sus tres deméritos, no sin algún pesar por la memoria de su difunto, para quien no pudo cumplir con su deseo de formar un eslabón en su noble genealogía. Todo su espíritu se volcó a la compasión, a la misericordia, a la caridad y, sobre todas las cosas, a Dios. En la intimidad de su alcoba escribía un sinnúmero de poemas en Su nombre. Rezaba. Era una de las mujeres más ricas de Florencia.
Sobrellevaba la viudez sin otro pesar que el de no haber podido cumplir con la santidad conyugal, cuyo patrón de medida es la gloria que representa un hijo varón. Por lo demás, no necesitaba de otro amor que el de Dios. No se veía privada del consuelo de un hombre; no añoraba dulces placeres, ni la invadían oscuros ni pecaminosos pensamientos porque, en rigor, nunca supo de los primeros de modo que ni podía imaginar los segundos.
Todos los bienes que Inés había heredado no alcanzaban para remediar la pena de haber sido incapaz de darle un varón a su difunto esposo. De modo que para morigerar sus pesares y —sobre todo— para saldar su culpa en memoria de su marido, decidió vender los olivares, las vides y los castillos, y con ese dinero construir un monasterio. Así, mediante una existencia de castidad y celibato, habría de cumplir con el mandato conyugal, sirviendo a los hijos que su vientre no había sabido engendrar: a la hermandad monástica y a los pobres. Así lo hizo.
Se diría que Inés marchaba sin escollos hacia la santidad, hasta que —justo es decirlo ahora— un hombre se interpuso entre su diáfana vida y la gloria eterna: Mateo Renaldo Colón.
IV
Cerca estuvo de acabar sus días como una verdadera santa. En el verano de 1558 su salud se deterioró a causa de una desconocida enfermedad. Se retiró con sus tres hijas a una humilde casa junto al monasterio que había erigido y se decidió a esperar la muerte con cristiana resignación.
El espíritu de Inés se había tornado, progresivamente, sombrío y pesimista; se replegó en un mundo oscuro y tormentoso. Cualquier acontecimiento más o menos inusual o, inclusive, trivial y cotidiano, era para ella una señal de los más negros augurios: si las campanas del convento sonaban por algún motivo, no podía sustraerse a la idea de que doblaban por la muerte de alguna de sus hijas. Temía por la salud del abad —que, por otra parte, era exultante— y, en rigor, por la de todos quienes tenía cerca. Cualquier catarro ordinario revelaba, sin duda, una fatal pulmonía de pronto desenlace. Con el tiempo, todos estos temores se replegaron sobre su propio espíritu y sospechaba padecer las más graves enfermedades; una simple irritación en la piel era el síntoma que anticipaba el desencadenamiento próximo de la lepra. Se sentía acechada por la muerte. Padecía de interminables insomnios en cuyo tenebroso curso su corazón parecía querer salirse del pecho, sufría de penosos ahogos que la sumían en la certeza de una asfixia mortal y la sobresaltaban súbitos arrebatos de sudores fríos. En la soledad de su cama, imaginaba cómo sería su cuerpo después de muerta y la atormentaba la idea de la descomposición de su joven humanidad. Pronto, todos estos angustiosos malestares se fueron extendiendo más allá de la frontera de la noche, hasta instalarse por completo en su vida. Poco a poco, a causa de los vértigos que parecían aflojar el piso debajo de sus pies, Inés decidió refugiarse definitivamente en su cama a esperar lo que Dios dispusiera. Pero ni siquiera encontraba tranquilidad ni consuelo en Dios, lo cual contribuía, aún más, a su tormento, porque esto último la confrontaba con su devota conciencia y ni siquiera podía esperar la muerte con cristiana resignación. Inés presentaba un aspecto francamente agónico.
Viendo que la salud de Inés se quebraba definitivamente, el abad recordó que en Padua un cirujano había salvado milagrosamente la vida de un agonizante, hecho que, a la sazón, había sido muy comentado. De modo que, sin dudarlo, intercedió ante su ilustre primo cercano a los Médici, quien, sin reparar en gastos, le hizo llegar mil florines para los honorarios de la eminencia y otros quinientos para el viaje y otros imponderables que pudieran suscitarse.