EL CAMINO DE LAS ESPECIAS

I

Desde su regreso a Padua, Mateo Colón pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su claustro. Apenas si salía para ir a las misas de rigor y para dar clases en el aula de anatomía. Las visitas furtivas a la morgue empezaron a espaciarse, hasta que las abandonó por completo. Dejó de manifestar cualquier interés hacia los cadáveres. Encerrado en su claustro, no hacía otra cosa que rebuscar en los antiguos volúmenes de farmacia en los que había estudiado. Cuando salía al bosque lindero a la abadía, ya no se interesaba por los frescos despojos que le señalaba su Leonardino. De pronto, el anatomista se había convertido en un inofensivo animal herbívoro. Era, ahora, un farmacéutico. Cargaba sacas con infinidades de hierbas que eran prolijamente clasificadas, agrupadas y más tarde infusionadas.

Estudió las propiedades de la mandrágora y la belladona, las de la cicuta y el apio, y estableció los efectos de estas plantas sobre los distintos órganos. Era la suya una tarea peligrosa, pues el límite que separaba la farmacia de la brujería era, ciertamente, impreciso. La belladona había concitado la misma atención en médicos que en brujos. Los antiguos griegos la habían llamado atropa —la inflexible— y le atribuían la propiedad de restablecer y de cortar el hilo de la vida. Los italianos la conocían y las damas florentinas aplicaban la savia de la planta para dilatarse las pupilas y conferirse una mirada soñadora que —a costa de una ceguera más o menos crónica— les daba un atractivo incomparable. Conocía los efectos alucinógenos del temible beleño negro, cuyas propiedades ya habían sido descritas en los papiros de Eber, en Egipto, hacía más de dos mil quinientos años y ciertamente sabía que Alberto Magno había escrito que el beleño era empleado por los nigromantes para conjurar a los demonios.

Preparó cientos de pócimas, cuyas fórmulas eran puntualmente catalogadas y, entonces, por las noches, se lanzaba hacia los sórdidos burdeles de Padua cargado con sus frascos. Mateo Colón se había trazado una meta nada original: conseguir un preparado que pudiera apropiarse de la volátil voluntad de las mujeres. Desde luego que existían numerosas pócimas que hasta una aprendiz de bruja podía preparar por unos pocos ducados. Sin embargo aún conservaba un poco de cordura. Después de todo, él se había graduado en farmacia. Conocía perfectamente las propiedades de todas las plantas; había leído a Paracelso, a los antiguos médicos griegos y a los herbalistas árabes.

Entre sus apuntes, puede leerse: “El modo de asegurarse la eficacia de los preparados es cuando éstos ingresan por la boca hacia el aparato digestivo. Las frotaciones en la piel pueden surtir efectos, aunque esto es más trabajoso y los resultados son mucho más tenues y efímeros. También pueden ingresarse por vía contraria desde el orificio anal, aunque en este caso es difícil que el cuerpo los contenga, provocando serias diarreas. Y, según la circunstancia, también pueden ser inhalados sus vapores y así, distribuirse sus partículas desde los pulmones hacia la sangre. Pero la vía más aconsejada será la de la boca”.

Ahora bien, ¿cómo dar de beber los preparados a las prostitutas sin que éstas se nieguen? El camino más expeditivo sería frotarse el sexo con las infusiones en muy alta concentración y, por vía de la fellatio, hacerlas ingresar en el cuerpo de las mujeres.

Los efectos fueron terribles.

En la primera oportunidad, Mateo Colón había ensayado una infusión de belladona y mandrágora en proporciones semejantes. La víctima era una mammola bien entrada en años, una antigua pupila del prostíbolo situado en el piso superior de la Taverna dil Mulo, una puta vieja llamada Laverda. Había pagado medio florín y, por cierto, era demasiado. Sin embargo, pagó sin discutir.

Antes de engullirse el bocado de su cliente, Laverda se hizo un buche de vino rancio bendecido que tenía la propiedad de mantener alejadas las enfermedades contagiosas y los espíritus demoníacos. El anatomista sabía que aquella costumbre no tenía otro fundamento que la superstición, de modo que no lo creyó inconveniente para el éxito del experimento. Laverda era una mujer avezada para la fellatio; su destreza estaba favorecida por el hecho de no conservar un solo diente, de modo que el bocado podía deslizarse con gran facilidad, sin ningún obstáculo ni estorbo. El primer signo del efecto de la infusión, lo notó el anatomista inmediatamente: Laverda se detuvo, se incorporó y miró al anatomista con unos ojos llenos de exaltación, de un súbito arrebato de enardecimiento que le coloreó de pronto las mejillas. A Mateo Colón le saltaba el corazón en el pecho de ansiedad.

—Creo que estoy… —empezó a decir Laverda—, creo que estoy…

—¿Enamorada…?

—… envenenada —completó Laverda, e inmediatamente vomitó todo cuanto albergaban sus tripas sobre el lucco de su cliente.

Después de este desafortunado trance, Mateo Colón preparó una infusión con las mismas hierbas, pero en proporciones inversas: si aquella pócima había conseguido desatar el odio más inconmensurable, invirtiendo las proporciones, por causa lógica, habrían de invertirse los efectos. Andaba por buen camino.

A la semana siguiente volvió a subir la escalera que conducía al prostíbulo. Llevaba puesta la infusión. Los resultados no fueron menos calamitosos. La segunda víctima fue Calandra, una puta joven que se había iniciado en el oficio hacía muy poco. Luego de sufrir un breve desmayo, se despertó y, horrorizada, pudo ver claramente toda suerte de demonios revoloteando en la alcoba y posándose a los pies del anatomista. Estas visiones espantosas poco a poco se desvanecieron, hasta dejar lugar a un persistente delirio místico.

Entonces Mateo Colón determinó que quizá fuera mejor reemplazar la belladona por el beleño. Así lo hizo.

II

Cuando Mateo Colón entró en la taberna, se hizo un silencio sepulcral; los parroquianos que estaban más próximos a la puerta caminaban disimuladamente hacia la salida y, una vez que alcanzaban la calle, huían despavoridos. Conforme el anatomista avanzaba hacia el fondo del recinto, a sus lados se iba abriendo un camino de clientes que lo saludaban con una mezcla de pleitesía y terror. Cuando hubo alcanzado la escalera, Mateo Colón, desde el primer descanso, pudo comprobar que, en el breve tiempo que le demandó ascender los treinta peldaños, todo el mundo se había retirado de la taberna. Ni siquiera vio al viejo tabernero.

Cuando golpeó la puertecita del burdel, no escuchó ningún movimiento del otro lado. Tal era su desconcierto, que ni siquiera sospechó la causa del terror de los parroquianos. Estaba por girar sobre sus talones y volver sobre sus pasos, cuando reparó en que la pequeña puerta estaba sin cerrojo. No tenía intenciones de entrar sin permiso, pero no pudo evitar la impresión de que aquella hendija que se abría entre la puerta y el marco era una invitación. Las bisagras chirriaron sin demasiada hospitalidad antes de que Mateo Colón se deslizara hacia el interior. En el fondo del recinto pudo ver una figura en la mórbida contraluz que irradiaba un candelabro de tres velas.

—Os estaba esperando —dijo la figura con una cálida voz femenina—, acercaos.

Mateo Colón avanzó unos pasos y entonces pudo distinguir a Beatrice, la más joven de las pupilas de la casa, una niña que no había cumplido aún los doce años.

—Os conozco bien, acercaos —repitió Beatrice extendiendo la mano—. Sabía que vendríais. No hace falta que me engañéis; no a mí. Sé que ha llegado el tiempo de la gran profecía. Antes de que me poseáis, os digo que a vos pertenece mi cuerpo y mi alma.

El anatomista miró por sobre su hombro para comprobar que no se dirigía a otra persona.

—Sé lo que hicisteis con Laverda y con Calandra.

El anatomista se ruborizó y elevó una íntima plegaria por la salud de las dos inocentes.

—Hacedme definitivamente vuestra —dijo Beatrice con una voz ronca y una risa maliciosa.

—A eso venía… —titubeó tímidamente Mateo Colón, antes de sacar de la talega los dos ducados.

Pero Beatrice no reparó siquiera en el dinero.

—No sabéis cuánto os amé en silencio. No sabéis cuánto os esperé.

El anatomista no recordaba haberle dado de beber ninguna pócima aún.

—¿Que me estabas esperando…?

—Sabía que hoy era el día. Allí está la luna llena cerniéndose sobre Saturno —dijo Beatrice, señalando hacia el cielo nocturno al otro lado de la ventana—. ¿Acaso creéis que no conozco las profecías del astrólogo Giorgio de Novara? Sé que ha dicho que la conjunción de Júpiter con Saturno ha originado las leyes de Moisés; con Marte, la religión de los caldeos; con el sol, la de los egipcios; que con Venus ha nacido Mahoma; que con Mercurio, Jesucristo —hizo una pausa, miró fijamente a los ojos del anatomista y, señalándolo, agregó:

—Es ahora, es hoy la conjunción de Júpiter con la luna…

Mateo Colón miró a través de la ventana y vio la luna llena y luminosa. Entonces interrogó con la mirada a Beatrice, como diciendo “¿y qué tengo que ver yo con eso?”.

—¡Es ahora, es hoy el tiempo de vuestro regreso! —y poniéndose de pie, sentenció con un grito ahogado— ¡Es el tiempo del Anticristo! Os pertenezco. Hacedme vuestra —dijo, a la vez que se quitaba la manta que la cubría, dejando su hermoso cuerpo desnudo.

Mateo Colón tardó en comprender.

—Que el poder de Dios sea conmigo —murmuró, se persignó e inmediatamente estalló en un torrente de cólera:

—¡Idiota, niña idiota! ¿Acaso quieres verme arder en la hoguera?

Había levantado el puño y estaba por descargar un golpe sobre la cara de aquella endemoniada cuando, de pronto, cayó en la cuenta de que acababa de convertirse en un ser peligroso. Una acusación de “diabólico” ciertamente era grave; pero mucho más grave aún era concitar involuntarias adhesiones. Ya podía verse huyendo de Padua, perseguido por una turba de demoníacos adictos.

Antes de que la versión de Beatrice se propagara como las semillas en el viento, el anatomista decidió pedir un viaje en comisión a Venecia, hasta que las aguas de Padua se calmaran. Y para justificarse a sí mismo el viaje y no perder de vista el propósito que lo guiaba, se aferró a una premisa de Paracelso:

“¿Cómo puede nadie curar las enfermedades de Alemania con medicamentos que Dios colocó a las orillas del Nilo?”[10] Iba a ser aquella frase la que lo conduciría a la más descabellada peregrinación.

III

Viajó a Venecia. Anduvo recogiendo y seleccionado las hierbas que crecían en la campiña, los verdines que dejaba la creciente nocturna al pie de las escalinatas cuando se retiran las aguas, y hasta los hongos hediondos que crecían bajo el fértil abono de los nobles desechos de los acueductos de los palacios. Estaba por preparar su pócima, cuando a su conocimiento llegó la noticia de que, cuando pequeña, Mona Sofía había sido comprada en Grecia. Antes de partir hacia los mares egeos, flageló su espíritu ya herido contemplando furtivamente los paseos de Mona por la Piazza de San Marco. Oculto tras las columnas de la catedral, veía pasear su arrogante hermosura recostada sobre el palanquín llevado por sus dos esclavos moros. Iba siempre precedida por una perra de Dalmacia que marcaba el paso de la escolta. Antes de partir hacia Grecia, se mortificó contemplando sus piernas torneadas como la madera, sus pezones que temblaban bajo el pulso de los siervos morenos y que asomaban desde el abismo del escote.

Antes de partir a Grecia, flageló aún más las dolientes espaldas de su espíritu mirando aquellos ojos verdes que empalidecían la esmeralda que pendía entre sus cejas.