DE CUANDO MATEO COLON CONOCIÓ A MONA SOFÍA

I

Fue durante su breve estadía en Venecia, en el otoño de 1557, cuando el anatomista conoció a Mona Sofía. Fue en el palacio de cierto duque, en ocasión de la fiesta que el propio anfitrión se prodigó con motivo del día de su santo. Mona Sofía ya era una mujer adulta y experimentada. Tenía quince años.

A consecuencia, quizá, de la declaración de Leonardo de Vinci acerca de que no comprendía por qué los hombres se avergonzaban de su virilidad y “ocultaban su sexo cuando debieran adornarlo con toda solemnidad, como a un ministro”, acaso por esta razón, aquel año había cundido entre los varones la moda de exhibir y adornarse con pompa los genitales. Casi todos los invitados, excepto los más ancianos, lucían unas calzas de tonos claros que ostentaban las partes de sus propietarios mediante el uso de cintas que se ajustaban a la cintura y las ingles, de modo que resaltaran sus virilidades. Aquellos que tenían más grandes motivos para estarle agradecidos al Creador aceptaron aquella moda de muy buen grado. Los que no, adoptaban diversos métodos para adaptarse a los tiempos sin tener de qué avergonzarse. En la Bottega dil Moro se vendían unos apliques que se colocaban debajo de las calzas y que servían, precisamente, para prestar gracia a los hombres más o menos desgraciados. Entre los múltiples adornos —que iban desde unos ornamentos de piedrecillas que enmarcaban al “ministro”, hasta unos atavíos de perlas muy vistosas—, se usaba una cinta que llevaba atadas cuatro o cinco campanitas que delataban los ánimos de “su señoría”. Así, las damas podían enterarse de la aceptación que suscitaban entre los caballeros, según tintinearan los cascabeles.

Era aquella una fiesta como todas: primero se bailó la danza del beso que no tenía más reglas ni normas que las de moverse como a cada cual le complaciera, con la única condición de que al constituirse y disolverse las parejas, lo hicieran con un beso.

Mateo Colón permanecía ajeno a los pasos de baile y, aunque aún no era un hombre viejo, vestía el lucco tradicional, lo cual, entre tanta exhibición de nalga masculina, le confería un aire de importancia. Y por cierto se vio premiado con más miradas femeninas que aquellos que ostentaban sus majestuosos campanarios, auténticos o de utilería.

No había promediado la fiesta, cuando se hizo presente Mona Sofía. No hizo falta que fuera anunciada. Sus dos esclavos moros la descendieron del palanquín junto al vano de la puerta del salón. Si hasta entonces tres o cuatro mujeres eran las que concitaban la atención, la más hermosa de ellas no pudo evitar sentirse contrahecha, renga o gibosa en comparación con la recién llegada. Mona Sofía tenía una estatura augusta. Llevaba un vestido cuya falda se abría hasta el comienzo de los muslos. La seda transparentaba perfectamente todo su cuerpo. Los senos se agitaban a cada paso al borde del escote que dejaba ver la mitad del diámetro de los pezones. Desde la frente pendía una esmeralda cuyo objeto no era otro que el de deslucirse comparada con el resplandor de sus ojos verdes.

Mona Sofía fue recibida por un verdadero carillón, por un centenar de viriles campanadas.

II

Mateo Colón permanecía en un rincón solitario del salón. Tampoco el anatomista había podido sustraerse a la belleza de la recién llegada. De hecho, tuvo el atrevimiento de dejar hablando sola a una dama hipocondríaca que no acababa jamás de enumerar sus males y de la cual no sabía cómo desembarazarse.

Mona Sofía fue recibida por el anfitrión, quien, inmediatamente, la sumó al baile del beso. Según indicaba la regla, el caballero debía invitar a la dama con un beso y, luego de trazar unas breves figuras, la dama debía reemplazar su pareja por otra y así sucesivamente. Desde luego que era un baile propicio para la seducción; las reglas eran las siguientes: si una dama no estaba interesada en ningún caballero, entonces la salida de compromiso consistía en invitar a bailar a un hombre casado. Si en cambio la dama escogía un hombre soltero, quedaban claras las intenciones. Por otra parte, existían normas en torno del beso; si la dama rozaba apenas la mejilla del caballero, no tenía otro propósito que el de bailar y divertirse un rato; en cambio, un beso afectuoso y sonoro indicaba intenciones más o menos formales, por ejemplo, de matrimonio. Pero si el beso rozaba los labios del caballero, quedaban claros los propósitos lascivos de la dama: era un invitación lisa y llana al sexo.

Mona Sofía bailaba una danza que se diría oriental: con ambas manos se tomaba de la cintura a la vez que meneaba las caderas. Todo el mundo esperaba con curiosa ansiedad el momento en que debía elegir una nueva pareja; motivo por el cual todos los jóvenes se disputaban la primera fila, exhibiendo, sin ahorrarse ninguna obscenidad, sus voluminosos ánimos ornamentados. Sin embargo, Mona Sofía había conocido en otras circunstancias a más de uno de esos caballeros sin otros adornos que aquellos con los que habían venido al mundo y que ahora mostraban unas inexplicables virilidades. Miraba a cada uno de quienes esperaban ser los elegidos, se dirigía a alguno de ellos y entonces, cuando parecía estar decidida, giraba sobre sus talones y emprendía en dirección a otro hombre, a quien, también, habría de desairar. Sin dejar de moverse al compás de los laúdes, Mona Sofía se abrió paso entre un grupo de eufóricos galanes hasta trasponer el círculo y, entonces, Mateo Colón pudo ver cómo los senos de Mona, que temblaban al borde del escote, lo señalaban con sus pezones. Mona Sofía caminaba decidida hacia el anatomista. En otras circunstancias, Mateo Colón se hubiera sentido avergonzado; sin embargo, ahora, mientras veía avanzar a aquella mujer que lo miraba como nunca antes se había sentido mirado, no pudo sustraerse a la impresión de que nadie más que ella había en el salón. Sin embargo, podía escuchar el alboroto de los demás y la música de los laúdes; podía, inclusive, ver la multitud de invitados. Sentía, exactamente, lo que un ratón frente a una serpiente. No podía, ni aunque quisiera, mirar otra cosa que no fueran aquellos ojos verdes que hacían empalidecer la esmeralda que llevaba entre las cejas. Mona Sofía aproximó sus labios a los del anatomista —pudo sentir su aliento a menta y agua de rosas— y entonces, como una brisa caliente, efímera, pudo sentir en la comisura de sus labios la breve caricia de la lengua de Mona Sofía. Bailó, sí; no perdió la compostura, no; fue galante. Pudo, incluso, disimular que, desde aquella vez y hasta el día de su muerte, no podría prescindir de aquel aliento de menta y agua de rosas, de aquella brisa caliente y efímera, del cobijo de aquellos ojos verdes. Bailó. Nadie hubiera dicho que, como la víctima de una serpiente cuyo veneno va invadiendo, implacable, la sangre, aquel hombre adusto que bailaba acababa de enfermar definitivamente. Bailó.

Por siempre, hasta el día de su muerte, habría de recordar que bailó bajo el encanto de aquellos ojos maliciosos; hasta el último día, como se conmemora la fecha de un mártir, habría de recordar que anduvieron huyendo por pasillos, jardines y galerías y que, en una alcoba recóndita del palacio, con el lejano susurro de los laúdes, pudo besar sus pezones rosados, duros como perlas pero más tersos que el pétalo de una flor. Hasta el día de su muerte habría de recordar, como una efemérides negra y sin embargo tan dulce, su voz de leño ardiendo, el aquelarre de su lengua cuya materia era la misma que la del fuego del infierno. Hasta el último día habría de recordar que, como aquel que ha cumplido promesa de ayuno y renuncia al manjar permitido para postergar el ansia de comer, así rehusó su cuerpo y en cambio, acomodándose el lucco, le dijo:

—Quiero retrataros.

Y, como el náufrago que confunde las nubes del horizonte con la tierra firme, creyó ver amor en aquellos ojos verdes repletos de pestañas arqueadas. Y no eran más que nubes.

—Quiero retrataros —repitió con el ánimo turbado por la emoción.

Y creyó ver emoción en los ojos de la serpiente. Mona Sofía lo besó con una ternura infinita.

—Podéis venir a verme cuando queráis —dijo y en un susurro agregó:

—Venid mañana mismo.

El anatomista la vio arreglarse el vestido, vio cómo por última vez le ofrecía sus pezones duros para que los besara y la vio girar sobre sus talones en dirección a la puerta. Entonces oyó cómo le decía, antes de perderse al otro lado:

—Venid mañana, os estaré esperando. Y no eran más que nubes.

III

El día siguiente, a las cinco en punto de la tarde, Mateo Colón subió los siete peldaños del atrio del bordello dil Fauno Rosso. Traía consigo su caballete de viaje cruzado sobre las espaldas, el lienzo sobre el pecho, la paleta debajo del brazo derecho y la talega con los óleos colgada del cinto del lucco. Tan cargado venía que a punto estuvo de llevarse por delante a la administradora.

Cuando Mateo Colón se asomó al vano de la puerta, Mona Sofía, cubierta por un tul transparente, acababa de trenzarse el pelo frente al espejo del tocador. El anatomista, que permanecía de pie con todo su equipaje a cuestas, pudo ver en el espejo aquellos mismos ojos en los que ayer había visto el amor. Y allí estaban, ahora, sólo para él, para sus ojos. Entonces se anunció con un carraspeo.

Sin darse vuelta, sin siquiera mirar, Mona Sofía hizo un gesto de invitación con la mano.

—Vengo a retrataros.

Sin darse vuelta, sin siquiera mirar, Mona Sofía declaró:

—Lo que hagáis durante la visita me es completamente indiferente —dijo, e inmediatamente agregó—: Por si no lo sabéis, la tarifa es de diez ducados.

—¿Me recordáis? —murmuró Mateo Colón.

—Si pudiera veros la cara… —dijo a su anónimo interlocutor cuyo rostro quedaba cubierto por el lienzo que cargaba.

Entonces el anatomista dejó sus petates en el suelo. Mona Sofía lo examinó por el espejo.

—No creo haberos visto antes —titubeó, y por la dudas volvió a recordarle la tarifa—: Diez ducados.

Mateo Colón dejó los diez ducados sobre la mesa de noche, desplegó el lienzo, lo alzó sobre el caballete, extrajo los óleos de la talega que pendía desde la cintura, preparó los pinceles y, sin decir palabra, empezó el retrato que habría de titular Mujer enamorada.

IV

Todos los días, cuando los autómatas del reloj de la torre golpeaban la quinta campanada, Mateo Colón subía los siete peldaños que conducían al atrio del burdel de la calle Bocciari, entraba en la alcoba de Mona, dejaba los diez ducados sobre la mesa de noche y, mientras acomodaba el lienzo, sin quitarse siquiera el abrigo, le decía a Mona que la amaba; que aunque ella no quisiera saberlo, él podía ver el amor en sus ojos. Entre pincelada y pincelada le suplicaba que abandonara aquel burdel y se marchara con él al otro lado del monte Veldo, a Padua, que si ella así lo quería estaba dispuesto a abandonar su claustro en la Universidad. Y Mona, desnuda sobre la cama, los pezones duros como almendras y suaves como el pétalo de una fresia, no dejaba de mirar la torre del reloj que se alzaba al otro lado de la ventana, esperando que de una buena vez doblaran las campanas. Y cuando finalmente sonaban, miraba a aquel hombre con los ojos llenos de malicia:

—Tu tiempo terminó —decía y caminaba hasta el tocador.

Y todos los días, a las cinco de la tarde, cuando las sombras de las columnas de San Teodorico y la del león alado se funden en una única y oblicua franja que atraviesa la Piazza de San Marco, el anatomista llegaba al burdel con su caballete, su lienzo y sus pinturas, dejaba los diez ducados sobre la mesa de noche y ni siquiera se quitaba el lucco. Mientras mezclaba los colores en la paleta, le decía que la amaba, que aunque ella misma lo ignorara, él sabía reconocer cuando el amor se instala en la mirada. Le decía que ni la mano de un dios podría imitar tanta belleza, que si la administradora no aprobaba el matrimonio, estaba dispuesto a pagar por ella todo el dinero que tenía, que dejara aquel prostíbulo infame y se fueran juntos a la casa de su Cremona natal. Y Mona Sofía, que ni siquiera parecía escucharlo, se acariciaba los muslos suaves y firmes y torneados como la madera, y esperaba que sonara la primera de las seis campanadas que indicaba que el tiempo de su cliente se había terminado.

Y todos los días, a las cinco en punto de la tarde, cuando las aguas del canal empezaban a trepar por las escalinatas, Mateo Colón llegaba al burdel de la calle Bocciari, cerca de la Santa Trinidad y, sin quitarse siquiera la beretta que le cubría la coronilla, dejaba los diez ducados sobre la mesa de noche y, mientras acomodaba el lienzo sobre el caballete, le decía que la amaba, que huyeran juntos al otro lado del Monte Veldo o, si era necesario, al otro lado del Mediterráneo. Y Mona, encerrada en su cínico mutismo, en su silencio malicioso, se acomodaba la trenza por debajo de la cintura, se acariciaba los pezones y ni siquiera se molestaba en interesarse por el progreso del retrato. No miraba otra cosa que el reloj de la torre, esperando que, de una vez, sonara para pronunciar las únicas palabras de las que parecía ser capaz:

—Tu tiempo se terminó.

Y todos los días, a las cinco de la tarde, cuando el sol era una tibia virtualidad multiplicada por diez sobre las cúpulas de la basílica de San Marco, el anatomista, cargado de talegas, correajes y humillación, dejaba diez ducados sobre la mesa de noche y entre el acre perfume de los óleos y del sexo ajeno, le decía que la amaba, que estaba dispuesto a deshacerse de todo cuanto tenía y a comprarla, que huyeran al otro lado del Mediterráneo o, si era necesario, a las tierras nuevas al otro lado del Atlántico. Y Mona, sin decir palabra, acariciaba el papagayo que dormitaba sobre su hombro, como si en aquella alcoba no hubiese nadie más, esperaba que los autómatas de la torre del reloj se movieran de una vez y entonces, con los ojos llenos de una malicia sensual, decía:

—Tu tiempo se acabó.

Y durante toda su estadía en Venecia, todos los días a la cinco en punto de la tarde, el anatomista llegaba al burdel de la calle Bocciari cerca de la Santa Trinidad y le decía que la amaba. Así fue hasta que el anatomista concluyó el retrato y, por cierto, concluyó todo su dinero. Su tiempo en Venecia se había terminado.

Humillado, pobre, con el corazón roto y sin otra compañía que la de su cuervo Leonardino, Mateo Colón regresó a Padua con una sola convicción.