LA LIBERTAD

I

Fue durante el segundo año desde el día de su graduación, cuando Mona Sofía se presentó a la lujosa scriptoria de Mássimo Troglio. El Hacedor estaba llevando la contabilidad de la Scuola, doblado sobre un grueso cuaderno de lomo dorado.

—Vengo a anunciaros mi libertad —sentenció Mona Sofía, sin que mediara, siquiera, un saludo.

Mássimo Troglio levantó la vista de los asuntos que lo ocupaban. Escuchó claramente la frase pero no comprendió, como si su interlocutora acabara de hablarle en un idioma desconocido.

—Aquí os dejo el documento que me independiza de vuestro patronazgo —dijo, a la vez que le extendía un pergamino escrito en tinta roja—, no es necesario que os molestéis en levantaros, sólo debéis poner aquí vuestra firma —agregó, dejando el pergamino sobre el pupitre de su protector.

Mássimo Troglio rió con una carcajada franca. En su larga vida nadie le había hecho un pedido —si así pudiera llamarse a la exigencia de su pupila— de semejante descaro. Había sufrido, sí, por la huida de más de una ingrata. Había tenido que emplear castigos ejemplares con alguna prófuga recapturada —la ablación de un dedo del pie era un correctivo usual—; pero que una pupila irrumpiera en su propio despacho con semejantes pretensiones era, lisa y llanamente, descabellado.

—Te recuerdo que la Scuola tiene sus estatutos y sus normas —empezó a decir Mássimo Troglio con una sonrisa cálida y paternal—, de modo que…

Antes de que su maestro pudiera terminar la frase, Mona Sofía extrajo un cuchillo de puño de oro y posó su aguda punta sobre su propio pecho. Con absoluta parsimonia, dijo:

—Mi cuerpo os ha pagado sobradamente la educación que me prodigasteis y, si os complace escucharlo, os agradezco y ofrezco toda mi veneración y mi respeto. Pero ahora os exijo que me otorguéis lo que me corresponde: mi cuerpo.

Mássimo Troglio empalideció e, inmediatamente, se puso rojo de cólera. Intentando mantener la calma, habló:

—De nada me servirías muerta. Puedo, si así lo quieres, firmar lo que me exiges, pero, ¿qué te hace pensar que no habré de recapturarte con el derecho que me otorga la ley? Y sabes cuáles son mis correctivos.

Mona Sofía sonrió.

—No os atreveríais a mutilar un ápice de mi cuerpo. Yo soy vuestra creación. Pero no creáis que soy una ingrata, si leéis el pergamino, veréis que me acuerdo bien de vos; os daré la décima parte de todo el dinero que haga con mi cuerpo, hasta el día en que alguno de los dos muera. La opción es el diezmo que os ofrezco o nada —dijo, a la vez que hundió un poco el cuchillo sobre su propio pecho, haciendo que rodara una gota de sangre hasta su vientre.

Mássimo Troglio sumergió la pluma en el tintero y firmó el pergamino. Mona Sofía se arrodilló a sus pies y besó las manos de su maestro, antes de abandonar para siempre la Scuola.

Solo en su scriptoria, Mássimo Troglio lloró desconsolado. Lloraba como un niño.

Lloraba como un padre.