EL HACEDOR

I

Presa del pánico, madonna Creta envolvió en un lienzo el cadáver de messere Girolamo di Benedetto, cargó a la niña debajo de su axila y se embarcó a bordo de una pequeña góndola. Luego de pagar en sonante el silencio del absorto gondoliere, en el sitio menos transitado del Canale Grande arrojó por la borda al difunto castrato y a la niña.

Como si su destino hubiese estado escrito, el exhausto cuerpecito de Ninna Sofía fue dar a la Riviera di San Benedetto, exactamente a las orillas del muelle que conducía a las escalinatas del atrio de la Scuola que, treinta años antes, había fundado Mássimo Troglio.

Mássimo Troglio era el fattore dei putanne más prestigioso de toda Europa. Cierto es que compraba, vendía y también robaba como cualquier traficante. Pero ese era solamente el principio de una larga y laboriosa tarea, el primer eslabón de un costosísimo y proporcionalmente rentable oficio. Mássimo Troglio era, eminentemente, un pedagogo, mezcla del más ruin pederasta y del más sublime maestro.

Il Fattore —como algunos lo llamaban— era el fundador de la más prestigiosa Scuola di Puttane; padre, por así decirlo, de la raza de putas más sublimes de Venecia, de la misma Lena Grifa y de todas las putas que adornaron la corte de los Médici, de las putas que cautivaron el corazón de monarcas y arzobispos. De todas las putas a cuyo honor se levantaron los palacios más fastuosos de Venecia.

Ni una emperatriz recibía la educación de la menos ilustrada de las putas de Mássimo Troglio. Las más jóvenes, como la pequeña Ninna Sofía, eran objeto de los cuidados más delicados. Las madonnas —las putas más viejas— tenían a su cargo la tutoría de las de más tierna edad. Ellas se encargaban de bañarlas con leche de loba, pues el agua estaba prohibida desde las grandes pestes y, según enseñaba Mássimo Troglio, la leche de loba apuraba el crecimiento y evitaba la decrepitud; les frotaban la piel con saliva de yegua para impedir que las carnes crecieran blandas y, un día a la semana, las hacían dormir en el establo junto con los cerdos para que aprendieran a soportar los hedores más repugnantes y las compañías más ingratas.

Mássimo Troglio fue autor de Scuola di Puttane[7], una sucesión de 715 aforismos divididos en siete libros —inspirado, sin duda en los Aforismos de Hipócrates[8]—. Entre otras cosas, sostenía que las mejores y más leales putas eran aquellas niñas nacidas de:

  1. Carpintero y ordeñadora.
  2. Cazador y mujer mongólica, preferentemente china.
  3. Marino y bordadora.

Afirmaba, además, que “una mujer puede concebir un hijo de hasta siete hombres, cuyos jugos seminales se unen en el útero y se combinan unos con otros según la fuerza seminal de cada uno de los padres”.

“El de Hacedor de Putas es el arte más sublime; más que el del perfumista, más que el del mismo alquimista; como éstos, unimos las esencias más nobles con las más viles, las más antagónicas y las más simpáticas.”

Mássimo Troglio se mostraba particularmente interesado en la pequeña que el cielo le había regalado. Para que no quedara ninguna duda de que ella era una de sus pupilas, le quitó el brazalete y le hizo hacer otro —de oro con rubíes—, donde constaba su nuevo y definitivo nombre: Mona Sofía. Pocas veces había visto una niña de semejante carácter, tanta y tan temprana inteligencia y, sobre todo, dotada de aquella singular y extraordinaria belleza. Mona Sofía era la síntesis de todas las putas metida en un cuerpo de niña, una suerte de extracto de puta en estado puro. Sin embargo, Mona Sofía no estaba exenta de los dos grandes y, por cierto, misteriosos problemas con los que debe lidiar un maestro de putas: el amor y el placer. Jamás había visto Mássimo Troglio un odio tan inconmensurable como el que le prodigaba la pequeña, no porque le preocupara ser objeto de ese sentimiento, sino porque, según le enseñaba la experiencia —y así lo testimoniaba el aforismo IX—, “cuanto más proclive a odiar es una mujer, tanto más proclive es a amar”. La segunda preocupación no era, intrínsecamente, la ausencia de cualquier manifestación de dolor, sino la sospecha de que tras la máscara de la insensibilidad, cuanto más intenso era el dolor para Mona Sofía, tanto más intenso era el placer que le provocaba. Y, en fin, los primeros ciclos de formación de una puta no tenían otro objeto mediato que la interdicción del amor y del placer. La inversión era demasiado grande y paciente como para que —como había ocurrido más de una vez—, un buen día, la ingrata se marchara enamorada detrás de algún hombre. Entre otros aforismos, Mássimo Troglio escribió:

Mássimo Troglio fundamentaba toda su teoría en los cánones helénicos. Los apotegmas que guiaban su pluma y, consecuentemente, su práctica, eran —cuando no—, los de la Metafísica de Aristóteles. Aristotélica era su concepción de la mujer y del hombre y aristotélico, desde luego, era su juicio acerca de la procreación; abrevaba también de la fuente aristotélica para explicar de qué modo “el hombre ha de servirse, por causa natural, del provecho de la mujer”. En su capítulo “De la monstruosa condición femenina”, decía: "Como ha enseñado el Maestro Aristóteles, el esperma del hombre es la esencia, la potencialidad esencial que transmite la virtualidad formal del futuro ser. El hombre lleva en su semen el hálito, la forma, la identidad, es decir, la kinesis que hace de la cosa materia viva. El hombre, en fin, es quien da el alma a la cosa. El semen tiene el movimiento que le imprime su progenitor, es la ejecución de una idea que corresponde a la forma del propio genitor, sin que esto implique la transmisión de materia por parte del hombre. En condiciones ideales, el futuro ser tenderá a la identidad completa del padre. La mujer proporciona el sustento material en su sangre, la corporeidad, la carne que envejece, corrompe y muere. La esencia del alma es siempre masculina. Como ha enseñado el Maestro, la procreación de niñas es, en todos los casos, producto de la debilidad del progenitor a causa de enfermedad, vejez o precocidad.

“La mujer suministra siempre la materia y el hombre el principio creador: para nosotros, es ésta, en efecto, la función propia de cada uno de ellos, y esto es ser hembra y ser macho. Es necesario, también, que la hembra aporte un cuerpo, una determinada cantidad de materia, mientras que esto no es necesario para el macho: no es necesario que los instrumentos existan en los productos que se fabrican, ni que en ellos exista el agente que los hace”.

La de Mássimo Troglio no es solamente una noción acerca de la concepción, sino, además —y siempre bajo la tutoría intelectual de Aristóteles—, de la misma genealogía del ser viviente: “él semen es un organon que posee movimiento en acto”.[9] “El semen no es una parte del feto en formación, así como ninguna partícula de substancia pasa del carpintero al objeto que elabora para unirse a la madera, así, ninguna partícula de semen puede intervenir en la composición del embrión.” Y ejemplifica: “La música no es el instrumento, ni el instrumento es la música. Y sin embargo, la música es idéntica a la idea previa del autor”.

Se deduce cuál es el nudo de la teoría de Mássimo Troglio: la propiedad, la patria potestad, el derecho a la posesión de la descendencia por parte del autor, esto es, el padre. Así como está claro que el propósito de Aristóteles no era sino la reafirmación del Derecho griego.

La mujer, es la teoría, quedaba como un simple resto, cuya esencia era aquella sangre que rebasa una vez al mes: una masa de líquido crudo, impuro, no elaborado, inerte y amorfo, pero, desde luego, tocado por el hálito, la kinesis, de su débil progenitor.

De modo que esta última revelación aristotélica es la que le proporciona el método, el modo de producción y apropiación de mujeres.

Mona Sofía era la más bella y la más tempranamente desarrollada de las discípulas de Mássimo Troglio. Mostraba, además, una prematura disposición al oficio. Tenía una sensualidad infrecuente para una niña de su edad. Cuando Mona cumplió los seis años, Mássimo Troglio determinó que la pequeña ya podía comenzar la segunda etapa de su formación.

En la Scuola di Puttane las pupilas recibían desde muy jóvenes educación religiosa, les enseñaban mitología antigua y aprendían, desde luego, a leer y escribir, no sólo en italiano, sino hasta en griego y latín. La Scuola era, eminentemente, una institución renacentista, tan prestigiosa como cualquiera de las numerosas escuelas de pintura de Italia. De hecho, la Scuola recibía un subsidio del Ayuntamiento y cada una de las pupilas tenía el rango de funcionaría pública.

A Mona le fascinaba oír las historias que le contaba Filipa, su institutriz. Cada vez que escuchaba cómo la ballena se tragaba entero a Jonás, abría los ojos desmesuradamente y conminaba a Filipa a omitir las partes superfluas del relato y que le dijera de una vez cuál había sido de la suerte del héroe.

Todo iba muy bien hasta que Filipa empezaba a hacerle imputaciones. Mona negaba rotundamente haber tenido alguna participación en la crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo y le resultaba intolerable la acusación de que El había muerto por causa de ella. Después de todo, ¿quién era ella?, ¿qué importancia podía tener su insignificante existencia en la suerte de, nada menos, el Salvador?

Igualmente, se declaró exenta de toda culpa y complicidad en los pecados de Eva, a quien, por otra parte, dijo no haber visto nunca. Sin embargo, a regañadientes, terminaba por asentir agachando la cabeza sin demasiada convicción, porque era capaz de tolerar cualquier cosa menos los agudísimos gritos de Filipa, que le destrozaban los tímpanos.

II

Mássimo Troglio —en su virtud, o quizás a su pesar— hizo de Mona Sofía su obra más sublime. Diez años de educación y cuidados habían dado su fruto: era la mujer más bella de Venecia. El Hacedor supo ser paciente; cuando su pupila cumplió los trece años le anunció que había llegado la hora de la iniciación. Mona fue presentada en sociedad en la festa di graduazione que, todos los años, Mássimo Troglio daba en su palacio. Se trataba de una emotiva ceremonia en la cual cada graduada recibía el nombramiento de funcionaría pública de manos de algún notable del Estado de la República. Cuando Mona Sofía fue anunciada, sobrevino un silencio hecho de veneración y estupor. La Venus de Médici era una rústica campesina comparada con aquella mujer que acababa de trasponer la puerta del salón.

Desde todos los puntos de Europa llegaban nobles señores hasta la Scuola y pagaban verdaderas fortunas. En menos de seis meses, Mássimo Troglio había recuperado hasta el último ducado invertido en su pupila. En el curso del primer año, el Hacedor quintuplicó el total de su inversión. El cuerpo de Mona Sofía había incrementado el patrimonio de Mássimo Troglio en… ¡dos mil ducados!