LA PUTTANA

I

Mona Sofía nació en la isla de Córcega. No había cumplido aún los dos meses cuando la robaron del lado de su madre una mañana de verano, en la que la mujer llevó consigo a la niña a lavar la ropa a orillas del arroyo que desembocaba en el mar. Ciertamente, la isla de Córcega era, a la sazón, el sitio menos feliz para que una mujer diera a luz a una niña bella. Desde que Marco Antonio primero y más tarde Pompeyo habían desalojado a los piratas de su “República” en Cilicia, después de su larga diáspora por los mares de Europa y Asia Menor, los “cilicianos”, con paciente y brutal obstinación, volvieron a fundar su Patria, esta vez en las islas de Córcega y Cerdeña. Cuentan que a causa de su temprana y prometedora belleza, los piratas de Gorgar El Negro embarcaron a la niña a bordo de un bergantín junto con un grupo de esclavos mongoles y la vendieron a un traficante en Grecia. La pequeña pudo sobrevivir al viaje gracias a los cuidados de una joven esclava a quien habían separado de su hijo y que todavía conservaba un poco de leche. Su estancia en Grecia fue muy breve; un comerciante veneciano la compró por unos pocos ducados y nuevamente la volvió a embarcar, esta vez con destino a Venecia: por cierto, ya tenía un comprador en su tierra.

II

Donna Sidonna pagó por la niña veinte florines con la convicción de que era una excelente compra. Lo primero que hizo Donna Sidonna al ver a la niña, que estaba negra de mugre, fue lavarla con una loción de agua de rosas y una infusión tibia de hierbas aromáticas y, con todo, no fue nada fácil quitarle el hedor a marinero. Le frotó las encías con una mezcla de vino, agua y miel, le rapó la cabeza, cuyos largos mechones estaban duros como alambres, y, finalmente, la posó sobre una manta de pelo de cabra cerca del fuego. Cuando estaba profundamente dormida, le puso alrededor de la muñeca el brazalete de oro y marfil que distinguía a todas las pupilas de la casa. Y viendo que la pequeña estaba muy flaca y evidentemente anémica —en el barco había sido alimentada por el magro pecho de una esclava que apenas podía con su pobre humanidad—, designó a Oliva como su ama de leche. Oliva era una joven esclava egipcia. Tenía una leche buena y nutritiva. Le habían puesto Oliva por nombre porque tenía la piel del color de una aceituna y la estatura de un olivo. Era una mujer delgada que iba precedida por unas mamas majestuosas cuyos pezones tenían el diámetro de un florín de oro. Oliva reunía todas las condiciones de la perfecta nodriza: era morena —sabido era que las mujeres rubias daban una leche amarga y acuosa y que las negras eran buenas para alimentar bestias salvajes pero no niños blancos—. Al cabo de una semana ya se notaban los progresos; la pequeña exhibía unos rollos de lo más saludables y eructaba con la fuerza de un adulto. Sus heces —que eran puntualmente examinadas por la misma Donna Sidonna— se veían sólidas y su color revelaba el perfecto funcionamiento de sus tripas.

Cuando cumplió el primer mes —contando desde su llegada a la casa—, Donna Sidonna la envolvió en un vestido de infinitos encajes, la perfumó con agua de jazmines y mandó a llamar al clérigo para que le diera el primer sacramento, porque —desde luego— una buena puta debía ser cristiana. Como sucediera tantas veces, Donna Sidonna negoció el precio de los servicios con el clérigo y se pusieron de acuerdo en el pago: el cura exigía el favor de una de las pupilas todos los días durante un mes y “per tutti le orifici”. Donna Sidonna ofrecía el servicio solamente por el curso de una semana y no incluía otro favor más que la convencional francescana. Finalmente convinieron en que el clérigo tomaría los servicios de una pupila durante quince días y “per tutti le orifici”. Aquel día, la pequeña fue bautizada y Donna Sidonna le puso por nombre Ninna.

Ninna convivía con ocho niñas de su misma condición, pero desde muy temprano empezó a diferenciarse del resto de las niñas de la casa; ninguna lloraba con más fuerza ni comía con tal apetito —tanto, que los pezones de Oliva quedaban amoratados después de cada comida—. Y, a diferencia de las demás, Ninna se resistía obstinadamente a la faja con que Donna Sidonna la envolvía todas las noches para evitar monstruosas deformaciones. Tales eran los gritos con que la niña mostraba su disconformidad que, por puro contagio, las demás le oficiaban de coro, igual que las lloronas contratadas en los velorios no dejaban de imitar el llanto de la viuda. Este fue el primer e inocente signo de peligrosa rebeldía. Una buena puta, igual que una buena esposa, debía ser sumisa, obediente y agradecida.

Conforme la niña iba creciendo en edad, estatura y belleza, en la misma proporción se desarrollaba en su espíritu un carácter volcánico; sus ojos verdes y rasgados se poblaron de unas pestañas negras, largas y arqueadas pero también de una malicia inteligente, sarcástica que inspiraba la misma fascinación, el mismo miedo que infunde en sus víctimas la mirada de la serpiente. En las almas supersticiosas despertaba terrores y negros augurios. En los espíritus religiosos, satánicos temores, porque, se sabía, la inteligencia en una mujer bella era un índice indudable de la influencia del demonio.

Poco antes de cumplir el primer año, Ninna empezó a balbucear las primeras palabras que, asombrosamente, no fueron las mismas que, a media lengua, pronunciaban las demás. Así, cuando las pequeñas pupilas empezaban a llamar a sus nodrizas por el nombre y, en señal de temprana gratitud, se referían a Donna Sidonna como mamma, Ninna ignoraba sistemáticamente la presencia de su benefactora y ni siquiera se dignaba mirarla. De nada servían los esfuerzos de la niñeras, que la alzaban en brazos frente a su mamma, instándola a que le prodigara, aunque más no fuera, una sonrisa. Nada de eso; todo lo que conseguían era que la niña soltara un saludable eructo en las narices de su protectora. Donna Sidonna se consolaba pensando que Ninna era muy pequeña aún para comprender que aquel era el mejor destino al que podía aspirar una mujer. Las niñas todavía no podían darse cuenta de la fortuna que estaba invirtiendo en cada una de ellas; al fin y al cabo, Donna Sidonna no hacía más que desembarazar a sus padres del infortunio que significaba traer al mundo una mujer. Si bien era cierto que los padres de la pequeña Ninna debieron haber sufrido por el robo de su hija, más valía que padecieran todo de una sola vez y no por el resto de sus vidas. De hecho, los progenitores deberían estarle agradecidos. ¿Quién, en su sano juicio, podría estar feliz de tener una hija? No más que gastos durante la soltería y, si tuviesen la dicha de conseguirle un marido, todavía quedaría el desembolso de la dote. Si todos siguieran su criterio —pensaba Donna Sidonna—, los usureros del Banco de Dotes no podrían lucrar con los pobres y desesperados padres de las mujeres casaderas. Y así le agradecía la pequeña: con arteros aires regurgitados e, inclusive, con sonoros desaires de aquellos que salen por vía contraria.

Una mañana, cuando Donna Sidonna fue a vigilar el sueño de su ingrata filia, se encontró con que la pequeña estaba de pie sobre su cuna y no dejaba de mirarla fijamente; para su estupor, Ninna la recibió con un saludo:

—Puttana… —le dijo con una pronunciación perfecta, y agregó—, dame diez ducados.

Aquellas cuatro fueron las primeras palabras de Ninna. Donna Sidonna se persignó. De haber podido, habría salido corriendo de la habitación. Pero era tal el miedo, que sólo atinó a pegar un alarido. Donna Sidonna decidió que aquellas cuatro palabras eran una señal indubitable de que la pequeña estaba poseída por el demonio. De modo que se resolvió por el camino más expeditivo.

Antes de que le brotaran los pezones, antes de que cobraran la dureza de una almendra y el diámetro y la tersura de un pétalo, Ninna fue revendida a un traficante por diez ducados, la mitad de lo que había pagado su benefactora. Una mañana de verano fue subastada en la plaza pública junto con un grupo de esclavos moros y jóvenes putas, fue ofrecida al peso y vendida finalmente a madonna Creta, un alma filantrópica que, entre otras cosas, era dueña de un burdel en Venecia.

III

Ninna —cuyo nombre estaba grabado en el brazalete— fue rebautizada con el más elegante Ninna Sofía. Era la pupila más joven del burdel. Su nueva mamma era ahora madonna Creta, una próspera y ya retirada cortesana. De madonna Creta no podía esperarse la dulzura ni la dedicación que le prodigaba su antigua benefactora. Y mucho menos podía esperarse paciencia. La primera vez que alzó a la niña en sus brazos, la examinó como si se tratara de una planta de lechuga. Se felicitó por su nueva compra y se dijo que en unos pocos años —dos o tres— su pequeña inversión podía empezar a dar frutos. Tres cosas sobraban en Venecia: nobles, curas y pederastas y, desde luego, todas las combinaciones posibles de esos tres elementos. Sí, era un buen negocio, se dijo. Ya se figuraba la cara de messere Girolamo di Benedetto, viendo aquellas jóvenes y todavía inmaculadas carnes; qué no pagaría por acariciar con sus dedos decrépitos aquella vulva arrepollada; qué no daría por frotar su mustia verga sobre los rollizos muslos de su joven pupila. Madonna Creta ya podía contar los ducados de oro por anticipado. Pero no iba a resultarle tan fácil.

Ninna Sofía examinó la nueva alcoba que debía compartir con cinco pupilas ya adultas. Aquello era peor que un establo y, de hecho, olía a pesebre. Era un cubo sin una sola ventana. Al pie de cada una de las paredes había unas camas de madera que, a guisa de colchones, tenían unos fardos de paja en cuyos bordes estaban sentadas sus nuevas compañeras. Eran todas esclavas que habían sido compradas por unos pocos ducados. Una de ellas no presentaba un solo diente, otra ofrecía el aspecto que da la sífilis cuando se encuentra en muy avanzado estado, y las otras dos permanecían con la mirada perdida en sendos puntos imprecisos que parecían situados del otro lado de las paredes del cuarto. Todas tenían una mirada de resignada derrota, de aquella tristeza que se perpetúa hasta el último día, que, por cierto, nunca estaba muy lejano. El escaso aire que se respiraba allí adentro era caliente y sofocante. Ninna Sofía declaró su disconformidad con un alarido sucedido por un llanto estridente. Cuando se abrió la puerta, Ninna, que esperaba la diligente llegada de su nodriza Oliva, sólo tuvo tiempo de ver la creciente figura de madonna Cretta que se acercaba hacia ella. Después de las primeras tres cachetadas que le cruzaron las mejillas, comprendió que si dejaba de llorar, quizá también cesaran los golpes. Y así fue. De hecho, la pequeña Ninna se prometió no volver a llorar nunca más en su vida. Y así lo hizo.

Su espíritu se tornó cada vez más ingobernable, más áspero y peligroso. Ninna Sofía era una flor venenosa.

De nada servían los castigos que, amorosamente y en su provecho, desde luego, le prodigaba madonna Creta. De nada servían los latigazos ejemplares que le cruzaban la espalda, ni las penitencias nocturnas de rodillas sobre el maíz, ni las promesas de círculos infernales. Ninna Sofía miraba a su tutora a través de sus ojos verdes repletos de largas y arqueadas pestañas y repletos, cada vez más, de una malicia y de una inteligencia infinitas; a través de aquellos ojos de lágrimas ausentes, con una sonrisa giocondesca, la miraba y le susurraba:

—¿Ya terminaste, madonna Creta?

Madonna Creta determinó que si la pequeña era lo suficientemente adulta para hacer oídos sordos a sus lecciones, también debería serlo para ganarse la comida. De modo que antes de lo que tenía previsto, fue a casa de messere Girolamo di Benedetto para hacerle saber de su nueva pupila.

Messere Girolamo era uno de los más prósperos fabricantes de seda de Venecia y había sido prior del gremio hasta el año anterior. Como ya era un hombre viejo, había decidido retirarse de la vida pública y dedicarse por completo al ocio y, de ese modo, empezar a disfrutar de los pocos años que le quedaban.

En rigor, nunca se había dedicado a otra cosa diferente de la holgazanería, sólo que ahora, en lugar de jugar a la baraja con sus colegas en su despacho del gremio, lo hacía en su más acogedor palacio. Messere Girolamo di Benedetto tenía dos debilidades: el juego y los niños. Desde luego, jamás hubiera tolerado que lo llamaran pederasta. Al fin y al cabo, ¿qué podía tener de malo amar a los niños y ayudarlos un poco económicamente, sobre todo si los padres de la criatura en cuestión eran pobres?

El precio que exigía madonna Creta le pareció demasiado alto, pero no puso ninguna objeción; lo que le sobraba era dinero y ni aunque se lo propusiera podía gastárselo todo en los años de vida que le quedaban. Y si bien era cierto que aún conservaba la costumbre de regatear, en cuestiones tan delicadas prefería no reparar en gastos. Solamente pidió a madonna Creta una detallada descripción de la niña. Messere Girolamo di Benedetto escuchaba con la mirada perdida y parecía estar disfrutando por anticipado. De haber sabido lo que la pequeña Ninna iba a depararle, messere habría preferido morir aquel mismo día.

IV

Tal como conviniera con madonna Creta, messere Girolamo llegó al burdel a la hora de la cita. Lo hizo con la anticipación justa para tomarse el tiempo que demanda entrar al burdel sin ser visto por nadie. Había esperado que pasaran unos viandantes, y tuvo que demorarse en la puerta de una tienda hasta que dos mujeres terminaran de una vez el coloquio que habían entablado a pocos pasos de la entrada del burdel. Cuando las dos mujeres se despidieron, esperó a que se alejaran lo suficiente, se acomodó el sombrero de tal modo que el ala le cubriera la cara y, finalmente, con paso ligero, llegó hasta el pequeño atrio de la casa.

Con un gesto involuntariamente despectivo, messere Girolamo di Benedetto rechazó la copa de vino que le había ofrecido madonna Creta. Quería empezar el trámite cuanto antes. Su decrépito corazón latía ahora con una súbita fuerza juvenil. Oportunidades así no se presentaban todos los días. Su amor por los niños le había acarreado más de un dolor de cabeza; en dos ocasiones lo acusaron públicamente de abuso de infantes y, pese a que, felizmente, pudo disuadir a los denunciantes de avanzar hasta los tribunales mediante suculentas “atenciones”, mucho se decía en Venecia acerca de los gustos de messere Girolamo. En cambio, madonna Creta era una garantía de silencio. Su negocio era, precisamente, la discreción. Por ese mismo motivo, casi no sintió ninguna pena cuando terminó de pagarle los veinte ducados que habían convenido.

Madonna Creta lo condujo hasta la alcoba que había preparado para la ocasión. De pie junto al vano de la puerta, la anfítriona invitó a messere Girolamo di Benedetto a pasar y, antes de dejarlo a solas con la pequeña, le dijo amablemente:

—Disfrutad, pero cuidaos de lastimarla.

Cuando messere Girolamo di Benedetto vio a la pequeña Ninna, sus ojos se iluminaron. Era un verdadero sueño verla recostada sobre el vientre y completamente desnuda. Lo primero que hizo messere fue darle unas suaves palmaditas en las nalgas y pasarle sus dedos decrépitos y sarmentosos por sus muslos rollizos. Dejó caer un hilo de saliva espeso por la pequeña espalda y lo esparció con la palma de su mano. Ninna no mostraba ninguna resistencia y hasta le sonrió tiernamente cuando el anciano, completamente extasiado, la sentó sobre su falda. Hacía muchos años que a messere Girolamo di Benedetto no se le erguía la verga, y, ni bien notó aquel añorado acontecimiento, se dijo que la pequeña Ninna era un verdadero milagro. Cierto que no fue una de aquellas erecciones de las que podía exhibir orgulloso durante la juventud, pero, desde luego, esto era mejor que nada. Tomó a la pequeña por debajo de las axilas, la levantó en vilo y posó las diminutas nalgas de Ninna sobre su verga, que formaba un modesto promontorio en el lucco de lana que aún llevaba puesto. Hacía mucho tiempo que no se excitaba tanto. Ninna, cuando descubrió la protuberancia sobre la cual estaba sentada, se refregó como lo haría un gato, cosa que enardeció todavía más al anciano que, impaciente, se levantó el lucco por encima del vientre y, tomando su verga entre las manos, la exhibió frente a los ojos de la niña. Ninna examinó aquella cosa morada que el viejo esgrimía e inmediatamente estiró su mano hacia ella. Tan pequeña era la mano de Ninna que ni siquiera pudo abarcar la mitad del diámetro del glande.

—¿No vas a darle un beso a mi amigo? —le dijo el anciano a Ninna que, al parecer, encontró divertida la forma en que su cliente había nombrado aquella cosa, ya que la vio esbozar una sonrisa que al viejo le pareció francamente lasciva. Esa era la palabra: “lascivia”; nunca antes había visto semejante disposición lujuriosa en una niña. Y, en rigor, si un intruso hubiese estado presenciando la escena, sin duda habría pensado que la pequeña Ninna estaba practicando la “corrupción de ancianos”. Tal como se lo pidiera messere Girolamo di Benedetto, Ninna acercó su boca al miembro de su cliente, que estaba, ahora sí, duro y completamente erecto, más de lo que jamás había estado, inclusive más de lo que podía estarlo en los días de juventud, y lo besó con los labios, tal como su nodriza Oliva le había enseñado a besar las mejillas de Donna Sidonna, acto al que, por otra parte, siempre se había negado. Tal como lo hiciera una mujer adulta, Ninna cerró los ojos y pasó sus labios alrededor del glande. El viejo tenía los ojos en blanco y temblaba como una hoja. Como si en vez de haberse criado con leche de pecho, se hubiera alimentado siempre con leche de verga, nadie le había enseñado el arte de la fellatio, Ninna abrió la boca cuanto le permitieron las comisuras de los labios y se engulló el glande entero. El viejo no podía creer lo que veía.

—Pequeña puta —susurraba—, pequeña hija de siete castas de putas.

Y cuanto más hablaba, la pequeña lo miraba a los ojos a través de los suyos, verdes y repletos de largas pestañas, y tanto más adentro de la boca se lo metía. Entonces Ninna pudo sentir una convulsión en el tronco de aquello que se estaba engullendo. En ese preciso momento, mordió con toda la fuerza de su mandíbula, hundió los dientes hasta las encías y se dejó caer con fuerza desde la cama hasta el suelo. Ninna quedó unos instantes suspendida en el aire, colgada por la boca de la verga del anciano, hasta que, finalmente cayó al piso. Messere Girolamo di Benedetto no comprendio, hasta que vio la cascada de sangre que manaba del tronco de la verga. Sólo entonces vio, como si se tratara de una alucinación, que el glande ya no estaba ahí. La pequeña miró al viejo con una sonrisa angelical mientras masticaba el trozo de carne, y sus ojos describieron una parábola mientras lo veía caer de espaldas al suelo. Las piernas —tiesas como la cuerda de un laúd— formaron una V por encima de la cama, cosa que a Ninna le resultó sumamente graciosa.

Cuando hubo pasado el tiempo establecido, madonna Creta entornó la hoja de la puerta y, todavía del otro lado, mumuró:

—El tiempo se acabó, messere; espero que no hayáis lastimado a la pequeña.

Madonna Creta tropezó con el cadáver de su cliente y antes de que pudiera sostenerse de alguna cosa, resbaló con la sangre que cubría el piso de la alcoba y cayó junto al muerto. Ninna, sentada en un ángulo del cuarto, todavía masticaba su bocado y se la veía feliz con su temprano trabajo. Sonrió a madonna Creta como si así le dijera: “¿Estás conforme, es así como debo ganarme la comida?”.

Aquel mismo día, Ninna Sofía fue a dar con la horma de su zapato.