EL NORTE

I

El claustro de Mateo Colón era un recinto perfectamente cúbico de unos cuatro pasos de lado. La pequeña luna que se alzaba por encima del austero pupitre no tenía vidrio. En rigor, las únicas ventanas que tenían vidrio eran las del decanato y el aula magna. Si bien el vidrio resultaba sumamente práctico —sobre todo durante el invierno—, constituía un detalle de pésimo gusto comparado con las exquisitas sedas venecianas que guarecían las aberturas. A la sazón, era muy fácil reconocer las casas de los nuevos ricos de Padua: todas ellas tenían las ventanas protegidas con vidrios pintados. Lo cierto es que la pequeña ventana del claustro de Mateo Colón estaba desprovista, también, de un lienzo de seda; toda la protección la constituía un paño ordinario que frenaba el viento a costa de no dejar entrar ni un mínimo haz de luz, y, al contrario, si el anatomista necesitaba iluminarse, debía, también, soportar el viento, el frío y, si además llovía, el agua. El cuarto —al cual se accedía desde la recova que circundaba el patio— estaba dividido por la mitad por una biblioteca que trepaba hasta las penumbrosas alturas del techo. La mitad posterior del claustro era el dormitorio: una cama de madera —desde luego desprovista de capitel—, y junto a ella, una mesa de noche y un candelero. En la mitad anterior, delante de la biblioteca, y contra la pared que mediaba con la recova, estaba el pequeño pupitre. Quien entrara desde la recova vería, entonces, un pupitre flanqueado por una biblioteca en cuyos estantes descansaba una infinidad de fieros y extraños animales disecados que, sin duda, habrían podido disuadir a un ladrón desprevenido de avanzar más allá de la puerta.

Desde que estaba preso en su claustro Mateo Colón pasaba la mayor parte del tiempo mirando a través de las rejas de la ventana. Así estaba, con la mirada perdida en un punto impreciso situado quién sabe dónde, cuando vio que messere Vittorio acababa de entrar por la puerta principal. Con un levísimo gesto, el escultor dio a entender a su amigo que ya había cumplido el peligroso recado. Respiró aliviado; en realidad le preocupaba menos su suerte —que ya estaba decidida—, que la del messere.

El anatomista no esperaba para sí la clemencia obtenida por su maestro, Vesalio, cuando había sido enviado a los tribunales del Santo Oficio. En una oportunidad, Andrés Vesalio le confesó a Mateo Colón un vergonzoso y desgraciado acontecimiento que cerca estuvo de llevarlo a la hoguera: cierta vez solicitó permiso para diseccionar a un joven noble español que había muerto durante la consulta. Cuando hubo obtenido el permiso de los padres del difunto, abrió el pecho y, para su estupor y desesperación, pudo ver que el corazón aún latía. Enterados del suceso, los padres del joven acusaron a Vesalio de asesinato a la vez que le iniciaron proceso ante el Santo Oficio. La Inquisición lo condenó a muerte; sin embargo, poco antes de que empezaran a arder los leños, intervino el propio rey, que decidió conmutarle la pena y, a cambio, dispuso que el anatomista iniciara una peregrinación a Tierra Santa para lavar su crimen.

Mateo Colón sabía que su “crimen” era infinitamente más grave, ya que consistía en haber develado aquello que debía mantenerse por siempre ignorado. De modo que no albergaba ninguna esperanza, ni siquiera retractándose de su descubrimiento, como lo había hecho otro egresado de los claustros de la Universidad de Padua, Galileo Galilei. El descubrimiento de Galileo era demasiado “intangible” en la práctica. En cambio, su “América” estaba al alcance de cualquier simple.

—¿Qué sería de la humanidad si las fuerzas del demonio se apoderaran de vuestro descubrimiento? —le había dicho el decano cuando, al revelárselo, le impusiera los votos de secreto, sugiriendo, de paso, que su descubridor era, de seguro, uno de los que engrosaban las cada vez más numerosas huestes diabólicas.

—¿A qué desgracias no se vería sometida la humanidad si el Mal se adueñara de la voluntad del femenino rebaño? —le había dicho el decano, dándole a entender que su propósito no era otro que, en el nombre del “Bien”, apoderarse de la voluntad del femenino rebaño.

De manera que Mateo Colón no podía esperar un destino diferente del de la hoguera.

Sin embargo, otro era el motivo de la aflicción que le oprimía la garganta; no era la certeza de la muerte próxima, ni el cautiverio, ni la imposición de silencio. No era el recuerdo de Inés de Torremolinos, ni la incertidumbre por el destino de la carta que acababa de escribirle. Tampoco tenía su fundamento en la ruptura de los votos de silencio ni en la revelación del secreto que había jurado callar. Aquello que lo atormentaba no era, siquiera, la desdicha de no poder hacer público su descubrimiento, sino más bien, que el inocente propósito que lo condujera hasta su hallazgo había fracasado.

El norte que condujera a Mateo Colón hasta su descubrimiento no era ni una premisa teológica —tal como la había presentado—, ni una ambición de saber filosófico —como la había fundamentado—, ni siquiera un afán de revolucionar la anatomía —como, a su pesar, lo había logrado—. No marchaba resuelto hacia la hoguera en nombre de la Verdad, como lo hiciera su colega, Miguel de Servet.

La fuente de su descubrimiento no era otra que un amor fracasado. No anhelaba la comprensión de las leyes generales que gobernaban el oscuro proceder femenino, sino, apenas, un lugar en el corazón de una mujer.

El norte que había conducido a Mateo Colón hasta su “dulce tierra hallada” tenía, ciertamente, un nombre: Mona Sofía.