24

Los reflectores escrutaban el cielo nocturno.

Su claridad inundaba el Music Center, donde «gentes encantadoras» procuraban que las cámaras recogieran su presencia en aquella función benéfica de gala. Otras personas menos encantadoras y totalmente desprovistas de dinero, observaban el distante fulgor desde la ventana de algún hospital donde estaban muriéndose, o dando a luz, o cualquier otra de las cosas que pueden suceder en estos horribles lugares nunca comentados en la sección de ecos de sociedad de los periódicos.

La luz surgía hacia arriba, partiendo de la inauguración de un supermercado. Caía en movimientos ondulantes desde los faros instalados a gran altura, en las lejanas colinas, y se movía en los helicópteros de la Policía que se entrecruzaban sobre la ciudad.

No obstante, había también lugares oscuros. Cementerios para el descanso de los muertos. Calles laterales para los vivos que no podían descansar por lo que habían leído en los periódicos, escuchado en las noticias de la radio, imaginado mientras se escondían tras los cerrojos de sus puertas.

Pero ni cerrojos ni barrotes constituían protección adecuada para la invasión del miedo. Sólo un pequeño número de favorecidos pretendían que nada estaba pasando. Para la mayoría, sólo existían tinieblas en las que se agitaban formas extrañas.

El aeropuerto no estaba ni iluminado ni a oscuras. Una niebla gris venía del oeste difuminando la luz de los faros y envolviendo las sombras con plata.

Karen recordó la niebla por la que había conducido su coche aquella noche. Hacía cuarenta y ocho horas y, sin embargo, parecía como si hubiera transcurrido una eternidad. Para unos había sido así literalmente. Toda una vida esfumada para siempre, engullida por el color gris del olvido.

En cambio, también había luces como la que brillaba en la ventana del despacho del «Raymond’s Charter Service». Y sombras en el lado oscuro de la estructura, donde Frank Gordon detuvo su coche y lo dejó aparcado.

Karen hizo ademán de abrir la portezuela, pero la mano de Gordon se posó sobre su brazo, deteniéndola.

—Espere.

Miró por el parabrisas examinando el aeropuerto, las pistas, las oscuras formas de los hangares que bordeaban el campo, más allá de la parte trasera de las oficinas. No había movimiento alguno en la niebla.

—Ahora.

Karen se deslizó de su asiento y cruzó por detrás del vehículo, mientras Gordon salía también, llevando en la mano su revólver de reglamento.

—Vaya detrás de mí —le dijo—. Detrás y hacia un lado.

Avanzó hacia la oficina muy junto a la pared, de modo que el resplandor no le alcanzara. La ventana se encontraba al otro lado de la puerta, así que pudieron aproximarse a ésta sin salir de las sombras ni abandonar la pegajosa niebla.

La puerta estaba entreabierta. Cuando Gordon llegó a ella hizo un ademán a Karen para que se parase.

—Atrás —murmuró, levantando el revólver, dispuesto a utilizarlo.

Abrió la puerta de un puntapié.

Luego se quedó en el dintel. Por un momento o por una eternidad. Porque el tiempo se había parado para Karen. Todo quedó detenido hasta que él se volvió y le dijo:

—Nada. Aquí no hay nadie.

Se unió a él y ambos entraron en el despacho iluminado. El ventilador de pie zumbaba, y su turbulencia agitaba los papeles clavados con chinchetas a la pared.

Gordon miró la mesa. El bolso de Rita estaba sobre ella junto al teléfono, y a su lado, el cenicero tenía una colilla todavía sin apagar. Karen también la vio e hizo una señal de asentimiento.

—Debe de haber acabado de salir.

Gordon frunció el ceño.

—¿Por qué está tan segura? No he visto ningún coche cuando llegamos.

—Rita lleva un VW, y generalmente lo deja dentro del hangar.

—¿El que está en la parte trasera?

—Sí, detrás y a la derecha.

Él asintió y se volvió. Karen le siguió, y ambos salieron. A la derecha del cobertizo de tablas había un avión amarrado, un «Cessna» monomotor. Gordon se detuvo a la sombra del mismo y contempló la negra puerta del hangar. En el interior del mismo parpadeó una débil luz.

Karen inició unos pasos hacia allá, pero Frank Gordon volvió la cabeza y le dijo:

—Todavía no.

Mirando hacia el hangar, Karen distinguió el bulto del VW. Tras él había un avión, y más allá brillaba la luz procedente, al parecer, de una linterna eléctrica colocada en el suelo junto a un cajón de herramientas. Ahora pudieron ver la silueta de Rita moviéndose frente a la claridad.

—¿Es ella? —preguntó Gordon, bajando la voz hasta convertirla en un murmullo.

—Sí, gracias a Dios. Y está sola.

—Bien. Escuche. Quiero que vaya ahí dentro y hable con ella.

—¿No viene usted conmigo?

Gordon hizo un ademán con la mano que empuñaba el revólver.

—No se preocupe…, si me necesita estoy dispuesto. Creo que conseguirá usted mucho más si ella no me ve a mí el primero. Cuéntele lo sucedido… con Bruce y con Tom Doyle. Quizá Bruce haya hablado con ella y puede que sepa dónde está.

—¿Y si no quiere decir nada?

—Entonces intervendré yo. Pero vale la pena arriesgarse —Gordon le puso una mano sobre el brazo—. Recuerde que ella también está en peligro, tanto si lo sabe como si no. Tiene que convencerla.

—Lo intentaré.

Karen avanzó por entre la niebla hacia la oscuridad, aún más profunda, que se extendía tras la puerta del hangar.

A partir de aquel momento no podía ya volverse atrás.

Había de seguir avanzando hasta más allá del avión que emergía en el lugar en que brillaba plenamente la luz de la linterna. No podía retroceder porque Rita había levantado ya la cabeza, la veía y la reconocía.

—¿Qué haces tú por aquí?

Había en su voz un tono de airada sorpresa, y también algo más que sorpresa en su cara sombría.

—Tengo que hablarte, ahora mismo.

Rita tenía en la mano una pesada llave inglesa. Y no la dejó en el suelo, sino que, por el contrario, sus dedos se aferraron todavía más a ella.

—¡Pues sí que has escogido un buen momento! ¿No ves que estoy ocupada?

—Yo no escogí el momento. Por favor, Rita, escúchame…

—Ya te escucho.

La escuchó, mientras Karen le contaba la llamada de Bruce, el encuentro en la azotea y todo lo que siguió. De vez en cuando, Karen vacilaba, pero sin perder el hilo de la narración, hasta llegar al momento en que, mirando por la ventana, había visto el cuerpo estrellado abajo en el suelo.

La cara de Rita continuaba en la sombra. No pronunció una sola palabra.

No lograré nada, se dijo Karen. No tengo manera de influir en su ánimo. Tan sólo palabras.

Pero encontró las más adecuadas.

—Tú no viste lo que yo he visto, Rita. Tom Doyle tendido en plena calle con la cabeza rota como un melón podrido. Griswold muerto en una habitación llena del olor de su propia carne quemada. La pobre enfermera…

—¿Qué quieres de mí?

—La verdad —Karen notó cómo sus dedos se doblaban, clavándose las uñas en las palmas—. No se trata de fe o de lealtad. Eso ya no sirve ahora. Hemos de evitar lo que está sucediendo. Si te has reservado algo, si sabes dónde se ha ocultado Bruce…

—Ella no sabe nada —dijo una voz.

La voz de Bruce.

Y fue el propio Bruce quien salió de las sombras por el otro extremo del avión.

Karen le miró conforme se acercaba, moviendo lentamente la cabeza.

—Vine aquí la otra noche —dijo—, pero Rita no lo supo. No quise mezclarla en esto, como tampoco quise complicarte a ti. Pero necesitaba algún lugar donde protegerme, y éste fue el único que se me ocurrió. Cuando vino la Policía a interrogarla, me las arreglé para esconderme en un avión situado en el campo de aterrizaje, y no dieron conmigo. No he vuelto hasta esta tarde, y se lo he dicho a ella. Le he contado lo sucedido.

—Entonces, lo sabe… le confesaste…

—No hay nada que confesar.

—Pero te vi en la azotea. ¡Y fui yo quien te mandó a Doyle!

—No me encontró —la voz de Bruce se hizo más profunda—. Después de que fuiste a buscarlo, perdí los nervios. No podía enfrentarme a él. Tenía miedo. Así es que eché a correr. Karen, puedes creerme; te juro por lo que más quieras que había salido del edificio antes de que Doyle llegara a la azotea.

—Entonces, ¿quién lo mató?

—Cromer.

Sus palabras adoptaron el tono no de una declaración en regla, sino de un ronco murmullo, como si de pronto reconociera a alguien mientras miraba más allá de Karen, hacia el hombre que ahora entraba en el hangar llevando un revólver en la mano.

Karen también lo vio, y en seguida volvióse hacia Bruce:

—¡Estás loco! —jadeó—. Éste es el sargento Gordon… Un policía.

El aludido sonrió.

—Aquí nadie está loco —dijo—. Ni su marido, ni yo, desde luego.

Su sonrisa era tan precisa y firme como el arma que esgrimía.

—Estuve alrededor del edificio durante el día esperando que su marido intentara comunicarse con usted. Cuando subió a la azotea le seguí. Me pareció una oportunidad espléndida para eliminar a la única persona capaz de identificarme. Había conseguido localizar a todos los demás, y ahora, por simple lógica, acababa de dar también con Bruce.

Hizo una señal de asentimiento con los ojos fijos en Karen.

—He dicho lógica. Sí. Lógica, clara y terminante. Pero la llegada de usted me impidió cumplir con mi propósito. Me mantuve escondido en la parte más lejana de la claraboya, escuchando. Cuando Bruce reveló mi nombre comprendí que debía cambiar de planes. Porque ahora eran dos quienes lo sabían. Y yo no podía entendérmelas con ambos allí, sin tener un arma.

—Así es que la dejó bajar a ella, y cuando yo huí, esperó a Doyle —dijo Bruce.

—Exacto. Me coloqué detrás de él cuando salió por la claraboya, y nunca pudo saber lo que le sucedía.

Karen se estremeció.

—¿Y Frank Gordon?

—Cuando llegó, estaba esperándole oculto en un armario del vestíbulo. Allí, entre los artículos almacenados, encontré una barra de metal procedente de una puerta. Sigue allí, a menos de que ya lo hayan descubierto. Tomé su pistola, su chapa de identidad y su documentación. Esta mañana, a primera hora, me hice con el coche.

—Yo estaba sola cuando vino a verme al despacho —dijo Karen—. Y llevaba el revólver…

—Otra vez la lógica —aseveró Cromer, volviendo a sonreír—. Hubiera sido peligroso hacer algo teniendo al otro lado de la puerta a la Policía, que registraba el edificio. Lo importante era sacarla a usted de allí. Tenía la esperanza de que me llevaría de nuevo ante Bruce. Cuando me dijo todo aquello durante la comida, comprendí que también Rita era un problema. Así es que vamos a dejarnos ya de tonterías. Mí suposición era correcta. Ahora les tengo a los tres reunidos aquí.

Su sonrisa seguía tan fija como antes cuando su dedo se tensó sobre el gatillo.

—Cromer, escúcheme —Bruce se enfrentaba a la sonrisa y también al cañón del revólver—. Lo he estado hablando con Rita antes de que usted llegara, y se lo he contado todo. Me dijo que debía avisar a la Policía, y así lo hice, desde su despacho. Llegarán aquí en cualquier momento.

La voz de Cromer era tan fría como su expresión.

—Por favor, no insulte a mi inteligencia. Ésa es la broma más tonta del mundo…

De pronto, la sonrisa se heló en su rostro.

Porque en la distancia había oído el rumor de sirenas.

Todos lo oyeron, pero fue Rita la única que actuó.

Levantando el brazo que sostenía la llave inglesa, lanzó ésta contra el cráneo de Cromer.

Pero él la esquivó echándose hacia el lado del avión, y la herramienta pasó silbando junto a su cara y fue a caer, con un sordo chasquido, en el suelo. Levantando el revólver, hizo fuego.

Confundiéndose con el eco estridente del disparo, Karen oyó gritar a Rita, quien cayó hacia atrás, apretándose un brazo con la mano. Entre un remolino de humo acre, Karen pudo ver la sangre que brotaba por entre los dedos de Rita, y también vio cómo Bruce saltaba hacia Cromer, enzarzándose en un forcejeo con él.

Cromer seguía esgrimiendo el arma, esforzándose por volver el cañón hacia el pecho de Bruce. Pero éste le dio un golpe en la muñeca y el revólver cayó al suelo.

Por un momento, el humo se despejó y Karen pudo ver a Cromer claramente. Su sonrisa había desaparecido. Todo rastro de humanidad parecía haberse borrado también de su cara, quedando sólo en ella la furia animal de unos ojos relampagueantes y de una boca abierta en un ronco gruñido… La desnuda faz de la violencia.

Cromer descargaba puñetazos en el pecho de Bruce y logró arrojarle hacia atrás. Se volvió y echó a correr, saliendo del hangar para perderse entre la niebla de la noche.

Las sirenas aullaban en la carretera, y Cromer cambió de dirección. Por la puerta del hangar, Karen pudo verle mientras atravesaba el campo corriendo.

Una forma confusa descendió de las alturas y explotó en un repentino torbellino de luz. Karen dio un grito, pero su voz se perdió entre el zumbido de las aspas del helicóptero que giraban cada vez más bajas sobre la figura del fugitivo. Cuando el piloto vio a Cromer por entre los jirones de niebla, ya era demasiado tarde para evitar el choque.

El helicóptero picó, y casi estuvo a punto de volcarse, cuando el cortante metal descargó su impacto. Cromer cayó y su cuerpo cesó de moverse.

Aunque su cabeza rodó, todavía un buen trecho, por el campo.