Por un momento la visión de Karen se nubló, y pareció como si fuera a perder el conocimiento. Notó la mano de Forbes oprimiéndole el brazo.
—Vamos —le dijo.
—¿Abajo? No… no podría…
Sintió la presión de sus dedos conforme se alejaban de la ventana. Aquello era una sensación real. Pero al salir de las oficinas no lo fue, y al bajar en el ascensor le pareció como flotar en un espacio carente de límites como cuando uno se desploma en el vacío.
Desplomarse en el vacío. El cuerpo saltando del terrado para ir a caer deshecho sobre la calle. Bruce.
El tráfico se había detenido, y los coches hacían sonar sus bocinas. La muchedumbre reunida en círculo frente a la acera era contenida por un cordón de policías de uniforme, formado con toda rapidez. Karen tuvo la débil consciencia del sonar de sirenas en la distancia, y se dio cuenta también, confusamente, de que algunos coches patrulla frenaban con brusquedad y chirriaban por entre un claro abierto en el cruce, un poco más allá, seguidos de una ambulancia. Tampoco aquello podía ser verdad. Lo único real era aquel cuerpo tendido boca abajo, cual un muñeco roto, con los miembros torcidos en ángulos grotescos.
No quería mirarlo, pero tuvo que obligarse a ello. Porque no se trataba de un muñeco, sino de un ser real, con sus ropas que le resultaban familiares, y lo mismo el cabello y todo lo demás. No. No era un muñeco. Ni tampoco era Bruce.
—¡Doyle! —exclamó Forbes—. ¡Oh, Dios mío!
Por un momento, la sensación de alivio que sintió Karen fue tan intensa que hubiera querido gritar. En vez de ello sólo exhaló un confuso jadeo.
El sonido de su voz se perdió entre la barahúnda reinante. La gente forcejeaba en la acera un poco más allá. Alguien le dio un golpe por detrás, pero Karen sólo lo sintió muy levemente. Un grupo de hombres salió de un coche de Policía, aparcado junto a la acera, y pudo ver que su jefe era el teniente Barringer.
Forbes también lo vio.
—Espere aquí —dijo a Karen—. En seguida vuelvo.
Pero no había necesidad de advertirlo, porque ya no tenía ningún sitio a donde ir. Echar a correr hubiera sido inútil. Después de aquello, nada podía ayudarla. No le quedaba más remedio que esperar.
Karen vio cómo Forbes se acercaba al teniente Barringer, y éste levantó la vista cuando Forbes señaló hacia ella. Por un momento su visión quedó borrada por los empleados de la ambulancia cuando salían con la camilla.
Se volvió, no queriendo ver lo que sucedería a continuación cuando se inclinaron sobre el cuerpo deshecho de Tom Doyle. Mas la gente que la rodeaba siguió atenta y pudo escuchar sus murmullos expectantes.
Forbes estaba de nuevo a su lado, y la tomó del brazo. Karen le miró con el ceño fruncido.
—¿Adónde vamos?
—El teniente Barringer quiere que espere usted en las oficinas. Mandará a alguien para que le tome declaración. Me ha dicho que será el sargento Gordon quien la interrogue.
—¿Qué van a hacer?
—Barringer no me lo ha dicho. Gordon recibirá instrucciones cuando haya hablado con usted —Forbes se encogió de hombros—. Lo primero será despejar la calle. Han armado un buen lío en plena hora punta.
Un buen lío. El problema principal consistía en despejar la calle para que los papás no llegaran tarde a cenar a sus casas. Karen movió la cabeza. Forbes, desde luego, tenía razón. Son los vivos los que cuentan. Los muertos no tienen problemas.
«Bueno, bueno, despejen… No hay nada más que ver… Vayan circulando…». Un cordón de policías se había situado a lo largo de la acera, y repetía aquellas frases habituales.
Forbes llevó a Karen hacia la entrada del edificio donde había más agentes estacionados a uno y a otro lado, deteniendo a la gente que salía, para identificarla y hacerle preguntas. Observó que algunos de sus propios compañeros de trabajo formaban cola tras de la puerta esperando su turno para ser interrogados.
—También el garaje está atestado —le dijo Forbes—. Nadie puede salir sin identificarse.
Hubo de enseñar sus credenciales a uno de los policías estacionados en la entrada.
—Ésta es la señora Raymond —le informó—. Ordenes del teniente Barringer. ¿Puede usted llevarla a su despacho? Agencia Sutherland, piso décimo.
El policía hizo una señal de asentimiento y llamó a uno de sus subordinados de uniforme que formaba parte del grupo dedicado a interrogar a los empleados de los diversos despachos.
Karen miró a Forbes.
—¿Usted no viene?
—No. Barringer quiere que me quede aquí —le soltó el brazo—. No se preocupe; estará en buenas manos.
Karen asintió y, volviéndose, siguió a su nuevo vigilante hacia los ascensores.
Subieron en silencio. Nadie entraba en el edificio, y la mayoría de los despachos se estaban ya vaciando a aquella hora.
La Agencia Sutherland no era una excepción a la regla. El mostrador de Peggy estaba solo, y las habitaciones que bordeaban el vestíbulo despertaban ecos en sus espacios vacíos. Incluso los pocos que normalmente se hubieran retrasado para hacer alguna llamada de última hora o terminar algún trabajo urgente, se habían visto atraídos hacia la calle por la conmoción reinante.
¿Conmoción? Nada había de excitante en la muerte. Era la violencia lo que les atraía. Recordó lo que Bruce le había dicho poco antes. Quizá todos tengamos un mundo de la noche.
—¿Se siente bien, señora Raymond? —preguntó el policía.
Otra vez la misma frase. Se esforzó por responder automáticamente:
—Desde luego.
Él cerró la puerta y la dejó sola. Pero Karen no quería estar sola ni siquiera un momento. ¿Por qué no había venido Forbes para continuar vigilándola?
Conocía muy bien la respuesta. El motivo por el que Barringer quería que Forbes estuviera abajo era el de obtener su informe antes de interrogarla a ella. Así, si existía alguna discrepancia o alguna mentira, podría comprobarlo con más facilidad.
De todos modos, el mentir no hubiera servido ya de nada. En realidad, nunca servía. Si hubiera dicho la verdad desde el principio… toda la verdad…
Karen echó a andar por el pasillo en dirección a su departamento. De pronto vaciló. El sonido hueco de sus pasos la había detenido, consciente de que estaba temblando.
Tienes miedo.
De acuerdo, admítelo. Todo el mundo tiene miedo alguna vez. Se tiene miedo de conducir y de quedar aplastado en la autopista; miedo de andar y de ser atacado en plena calle; miedo a perder el empleo y a morirse de hambre; miedo a conservar el empleo y a acabar con una ridicula pensión que significará igualmente morirse de hambre en plena vejez; miedo de la bomba y de la guerra química, y del gas y de otros artilugios ideados por el hombre con el único fin de destruir; miedo de los desastres naturales, de los terremotos, de los incendios y de las inundaciones.
Nada tenía de extraño que la generación joven se diera a la droga y a la vida fácil, mientras los mayores abusaban de los barbitúricos, del alcohol y de los cigarrillos. Lo bueno del cáncer… es que ayuda a librarse de otras preocupaciones.
Recordó cómo Bruce había dicho aquello tiempo atrás, antes de ingresar en el sanatorio, cuando expresaba su opinión sobre la muerte. Había dicho otras muchas cosas. Cuando un cadáver ingresa en el depósito se le identifica atándole una chapa al dedo gordo del pie. Pero ¿dónde ponen la chapa cuando no existen los dedos? Aunque, en realidad, ¿qué importa todo ello? Un cadáver carece de identidad. He visto cientos de ellos en ultramar y todos son iguales. ¿Qué les importa a los gusanos el nombre, el rango y el número de serie?
Bruce tenía su miedo a la muerte, lo que no era extraño después de lo que había padecido.
Pero ¿era natural tener miedo a la vida?
Karen se movió junto al mostrador de la recepción, sin deseo alguno de continuar por el pasillo hasta su departamento. Una vez en él, quedaría aislada; pero allí, por lo menos, podía observar la puerta.
Se acercó a la ventana y vio que estaba oscureciendo. ¿Tenía también miedo de la oscuridad?
No. La oscuridad en sí era inofensiva. Lo temible era la gente agazapada en su interior. Los pobladores del mundo de la noche. Karen movió la cabeza. De nada serviría perder la perspectiva. El mundo, de día o de noche, no era realmente tan malo.
Miró hacia la ciudad. Años atrás, antes de haber nacido, Los Ángeles debía tener el aspecto de una especie de Paraíso Terrenal donde el sol brillaba todos los días y las estrellas resplandecían por la noche. Mas ahora, aquella imagen se había eclipsado borrada por la tecnología, y quizá fuese aquélla la razón por la que tantos se burlaban de ella. ¿Pero era acaso peor que Nueva York o Londres, Moscú o Pekín?
A pesar de las reflexiones que se hizo, cuando estaba en la azotea, hubo de reconocer que millones de seres vivían allí y que la mayor parte eran semejantes a ella. Seres probablemente honrados y decentes, dignos de confianza, intentando hacer frente a sus responsabilidades respecto a la familia, los amigos y las exigencias de la sociedad.
Sólo había unos cuantos a los que temer. Y no se sentía alarmada mientras pudiera reconocerlos. La mayor parte de los seres siniestros y tétricos —y no utilizaba tales términos en sentido peyorativo, porque, a lo que recordaba, ¿no proclamaban orgullosos su condición de tales?— podían detectarse con facilidad y ser evitados sin más problemas. No constituían un gran peligro mientras se supiera apartarse de ellos y de sus guaridas.
El peligro venía de los otros. De las personas a quienes se ama. De aquéllos a quienes uno se rinde porque se les quiere y se les necesita.
No había misterio alguno en detectar lo que temía. En lo más profundo de su ser estaba segura de que sólo sentía un miedo auténtico. Un miedo que se llamaba Bruce.
—¿Es la señora Raymond?
Karen se volvió rápidamente. Un hombre entraba en las oficinas procedente del vestíbulo. La saludó con la cabeza y se acercó a la ventana encristalada de la recepción. Metiéndose la mano en el bolsillo, sacó una cartera que dejó en el mostrador. Ella se acercó.
—Soy el sargento Gordon.
Karen miró la tarjeta de identificación. Decía Frank Gordon. Departamento de Policía de Los Ángeles, División de Homicidios. Empujó la cartera con los dedos, logrando esbozar una sonrisa.
—Ya me dijeron que vendría.
A su pesar, Karen sentía un curioso sentimiento de alivio al ver a aquel hombre allí. Nunca había pensado que llegaría un tiempo en que tendría que agradecer la presencia de un detective; pero era mucho mejor que quedarse sola.
—Supongo que quiere que le haga una declaración.
—En efecto —contestó Gordon, guardándose la cartera y mirando a su alrededor.
En el vestíbulo se oía rumor de pasos.
Karen notó cómo la sonrisa se helaba en su rostro, pero la señal de asentimiento de Gordon le dio confianza.
—No se alarme. Estamos registrando todo el edificio. ¿Había alguien aquí cuando usted entró?
—No. Por lo menos, yo no he visto a nadie.
—No se preocupe. Lo registrarán todo —Gordon miró el bolso de Karen, que estaba sobre el mostrador—. Podemos irnos en cuanto usted lo diga.
—¿Adónde vamos?
—Mis órdenes son de llevarla a su casa y tomarle declaración. Después… —Gordon se encogió de hombros.
—¿Ha dicho algo el teniente Barringer sobre llevarme después a la comisaría?
—Tengo que llamarle cuando lleguemos —explicó Gordon, sonriendo tristemente—. En este momento le preocupan otras cosas.
Karen tomó su bolso y salió a la zona de entrada. El sargento Gordon le abrió la puerta del vestíbulo. El ruido de sus pasos se hizo más sonoro, y conforme entraba tras de Gordon en el corredor, vio a los dos policías uniformados convergiendo hacia ellos con sus revólveres de reglamento.
—Un minuto, señora —dijo el que venía por la izquierda.
—Puede pasar —dijo Gordon, exhibiendo su tarjeta de identificación—. Llevo a la señora Raymond a su casa. Ordenes de Barringer.
—Pasen.
Los policías esperaron en el vestíbulo junto a ellos, hasta que llegó el ascensor, y Karen pudo observar que no se habían enfundado las pistolas.
Otros dos policías les saludaron cuando la puerta del ascensor se abrió al llegar al piso inferior, y una vez más Gordon tuvo que identificarse. Salvo aquellos hombres, el vestíbulo estaba desierto, y cuando salieron a la calle el tráfico circulaba a su ritmo normal. Aparte de unos coches patrulla aparcados junto a la acera, no existía ya señal alguna de lo ocurrido.
Gordon indicaba el camino. Doblaron la esquina. Su coche estaba en un solar, un poco más allá.
—¿Dónde vive usted? —preguntó Gordon, haciéndose oír sobre el ruido del motor al ponerse en marcha.
A Karen la sorprendió que no lo supiera, pero se lo dijo y añadió:
—Es mejor no seguir la autopista. A esta hora va muy llena.
Gordon miró el reloj del tablero.
—Pues es raro a las siete.
—¿Ya es tan tarde? —preguntó Karen, frunciendo el ceño.
Él hizo una señal de asentimiento.
—¿Ha comido algo?
—No.
—Quizá podamos tomar un bocado por el camino. Ya hará su declaración después.
—La verdad es que no tengo mucho apetito.
—Sólo es una sugerencia —dijo Gordon. Sin embargo, Karen pudo captar cierto tono de decepción en su voz. Lo más probable era que estuviese muerto de hambre.
—Quizá me tome un café.
—Me parece bien —el coche salió velozmente hacia la calle—. Iremos en dirección a su casa y ya encontraremos algún lugar cuando salgamos de la autopista.
Durante el camino Gordon guardó silencio. Karen se preguntaba en qué estaría pensando. Probablemente, en su declaración y en las preguntas que debería formularle.
En cuanto a ella, no paraba de ensayar las respuestas. El sargento Gordon era un policía de nuevo cuño, sin duda alguna, de buenos modales, hablar suave, y al parecer más inteligente que Forbes o que el pobre Tom Doyle. Se acordó del sargento Cole y del teniente Barringer, tras de cuya cortesía se ocultaba una fría eficiencia. No podía consentir que la amabilidad la desarmara.
Karen estudió el perfil de Frank Gordon conforme éste seguía conduciendo. Cabello castaño, ojos azules, facciones correctas. Se preguntó si estaría casado y, de haberlo estado, lo que opinaría su mujer al saber que pasaba la noche con una desconocida.
Aunque, desde luego, todo entraba en el conjunto de los deberes a cumplir. Tenía que vigilarla y hacerle preguntas con el propósito de encontrar al criminal. Si lo conseguía, lo más probable era que obtuviese algún ascenso y que su mujer se sintiera orgullosa.
Pero ¿qué le pasaría a Bruce?