19

Era un hombre alto y llevaba los anchos hombros oprimidos por una chaqueta demasiado pequeña para él. Tenía la piel muy blanca, y estaba pálido como un fantasma. Como el fantasma que realmente era.

—¡Bruce!

Karen le miró pensando que al exclamar su nombre, aquel extraño ser desaparecería, quedando sólo el ser humano que ella recordaba. Seis meses eran un largo tiempo, y Bruce había cambiado mucho.

—¿Te ha visto alguien subir aquí? —preguntó él.

—No.

—¿Estás segura?

Karen hizo una señal de asentimiento.

—Ha sido una suerte que me llamaras por el teléfono de Haskane, porque el mío está intervenido. Y, además, tengo un detective que me vigila constantemente.

—¿Dónde está ahora?

Con toda rapidez, Karen le explicó cómo había eludido la vigilancia de Doyle. Al oírlo, Bruce distendió el ceño al tiempo que aflojaba la presión de su brazo.

—Entonces, podremos hablar.

—¿Por qué no te pusiste en contacto conmigo hasta ahora? Me has hecho perder los estribos.

Karen se sintió consciente de la importancia de la frase. Pero Bruce se limitó a mover la cabeza sin cambiar de expresión.

—Me figuré que estarían escuchando las llamadas que se hicieran a tu piso.

—Pero ¿dónde has estado? ¿Qué te ha sucedido?

—No hay tiempo para explicártelo ahora —dijo Bruce, volviendo a fruncir el ceño—. Si se dan cuenta de que les has dado esquinazo, empezarán a buscarte…

—¿Y eso qué importa? —preguntó Karen, intentando que su voz sonara tranquila—. No puedes estar huyendo todo el tiempo.

—Tengo que hacerlo —los ojos de Bruce no se apartaban de su cara—. Saben que estuve recluido en el sanatorio. Van a revisar mi ficha en el servicio y los informes del hospital. Entre eso y lo que ambos ya sabemos…

Se separó, y por un momento su mirada anduvo errante. Luego volvió a mirarla y, hablando precipitadamente, preguntó:

—¿Has dicho algo? ¿Les has hablado de nosotros?

Karen movió la cabeza negativamente.

—Bien —dijo Bruce, y sus hombros se abatieron como aliviados de un gran peso—. Eso era lo que tenía que averiguar. Porque si lo supieran, sería una prueba decisiva para ellos ¿no te parece?

—¿Por eso querías verme?

—No lo entiendes, ¿verdad? —Bruce se volvió, pero las palabras que pronunció después fueron perfectamente inteligibles—. No sabes lo que significa estar sentado allí un día tras otro, una noche tras otra. Al cabo de algún tiempo, día y noche parecen mezclarse. Aunque mezclarse no es la palabra adecuada, porque es como si la noche se tragara al día. Está uno siempre a oscuras, en una oscuridad perpetua, en un mundo oscuro de la noche. Se vive en un mundo de la noche donde los sonidos y las sombras se convierten en cosas extrañas. Y uno piensa en quienes te han causado ese daño y que son tus enemigos. Se piensa también en los que no están tan directamente relacionados, pero que no les importa lo que te pase. Todo el mundo forma parte de la conspiración, de una conspiración de indiferencia y de silencio. Todos intentan destruirte, y uno acaba por pensar en cómo destruirlos a ellos primero. En castigarlos por haberte castigado. Y se empieza a soñar, los sueños se convierten en un plan y el plan acaba por hacerse realidad.

—Bruce, por Dios…

—Nunca hablamos de Dios en el asilo. Hablamos de cosas que se llaman la Idea, el Ego y el Super Ego. Padre, Hijo y Espíritu Santo, todos igualmente invisibles —su sonrisa tenía un rictus amargo—. El Evangelio según Griswold. A su modo de ver, no existen reglas fijas. La mente que convierte al hombre en un criminal puede convertir a otro en una víctima.

—¿Es eso lo que tú crees?

—No. Desde luego —repuso Bruce, suspirando—. Sólo intento contarte lo que era aquello. Cómo pensaba aquel hombre. Lo sé bien porque es así como pensaba yo también al principio. Pero Griswold me ayudó a cambiar. En cambio, no pudo ayudarle a él.

—¿A quién?

—Al hombre al que están buscando. Al asesino.

—¿Cuál es su nombre?

Bruce movió la cabeza.

—Si supieras su nombre vendría a por ti. ¿Quieres ser también una víctima?

—Quiero ayudarte.

—Entonces dame algo de dinero. Déjame escapar antes de que me encuentren. Es cuanto deseo.

—¿De verdad?

—No —y al decirlo la abrazó, apretándola fuertemente con el cuerpo pegado al suyo, de modo que notaba su temblor—. Tú eres cuanto deseo y cuanto siempre he querido. Lo sé muy bien, pero es demasiado tarde. Después de lo ocurrido, no te guardo ningún rencor.

—Te quiero y siempre te he querido.

El temblor cesó. Ahora su cuerpo estaba rígido.

—No me has visitado ni una sola vez mientras estuve allí.

—Griswold me pidió que no lo hiciera. Debió habértelo dicho.

—Me lo dijo, pero no lo creí.

—La otra noche iba a verte. Griswold me había dicho que estabas ya probablemente en condiciones de regresar a casa.

—¡Si lo hubiera sabido! —dijo Bruce, soltándola y dando un paso atrás.

—¿No lo sabías?

—¿Crees que de haberlo sabido me hubiera ido con Cromer?

—¿Cromer?

—Bien, ya lo he dicho —Bruce respiró profundamente—. El hombre al que buscan es Edmund Cromer. Nunca hablaba de sí mismo, pero, por lo poco que sé, es hijo único de una rica familia que vive en New York o en New Jersey. No estoy seguro. Le internaron hace cosa de un año. En vista de lo que ha hecho, sospecho que le mandaron allí por haber estado mezclado en alguna horrible acción en el Este.

—¿Sabías que estaba planeando escapar?

—Nadie lo sabía, excepto Rodell. Y no creo que Rodell creyera que estaba dispuesto a matar a nadie cuando se fugó. Desde luego, Cromer lo debía tener todo pensado, y una vez empezó, ya no se detuvo.

—¿Cómo ocurrieron las cosas?

—No estoy seguro. Yo estaba arriba en mi cuarto después de cenar, lo mismo que los otros. Todos menos Cromer, que había bajado, según dijo, a hablar con el doctor Griswold. Debió matarle a él primero en el cuarto de electroterapia, y luego a la enfermera. Todo sin hacer el menor ruido. Nos dimos cuenta de que algo había sucedido al notar el olor del humo cuando quemó los papeles en la chimenea.

—¿No había nadie de vigilancia arriba?

—Sí… Thomas. Estaba jugando al ajedrez con Tony Rodell en su habitación. Lo debió planear todo para tenerle ocupado, porque no tuvo dificultad en encontrarle cuando llegó con el cuchillo en la mano.

Bruce se apartó, frunciendo el ceño.

—De nada sirve explicar todo esto —dijo—. Thomas estaba muerto cuando los demás salimos corriendo de nuestras habitaciones. La anciana señora Freeling perdió el sentido al ver a Thomas. Cromer dijo que estaba muerta.

—¿Lo comprobaste?

—No —repuso Bruce, moviendo rápidamente la cabeza—. Ni tampoco traté de detener a Cromer, si es eso lo que estás pensando. Nadie de nosotros lo hizo. Porque Cromer había subido llevando la pistola del doctor Griswold, con la que nos encañonaba. Nadie podía saber si estaba descargada…; todo cuanto sabíamos era que Cromer había cometido un crimen a sangre fría y que era perfectamente capaz de continuar matando.

»Nos dio a elegir. O íbamos con él en el coche de Griswold, o nos dejaba allí. Pero no dijo si nos dejaría vivos.

»Si hubiéramos tenido tiempo para pensar, quizá un par de nosotros hubiera podido saltar sobre él y reducirle. Pero tienes que hacerte cargo de cómo estaban las cosas… El pánico, la confusión. Edna Drexel estaba histérica, y Lorch parecía bajo los efectos de un shock nervioso. Entre Rodell y Cromer con la pistola, yo no tenía ninguna posibilidad si actuaba solo. De lo único que éramos conscientes era de la necesidad de salir de allí cuanto antes.

»Cromer prometió llevarnos a la ciudad. Antes de partir dio la pistola a Rodell y le dijo que la usara si alguno de nosotros intentaba algo. Luego tomó la autopista hacia Sherman Oaks. Dejó el coche diciendo que volvería a los pocos minutos, y Rodell se quedó allí con la pistola. Fue entonces cuando tomé mi decisión. Le quité el arma, pero mientras forcejeábamos, los otros escaparon. Después de haber tumbado a Tony me di cuenta de que la pistola estaba descargada. En aquel momento no podía saber a dónde se había dirigido Cromer, o si realmente pensaba volver. Si lo hacía, probablemente llevaría otra pistola. Mi deseo era, desde luego, alejarme de allí con el coche, pero Cromer se había llevado las llaves —Bruce bajo la voz hasta convertirla en un susurro—. Así es que eché a correr.

—Lo comprendo —susurró Karen, poniéndole una mano sobre el brazo—. Pero ahora ya no querrás seguir huyendo…

Bruce sonrió desvaídamente.

—¿Quiere eso decir que me crees?

—Claro que te creo.

—Tú no eres la Policía.

—Bruce, tienes que hablar con ellos. Si les cuentas lo mismo que me has dicho a mí…

—¿De qué iba a servirme? Soy el sospechoso número uno. No van a creer nada de cuanto les diga, a menos que aporte alguna prueba.

—Pues coopera con ellos, ayuda a la Policía a encontrar a ese Cromer. Tú sabes cómo es y puedes darles su descripción.

—Desde luego —dijo Bruce, encogiéndose de hombros—, pero eso no significa que vayan a creerme —miró a Karen y su débil sonrisa se transformó en una mueca—. Quizá no exista ese Edmund Cromer. A lo mejor me lo he inventado todo.

—¡No es verdad! Lo sé y puedo demostrarlo.

—¿Cómo?

Con toda rapidez Karen le explicó su experiencia en el piso y cómo había descubierto la tentativa para entrar forzando la ventana del cuarto de baño.

Bruce entornó los párpados.

—¿Ellos lo saben?

—No se lo quise contar. Pero puedo decírselo ahora. Y también enseñarles las marcas allí donde forzó la cerradura.

—Pueden decir que se trata de una simple coincidencia. O que tú misma hiciste las marcas.

—Tú y yo sabemos que no es así —los dedos de Karen apretaron involuntariamente el brazo de su marido—. ¿No te das cuenta? Esa persona intentó algo contra mí y aún sigue suelta. ¿Y si decide probarlo de nuevo? No estaré a salvo hasta que tú me ayudes a…

Bruce vaciló, aunque sólo por un momento.

—Bien, ¿qué quieres que haga?

—Hay un detective vigilándome… Tom Doyle. Tienes que hablar con él.

—¿Y su compañero, el que según dijiste está en el pasillo?

—No saben nada de esto. Ninguno de ellos lo sabe. Ni siquiera sospechan que me he escapado.

—¿Qué supones que pasará si te ve aparecer de improviso con un desconocido? —preguntó Bruce, moviendo la cabeza—. Tal y como están las cosas, no se lo pensarán mucho para disparar. Y no quiero correr ese riesgo.

—No sé cómo será el hombre que vigila fuera, pero Doyle no pertenece a esa clase. Se puede confiar en él.

—Pues entonces que confíe él también en mí —dijo Bruce, con voz tensa—. Si quieres que hable con Doyle, dile que venga a verme aquí. Y que venga solo.