18

Cuando Karen salió del despacho de Haskane encontró a Doyle en el mismo lugar del pasillo en el que le dejó al entrar.

—¿Todo bien? —preguntó el detective.

Karen estaba harta de oír aquella pregunta que se había venido repitiendo con tanta frecuencia durante los dos últimos días. Estaba tan desprovista de significado como la muestra de solicitud que se pretendía expresar con ella. En realidad, nadie deseaba saber la respuesta, del mismo modo que cuando se preguntaba a alguien «¿Cómo está usted?». Desde luego, Doyle debía saber perfectamente que las cosas no iban bien para ella, pero no le importaba. Estaba simplemente cumpliendo con una obligación, y deseaba asegurarse de que la persona a su cargo no tenía ningún problema inmediato.

Ella hubiera deseado decirle que las cosas no podían estar peor de lo que estaban. Pero lo que ahora se proponía hacía prudente no despertar en Doyle ninguna inquietud ni sospecha.

Así es que hizo una señal de asentimiento y ambos regresaron a la sección volviendo la esquina del pasillo.

—¿Puedo usar su teléfono? —preguntó Doyle.

—Naturalmente.

Doyle llamó para informar mientras Karen armonizaba el dibujo y el texto sobre su mesa, al lado de la máquina de escribir. Aunque parecía completamente concentrada en su trabajo, no se perdió ni una palabra de lo que Doyle estaba murmurando. Todo seguía bajo control, y Doyle esperaba a Gordon a las cinco.

Karen se dijo que Gordon sería el relevo de Doyle, y si a las cinco se hacía cargo de la próxima guardia, aquello significaba que Doyle seguiría allí todavía cuando a las cuatro ella subiera a la azotea para tomar el café.

Si es que en realidad subía a la azotea…

Doyle terminó su llamada y colgó.

—¿Alguna noticia? —preguntó Karen.

Él movió la cabeza.

—Han localizado el automóvil de Rodell. Aunque haya alguna cosa más, el Departamento no la dará, por ahora.

—¿No se sabe nada de mi esposo?

—Lo siento. No me lo han dicho.

Karen se volvió. La falta de noticias quiere decir buenas noticias ¿o quizá no?

Dudaba en subir a la azotea.

Eran ya casi las tres. Todavía le quedaba una hora para decidirse.

—Tengo que volver a redactar algunos textos —dijo a Doyle.

—Adelante.

Doyle abrió el archivador, seleccionó una revista al azar e hizo una mueca al ver la foto de la flaca modelo en la portada, cuya expresión alelada confería un cómico significado al término «moda actual».

Karen se sentó ante la máquina de escribir y alargó la mano hacia el papel.

El problema consistía en cómo aplicar la palabra «demoledor». Lo resolvió en poco menos de veinte minutos intercalando dos frases, igualmente inexpresivas, en el primer párrafo de su texto. Luego lo volvió a escribir todo, lentamente, mientras se concentraba en el problema principal.

La azotea…

Pero no podía quedarse indecisa indefinidamente. Quizá lo más prudente fuera decírselo a Doyle y quitarse aquel peso de encima. La Policía se encargaría de ello. Al fin y al cabo, aquél era su trabajo. Nadie le pagaba para correr riesgos que correspondían a otros. A menos que el estar casada constituyera en sí mismo una obligación.

De todas formas, aquella idea no iba de acuerdo con el movimiento de liberación de la mujer. El primer deber de cada una se centraba en sí misma. El matrimonio, en su forma actual, estaba tan pasado de moda como el concepto del pecado original.

Mas no para Karen. Intelectualmente reconocía la necesidad de la emancipación, pero emocionalmente se sentía incapaz de romper con sus obligaciones. Así, pues, no había problema porque no había elección. Tendría que subir porque le era preciso averiguar la verdad de una vez para siempre. Aun cuando ello significara saber también la verdad sobre sí misma, enterándose de que había estado equivocada.

De todos modos, si se había equivocado, el reconocerlo llegaría demasiado tarde. Pero ya no le importaba.

Lo único que importaba era llegar a la azotea.

Karen consultó su reloj. Eran las tres y cuarto. Doyle hojeaba otra revista de modas, frunciendo el ceño ante las últimas creaciones ofrecidas por el genio de Yves Saint Laurent. Si no pasaba nada, permanecería sentado allí hasta que su relevo llegara a las cinco. Pero la cuestión era cómo lograr que no se alarmara. Karen supo la respuesta de repente. Echó la silla hacia atrás y se puso de pie.

Doyle bajó la revista.

—¿Adónde va?

Ella tomó su bolso.

—No sé si le importará saberlo; hay un lavabo al final del pasillo.

—¡Ah, sí! —exclamó, sonriendo—. La acompaño.

—Pero sólo hasta la puerta —respondió Karen, devolviéndole la sonrisa—. Ésta es una agencia muy decente.

Faltaban diez minutos para las cuatro.

Todavía no había empezado el descanso para tomar café, y el pasillo estaba desierto. Los lavabos de los empleados se encontraban a la vuelta de la esquina, formando ángulo recto con el pasillo que llevaba a la entrada. Karen se detuvo ante la puerta marcada «Señoras» y miró a Tom Doyle al tiempo que apretaba su bolso con fuerza.

—Tardaré un poco —dijo—. Quiero maquillarme antes de tomar el café.

—No se preocupe.

Karen entró en los lavabos. Pero ni se puso maquillaje ni se entretuvo un solo instante. En cuanto se hubo asegurado de que el lugar estaba desierto, siguió adelante y salió por el lado contrario. Doyle no se había dado cuenta de que existía otra puerta frente al vestíbulo, fuera de las oficinas.

Una vez hubo salido, se encontró en el pasillo exterior cerca del ángulo de los ascensores. Aquello era muy conveniente porque el encargado no podría verla. Todo cuanto tuvo que hacer fue continuar andando hacia la gruesa puerta de metal sobre la que campeaba el letrero «Salida».

La abrió y vio la escalera. Andando lentamente para evitar el ruido de sus tacones sobre los bordes de hierro, empezó a subir. Después de ascender dos pisos notó cómo el sudor le mojaba la frente, pero su boca estaba seca. Su respiración se aceleró, aunque no por causa del esfuerzo.

Las cuatro menos cinco.

Las cuatro menos cinco y estaba ya en la azotea.

Sola.

No era la primera vez que Karen había subido allí. Mucho tiempo atrás, al empezar su trabajo en la agencia, algunas chicas tenían la costumbre de comer en aquel sitio, al mismo tiempo que tomaban el sol. Mas nunca había subido sola, y hubo un tiempo en que se hizo circular una nota por los despachos prohibiendo aquella costumbre y declarando la azotea como «zona prohibida». No era difícil comprender la causa. Aparte de la proyección de la claraboya en el último rellano, el suelo era perfectamente liso, y no había pared ni barandilla que separase su borde del vacío. Un viento algo fuerte constituía, de por sí, un peligro muy grave.

Aquel día no soplaba viento alguno bajo el tórrido calor. Y la superficie del terrado chirriaba al caminar sobre ella. El sol de la tarde se ponía hacia Santa Mónica, en el oeste, y Karen se dio media vuelta, muy despacio, para observar los sectores en sombra de la ciudad.

Es raro, se dijo; es la primera vez que la veo así. Hacia el norte se extendían la Crescenta, la Canadá, Altadena… nombres exóticos para unos suburbios bañados por el sol y ocultos entre las colinas. Nunca había estado en ellos. Algo más cerca, surgiendo de la niebla de Glendale, destacaba Forest Lawn.

Karen se volvió hacia el otro lado, mirando en dirección a Boyle Hight y más allá, hacia el este de Los Ángeles, y luego hacia Watts, situado al sur. Comprobó una vez más que aquello no eran más que nombres para ella, nombres asociados con la pobreza y la protesta. Lugares poco amenos en los que vivir, aunque la mayor parte de la población se concentrara en ellos. Los que podían escoger habitaban al oeste de la parte baja de la ciudad, y cuando hablaban de Los Ángeles se referían en realidad a Hollywood, Bevery Hills, Bel Air, Brentwood, e incluso Malibú. Si tenían que ir en automóvil hacia el este o el sur, tomaban siempre la autopista, pasando veloces ante la realidad para dirigirse a un lugar de ilusión: Knotts Berry Farm o los Japanese Gardens. Pero un millón de personas continuaba sudando y sufriendo en los barrios miserables quemados por el sol.

Nada tenía de extraño que hubiera allí hostilidad y odio, y que en aquellos barrios pendiera siempre en el aire la ominosa amenaza de algún alboroto. Se hablaba de clima de violencia y se debatían sus causas. Para algunos, la culpa era de la guerra, y otros culpaban a los juguetes bélicos. Muchos acusaban a la extrema derecha, y sus contrarios a la extrema izquierda. Pero allí, en la azotea, el origen de la violencia aparecía completamente claro; era el clima creado por el calor húmedo y los olores pestilentes emanando de las zonas miserables.

Las cuatro.

Karen se volvió hacia la parte iluminada del cielo.

¿Qué había ocurrido?

¿Por qué no venía?

Entornó los párpados heridos por la claridad del sol mientras el sudor le corría junto a los ojos. Un sudor caliente. Demasiado caliente. El clima de violencia…

Sintió necesidad de volverse. Una nube se había deslizado cubriendo el sol y una leve brisa se levantó por un momento. Agradecida, se movió hacia ella avanzando en dirección al borde del terrado.

Al mirar a la calle vio los coches deslizándose como juguetes catorce pisos más abajo. Sintió de pronto un ligero vértigo y dio un paso atrás.

De pronto, la brisa sopló con más fuerza. Y fue al iniciar el movimiento de volverse cuando una mano agarró su brazo.