Cuando Karen terminó de arreglarse y salió a la sala de estar, se sorprendió al ver a Tom Doyle sentado allí.
—Creí que no volvería hasta esta tarde —dijo.
—Alguien se ha armado un lío con los turnos de servicio —explicó Doyle, moviendo la cabeza—. El relevo no ha llegado, y me preguntaron si quería cambiar mi horario. Así es que he venido a relevar a Lubeck.
—¿Se ha ido?
—Hace cosa de una hora. Usted estaba durmiendo y me pareció mejor no despertarla. Creo que necesita descanso.
Karen hizo una señal de asentimiento y se dirigió hacia la cocina.
—¿Quiere algo de comer?
—Me gustaría una taza de café.
—En seguida.
Karen preparó la cafetera y luego se frió un huevo, puso dos rebanadas de pan en el tostador y tomó zumo de naranja de la nevera. Era una rutina automática que, hasta cierto punto, le confería seguridad. Mientras ponía la mesa, llegó a convencerse de que aquél iba a ser un día como otro cualquiera.
Doyle la miraba desde la puerta de la cocina.
—Esta mañana tiene mejor aspecto.
—Me siento bien.
Y así era, en efecto, ya que después de la primera pesadilla, Karen no se acordaba ya de nada. Había dormido perfectamente.
El café estaba a punto. Karen llenó dos tazas, sacó la leche, dio vuelta al huevo y lo depositó sobre un plato en el preciso instante en que el pan era expulsado por el tostador. La coreografía de la costumbre. Todas las cosas a su debido tiempo. Llevó la comida a la mesa y Doyle se sentó frente a ella.
El gusto de las tostadas y del zumo le daba cierta sensación de confianza, y lo mismo ver el sol matutino filtrándose por las cortinas. Se acordó entonces de algo e hizo el ademán de levantarse. Doyle la miró.
—¿Ha olvidado alguna cosa?
—Sí, el periódico. Lo dejan siempre delante de la puerta.
—Yo lo he entrado.
—¿Dónde está?
—Por favor, señora Raymond… siéntese —dijo Doyle, moviéndose nervioso en su silla—. Antes de que lo lea quizá sería mejor que habláramos de lo que pasó anoche.
Karen se hundió en su asiento.
—¿Qué pasó?
Alargó la mano para tomar la taza, pero no bebió su contenido, porque Doyle estaba contando los hechos. Se lo estaba contando con toda suavidad, procurando que el tono de su voz aliviara la gravedad de sus palabras. Jack Lorch, Edna Drexel, Tony Rodell. Tres personas más habían muerto mientras ella dormía.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Karen—. ¿Qué van a hacer ustedes ahora?
—Todo lo posible. El Departamento del sheriff y la Policía estatal trabajan conjuntamente con nosotros —Doyle vaciló—. Si hubiera algún modo de hablar con su marido…
—¡Ya les dije que no sé dónde está! —Karen apenas pudo oír el sonido de su propia voz, apagado por el latido de sus sienes—. ¿No les parece que también yo desearía encontrarle? ¿No creen que estoy ya harta de tener que preocuparme de este modo? —se puso en pie—. Yo no soy la Policía… ¿Qué esperan de mí?
—Sólo su cooperación —por unos minutos la voz de Doyle adoptó un ligero tinte hostil. Luego, movió la cabeza con aire disgustado—. Estamos tratando de hacerlo lo mejor posible, pero tenemos tan pocos indicios…
—Lo sé —dijo Karen, calmándose. Y algo en su interior pareció decirle: Quizá sería mejor que se lo explicara.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó Doyle, que no la perdía de vista.
—Sí, muy bien.
Por otra parte, ¿de qué serviría que lo supiera? Cuanto ella le dijese serviría sólo para perjudicar a Bruce, y esto no podía hacerlo. No importaba lo que ocurriera, no podía hacerlo.
—Escuche —dijo Doyle—. Es mejor que hoy no vaya a su trabajo. Después de lo pasado anoche, sería mejor que fuéramos a la comisaría. Le asignaremos una policía femenina y no la meterán en una celda. Sólo es por su seguridad.
Karen negó con la cabeza.
—Ya le he dicho a mi jefe que iría. Y eso es lo que voy a hacer.
Y así lo hizo, sentada en silencio junto a Doyle mientras éste conducía el coche por entre la aglomeración de la autopista con el visor debajo para protegerse de los rayos del sol.
Antes de partir, mientras Doyle telefoneaba para informar de la situación, Karen se las había arreglado para echar una mirada al periódico. Sólo pudo leer los titulares y una parte de la noticia en primera plana, pero fue suficiente. Aquello era peor que los crímenes de Tate-La Bianca, peor que otra cosa cualquiera. No le extrañaba que hubiese pánico. Y, sin embargo…
Y, sin embargo, aquella gente que circulaba por la autopista se dirigía como un torrente a la ciudad. Miró a los ocupantes de los coches a su alrededor. Un hombre de edad avanzada en un flamante y lustroso «Oldsmovile» con la radio muy baja, escuchando información bursátil. Una joven madre en un «compacto» atestado de niños en dirección, sin duda alguna, hacia las delicias de Disneyland. Una gorda matrona en una furgoneta blanca, probablemente en camino hacia un salón de belleza, aunque con un retraso de veinte años. Un atractivo joven negro conduciendo un «Triumph» descapotable, con la radio a todo volumen, lanzando al aire matinal las creaciones de Funny Freddy y de Top Forty.
Los negocios de siempre. Los placeres de siempre. Aunque avanzaran lentamente, tocándose los guardabarros, la vida proseguía. El cráneo de un hombre quedaba destrozado en una mezcla de sangre y de whisky, pero la Dow-Jones seguía computando los promedios. Una mujer gritaba sordamente bajo el agua, mientras unos niños se iban a disfrutar del Viaje Submarino y de los deliciosos y auténticos peligros de la Casa Encantada. Un joven era hecho pedazos por perros furiosos y quedaba con el cuerpo destrozado y las manos deshechas, mientras una vieja se preguntaba qué propina había de dar a su manicura. Los gritos, los aullidos, los lamentos quedaban ahogados por la voz encantadora de Funny Fredy. Quizá aquella gente sintiera miedo en su interior, un miedo que era a la vez una advertencia y un lamento; pero daban vuelta al conmutador y escuchaban la música de los Top Forty.
¿Qué otra cosa podían hacer? ¿Y qué podía hacer ella con su propio miedo? Ir a su trabajo. Eso era todo. Pretender, igual que los demás, que aquel era un día como otro cualquiera y que la noche no llegaría nunca.
Torcieron hacia la autopista del puerto y tomaron una de las rampas que llevaba directamente al laberinto mercantil de la parte baja de la ciudad.
—¿Es ahí? —preguntó Doyle, señalando el edificio, y ella hizo una señal de asentimiento.
Aminoró la marcha y paró arrimándose a la acera. La suerte de un policía no es muy envidiable, pero por lo menos no tiene que preocuparse por encontrar aparcamiento.
Mientras subía en el ascensor con Doyle, Karen pasó un momento malo. Sintió una contracción en los músculos del estómago que nada tenía que ver con el brusco movimiento de subida. Una situación sorda y recóndita. Pero ésta no era más que una de aquellas tontas frases hechas que tanto detestaba, y cuyo uso indiscriminado la desposeía de todo sentido. Sin embargo, comprendió el concepto original de la misma. Era como tener una bola en el estómago, una bola dura y fría que le circulara por los intestinos, una bola de miedo. Aunque no el miedo a que un asesino invisible la atacara por la espalda, sino el miedo a enfrentarse a la gente habitual. A personas que la conocían y que ahora debían saber todo lo concerniente a Bruce.
—¿Nerviosa? —murmuró Doyle, mirándola atentamente.
Karen se pasó la lengua por los secos labios y movió la cabeza, negando. Hubiera deseado que él cesara de vigilarla, que cesara de preguntarle si se encontraba bien; mas, por otra parte, debía comprender que era su trabajo.
Y aquel otro era el suyo.
Al salir del ascensor condujo a Doyle hasta la puerta de la recepción. Él la abrió dejándola pasar primero.
La cabeza de Peggy surgió por encima del cristal que protegía el mostrador de recepción.
—¡Oh! ¡Buenos días!
Había en su voz un tono algo anormal. En cuanto a su apresurada sonrisa, era absolutamente falsa, mientras miraba a Karen y a Tom Doyle al pasar.
—Es el señor Doyle. Está encargado…
—Ya lo sé —le interrumpió Peggy bruscamente—. Llamaron para decir al señor Haskane que usted vendría con alguien. Voy a anunciarles.
—No será necesario —empezó Karen, pero Peggy se volvió y manipuló el cuadro de conexiones.
¡Pero si está más turbada que yo!, pensó Karen. Y cuando la puerta del pasillo se abrió, saliendo por ella Ed Haskane, era evidente que también éste se encontraba violento.
—Me alegro de verla —dijo, saludándola a ella y a Doyle con un gesto tan inadecuado y anormal como su propia frase—. Desde luego, no tenía por qué haber venido hoy. Ya le dije por teléfono…
—He preferido venir —le interrumpió Karen, sintiéndose ahora perfectamente, sin aquella sensación de malestar interno—. Es mejor no dejar que el trabajo se atrase.
—De acuerdo —asintió Haskane, mirando a Doyle mientras Karen se adelantaba por el pasillo—. Bueno… ¡ejem! ¿Quiere usted entrar también?
Doyle hizo una señal de asentimiento y siguió a Karen. Los tres avanzaron hasta pasar ante las puertas de roble del despacho y los departamentos de Medios, Arte y Redacción. Karen tuvo la sensación de que las puertas se abrían y se cerraban a un ritmo más apresurado que de costumbre, aunque no estuvo bien segura de ello. Si otras personas les miraban pasar, lo estaban naciendo con una silenciosa discreción que no la molestaba en absoluto. Después de todo, ¿qué podían ver aquellas gentes? Ella no era un monstruo con dos cabezas. Aunque quizá estuvieran mirándola simplemente para asegurarse que aún conservaba la suya propia.
Para distraerse del asunto, empezó a hablar antes de que entraran en el segundo pasillo.
—¿Qué ha ocurrido con Girnbach? ¿Ha aprobado el texto?
—¡Oh! —exclamó Haskane, sonriendo solícito—. Creen que lo has hecho estupendamente. En cambio, no les gustó el dibujo. He encargado a Frisby que piense algo nuevo. Desde luego, esto significa revisar también el texto, a fin de que quede más a tono con el nuevo dibujo.
La historia de siempre. El negocio continuaba como de costumbre. Karen recordó cuántas veces había maldecido semejante estupidez; en cambio, en aquellos momentos, lo agradecía porque tenía algo en que ocupar su mente.
—¿Me lo van a entregar? —preguntó.
—Desde luego, si es que cree poder darle un nuevo enfoque.
—Estoy dispuesta —dijo Karen, cruzando la puerta de su sección.
Doyle entró tras ella, mientras Ed Haskane se quedaba vacilando en el pasillo.
—De acuerdo —dijo—. Se lo mando en seguida. Pero si no quiere…, si puedo hacer algo…
—No se preocupe, señor Haskane —repuso Karen—. Estoy perfectamente, gracias.
Haskane desapareció.
Karen había comprendido lo que deseaba. Estaba impaciente por hablar de lo ocurrido. Por preguntarle qué se siente cuando se tiene al marido en un sanatorio psiquiátrico y se entra en él para encontrarse con que…
Pero no se lo iba a preguntar directamente. No lo haría porque ella no le iba a dar aquella posibilidad.
Karen se volvió y colgó su chaqueta. El detective seguía detrás como un intruso desconcertado en aquellos atestados compartimientos.
—¿Por qué no se sienta por ahí? —le preguntó Karen, indicándole una silla—. Quítese la chaqueta si lo desea.
—Me parece muy bien —contestó Doyle, sentándose.
—Encontrará algunas revistas en el cajón del archivador. Casi todas son de modas, pero, por lo menos, tendrá algo en que entretenerse.
—Gracias.
Sin embargo, Doyle no se puso a leer las revistas. Y cuando el chico trajo el croquis del dibujo con el antiguo texto sujeto por un clip, se quedó mirando cómo Karen trabajaba.
Parecía tranquilo y se había situado fuera del alcance de la visión de Karen, pero el mero hecho de su presencia ponía a ésta un poco nerviosa. ¿O quizá fuera el motivo de su presencia lo que la intranquilizaba?
En cualquier caso, la mañana estaba resultando desagradable. El nuevo dibujo tenía un estilo totalmente distinto y la motocicleta quedaba eliminada. Aquello significaba cambiar también el titular. Y una vez hecho, el resto del texto tendría que variarse inevitablemente.
Realizó tres o cuatro inútiles tentativas y llenó su papelera de hojas arrugadas que adoptaron el aspecto de enormes palomitas de maíz. Por fin, hacia el mediodía consiguió su propósito.
Llamó a Haskane para informarle.
—Bueno —respondió el jefe—. Tengo una comida a las doce y media. Será mejor que lo dejemos para cuando regrese.
—¿Cómo?
La voz de Haskane sonaba algo lejana al contestar:
—¿Qué le parece si nos reunimos a las dos y media en mi despacho?
—¿A las dos y media?
—Sí, en efecto. Hasta luego.
Karen colgó el auricular y se volvió hacia Doyle.
—El teléfono está intervenido, ¿verdad? —preguntó.
Doyle se encogió de hombros.
—Es simple precaución.
Karen no hizo ningún comentario, sino que se limitó a tomar su chaqueta.
—¿A dónde vamos ahora? —preguntó Doyle.
—Es hora de comer —aclaró Karen, abriendo su bolso e inspeccionándose el rostro en el espejito—. Supongo que comemos juntos.
—Lo siento —susurró Doyle, como quien pide perdón.
—Lo sé —dijo Karen, guardando la polvera—. Simple precaución.
En el pasillo, antes de llegar al ascensor, un hombre de cara rubicunda con un bigote color rojizo permanecía apoyado contra la pared, sosteniendo ante su cara la sección de anuncios por palabras del periódico. No les prestó atención alguna hasta que Doyle le hizo una señal.
—Vamos a comer —dijo.
El otro levantó la mirada.
—¿Cuánto tiempo estarán fuera?
Doyle preguntó a Karen con la mirada.
—Tres cuartos de hora. Abajo hay un «grill».
El hombre consultó su reloj.
—Aquí estaré —dijo a Doyle.
Cuando descendían en el ascensor, el enjuto detective carraspeó.
—De nada sirve andarse por las ramas —dijo—. A mi modo de ver, es mejor que sepa usted cuáles son nuestras verdaderas intenciones por lo que a su seguridad respecta. Ya hemos dado instrucciones a la recepcionista. Si aparece alguien a quien no conozca y quiere entrar en la oficina, se lo dirá al agente que está de servicio fuera, antes de darle paso.
—Supongo que también habrá alguien en el restaurante.
—No es necesario. Se trata de un establecimiento público.
—Bien —dijo Karen, sonriendo—. Entonces, podemos ir a cualquier otro sitio.
—¿Qué hay de malo en ese restaurante que nombró?
—Demasiada gente de la oficina. Creo que me sentiré más tranquila si nos alejamos un poco. En la misma calle, más abajo, hay una cafetería donde probablemente nadie se fijará en mí.
—Vamos donde usted quiera.
Karen escogió ensalada, té helado y un sorbete de limón. Sin embargo, una vez hubieron encontrado sitio en una de las mesas, apenas si tocó la comida.
—Creí que tenía hambre —dijo Doyle.
—Sí, la tenía hasta que vi eso.
Karen indicó la mesa que se hallaba a su derecha, donde un hombre rollizo, con una americana a rayas blancas y azules, estaba leyendo una de las primeras ediciones del periódico de la tarde. Los gruesos titulares destacaban con toda claridad: PERROS DROGADOS MATAN AL TERCER FUGITIVO DEL SANATORIO MENTAL.
—¿Es cierto? —murmuró Karen.
—Sí. Eso es que ya han recibido el informe del laboratorio.
—¡Qué horrible! —los dedos de Karen se aferraron al vaso de té helado—. Tony Rodell. Creo haber oído algunos de sus discos. No sabía que estuviera también en el sanatorio.
—¿Su esposo no le nombró nunca?
—Ya le dije que no vi a Bruce ni una sola vez mientras estuvo internado.
—Es verdad. Lo había olvidado.
Doyle tomó un poco de su bocadillo de jamón.
Karen aflojó la presión sobre el vaso, pero la sensación de frío siguió presente en ella.
—No dejo de pensar en ese chico. ¿Qué clase de persona podía hacerle una cosa así?
Doyle masticó y tragó el bocado.
—Depende.
—Sé que es una pregunta tonta —dijo Karen, haciendo una señal de asentimiento—. Cualquier persona puede cometer un crimen… Supongo que usted habrá conocido a muchas de ellas.
—Unas cuantas —Doyle se limpió con la servilleta y la dejó sobre la mesa—. Bueno, en realidad he visto a muchas, y lo mismo las habrá visto usted.
—¿Cómo?
—Según las estadísticas, menos de la mitad de los homicidios que se cometen en este país dan lugar a la consiguiente detención. Y sólo unos pocos de los detenidos quedan convictos y sentenciados.
—Pero no cesamos de leer artículos sobre investigación científica del crimen…
—Desde luego. Y tenemos también a los que trabajan en los laboratorios, y a los técnicos. Todo un sofisticado equipo, que a veces funciona. Cuando es así, se les hace una reverencia —Doyle sonrió, haciendo casi una mueca—. Se lo voy a decir con toda claridad. En más del noventa por ciento de los homicidios que se averiguan, el culpable pasa al Departamento servido en bandeja de plata.
—¿Qué quiere decir?
—Pues que entra allí y confiesa por sí mismo o alguien le delata.
—¿Un informador?
Doyle hizo una señal de asentimiento.
—Ahí es donde empieza normalmente el verdadero trabajo de la Policía…, en conseguir pruebas para una acusación en firme. Pero primero es preciso detener a alguien. Y nueve veces de cada diez se logra porque alguien hace una declaración —Doyle la miraba fijamente—. No hablo de informadores profesionales, ni siquiera de testigos presenciales. La mitad de las veces es alguien más próximo…, un amigo, un miembro de la familia que sabe algo o que sospecha. Al principio son propensos a callarse, pero al cabo de poco, cuando lo han pensado bien, se dan cuenta de que es mejor hablar. Es su deber para impedir que puedan volver a suceder casos semejantes. ¿Me comprende?
—Sí, le comprendo —dijo Karen, mirándole de frente—. Lo entiendo perfectamente. Pero yo no lo haré. Si espera que le diga: Bruce es culpable, olvídelo. Y no porque sea mi marido, sino porque no sé nada. ¿Me entiende? ¡Nada!
—Señora Raymond…
Karen se puso en pie.
—Ya es hora de volver a la oficina —dijo.
Aquéllas fueron las únicas palabras que pronunció hasta hallarse de nuevo en el pequeño compartimento del décimo piso. Una vez allí, tomó el dibujo y el antiguo texto y se dirigió al pasillo.
—Tengo que ver a mi jefe —precisó—. Su despacho está a la vuelta del recodo.
—La acompañaré.
—Como quiera —dijo Karen, tomando el teléfono y avisando a Haskane de que iba para allá.
Doyle la siguió en silencio hasta la puerta del despacho de Haskane.
—Entre —le dijo—. La esperaré fuera —le abrió la puerta—. Oiga, siento haber estado un poco brusco. No quería…
—Lo comprendo muy bien —exclamó Karen, pasando ante él y cerrando la puerta.
Ed Haskane estaba sentado tras su escritorio. Levantó la mirada y empezó a abrir la boca, pero Karen se adelantó.
—Estoy perfectamente —dijo, extendiendo ante él el croquis del dibujo y la hoja con el texto, sujeta al mismo.
No obstante sus muchas limitaciones, Haskane había demostrado toda su vida un gran amor hacia el lenguaje. Había sido su interés por la semántica lo que le convirtió en jefe de redactores. La vista de un texto escrito a máquina o impreso era suficiente para poner en actividad sus secreciones internas, y sintió cómo la boca se le llenaba de saliva al concentrar su atención en lo que ella le presentaba.
—¡Hum…! Sí. Creo que está bien —levantó la mirada mientras se restregaba una mejilla—. Sólo una cosa: el encabezamiento. Los chicos lo entenderán, pero ¿qué significa «demoledor» para los mayores?
—No se me había ocurrido —manifestó Karen, frunciendo el ceño.
—Quizá sería mejor ponerlo en algún otro lugar después del párrafo de entrada —indicó Haskane, levantándose—. ¿Me perdona un momento? Como se dice en México, tengo que ir al «Juan».
Desapareció en su lavabo particular, cerrando la puerta.
Aunque estuviera funcionando el acondicionador de aire, hacía calor en el despacho. No obstante, Karen volvió a sentir el estremecimiento de frío que ya la había afectado al leer cómo había muerto Tony Rodell. «Demoledor» no era más que una expresión engañosa, una hipérbole para los quinceañeros. Pero Haskane tenía razón. Para quien perteneciera a una generación más vieja y estricta, aquello podía significar otra cosa. Y era precisamente aquel significado el que, inconscientemente, le había hecho idear la palabra cuando escribía el texto por la mañana. Demoler. Destruir. Aniquilar. Eliminar.
La señal luminosa parpadeó en el teléfono de Haskane. Karen tomó el auricular automáticamente, y moduló su voz de acuerdo con el hábito adquirido.
—Despacho del señor Haskane —dijo.
—Karen.
Ella no respondió nada. No hubiera podido.
—Karen, ¿sabes quién soy?
—Sí.
—He pedido que me pusieran con tu teléfono, pero me han puesto ahí. ¿Estás sola?
—Por el momento, sí.
—Entonces, escucha, ¿a qué hora tomas el café de la tarde?
—A las cuatro.
—Bien. Te estaré esperando. Arriba, en la azotea.
—No… no sé si podré escaparme…
—Debes hacerlo. Tenemos que hablar. Quizá sea ésta nuestra única oportunidad.
Karen percibió el suave y ahogado sonido del agua del lavabo al otro lado de la puerta.
—¿Dónde estás? —preguntó, en un murmullo.
—A las cuatro, en la azotea —respondió la voz.
Después la comunicación quedó cortada.