Había pasado la noche en el automóvil aparcado en un callejón sin salida junto a la entrada en desuso de una autopista. Una barrera de arbustos le ocultaba de la calle mientras dormía.
Dormir nunca había sido problema para él. Se limitaba a cerrar los ojos e inmediatamente se sumía en un agujero negro. En un lugar donde esconderse, oscuridad y silencio. En un lugar donde nada podía salir a su encuentro, ni siquiera un sueño. Llevaba años sin soñar.
«Claro que sueña usted», insistía siempre su médico. «Todos soñamos. Lo que pasa es que borra esos recuerdos quitándolos del subconsciente».
La implicación era obvia. Según la misma, bloqueaba sus recuerdos porque las pesadillas le resultaban insoportables. Esto era lo que el doctor quería creer. Pero estaba equivocado. Nada es demasiado terrible como para no soportarlo. Lo tenía bien demostrado sin ningún género de duda, y no en los sueños, sino en la realidad. Nadie había sufrido como él, y, sin embargo, logró sobrevivir. Sobrevivió mientras los otros, los soñadores, estaban muertos. Él simplemente dormía. Dormía acurrucado y seguro con la confianza de quien sabe que se despertará a tiempo. Porque yo soy la resurrección y la vida, ahora y para siempre. Amén.
Se despertó al oír un rumor estruendoso.
Parpadeó confuso, tratando de arrastrarse y salir del agujero mientras caían las bombas… pero no, no eran bombas. Aquello pertenecía a otro lugar y a otro tiempo.
Reconoció el lugar donde se hallaba en aquel callejón sin salida, e identificó también el ruido: lo producían los camiones de la basura, que durante las vacías primeras horas de la mañana circulaban por la calle en hilera para cumplir su obligación. Al darse cuenta, su corazón se calmó y volvió a recuperar el sosiego.
Se sentó esbozando una leve sonrisa, no por reconocer lo que estaba pensando, sino al apreciar aquella disciplina y el control que le permitían reaccionar de una manera tan fácil. ¿Cuántos otros, en parecidas circunstancias, hubieran hecho igual?
No, nadie lo hubiera hecho, porque en realidad no había seres conscientes, sino sólo actores. Desde luego, ninguno lo reconocía, como tampoco lo sabía el doctor. Creían ser gente real, pero eran sólo ficciones de la imaginación. El mundo es idea mía.
El descubrir ese secreto fue lo que hizo que las cosas resultaran tan fáciles.
Al principio no estuvo muy seguro. Se preguntaba cómo se presentarían los hechos. Dudaba de si podría realmente llevar a cabo la parte que había ensayado tantas veces en su imaginación. Luego de haber escrito la obra, la dirigió, trazó los movimientos, seleccionó el reparto y planeó toda la producción. Sabía su papel perfectamente, pero la intrigante duda era si lo representaría bien.
Ahora conocía ya la respuesta. No había padecido ningún pánico al salir al escenario. Grand Guignol, Teatro de la Crueldad. Llamadlo como queráis, en nada se diferenciaba del Teatro del Absurdo. Comedia y Tragedia eran sólo máscaras de quita y pon. Bastaba con recordar que todo era fantasía. La sangre se simulaba con ketchup y las contorsiones y muecas, los gritos y lamentos emanaban de actores que, siguiendo al apuntador, iban preparando la gran escena final de sus muertes.
Aunque, desde luego, tenía que andarse con cuidado, porque él era un ser real y su sangre no era ketchup. Todos gritarían: «¡El autor, el autor!», pero no podía permitirse salir al escenario a saludar. Tenía que librarse de los focos, fuera como fuera, y el mejor procedimiento era el de cambiar continuamente de papel.
Cada uno a su tiempo representa diferentes personajes. Los seres abnegados y pacientes pertenecían al doctor Griswold y a su equipo. La acción más decisiva correspondía a los enfermos. Para auditorios selectos, de una sola persona, se hacían las partes silenciosas. La escena del hombre oculto en el armario correspondía a Dorothy Anderson. La del que surgía de las sombras, a Jack Lorch. La del que se agazapaba en el jardín, a Edna Drexel. La piscina había sido un gran escenario. Confusos recuerdos le indicaban que lo había estado copiando de un antiguo melodrama oriental: Kismet. La vida siempre copia al Arte.
Pero quitar de en medio a Tony Rodell había sido una brillante improvisación. Utilizar los perros de aquel modo podía considerarse un golpe genial. Quizá hubiera conseguido engañar con ello completamente al público.
Se echó hacia adelante en el asiento del coche, puso en marcha la radio y manipuló el botón de mando buscando una emisora que transmitiera las primeras noticias de la mañana.
El parloteo del locutor dio la respuesta a lo que estaba buscando.
«… una espantosa y brutal serie de crímenes que ha culminado a primeras horas de hoy con la muerte del que fue una gran estrella del rock y el pop: Tony Rodell…»
Escuchó hasta quedar convencido de que conocían el episodio de los perros. Aquello era importante. Pero no sabían nada de él, y esto lo era todavía más. Lo otro era apenas una malhumorada expansión a base de insultos: «Maníaco homicida» y todo lo que sigue. Quienes no entendían la obra, siempre hablaban mal de ella.
Apagó la radio y enchufó la afeitadora que el día anterior había adquirido en el «drugstore». Utilizando el retrovisor se rasuró la barba. Luego metió la mano bajo el asiento y sacó ropas limpias. Era una suerte haber encontrado tanto dinero en la cartera de Griswold. Incluso le permitió comprar un traje nuevo. Recordó lo cuidadoso que había sido con Dorothy Anderson, llegando incluso a tomar del armario uno de sus vestidos que se colgó del cuello como un delantal para no salpicarse de sangre. Luego arrojó la manchada prenda a un barranco antes de coger el coche de Tony Rodell, y, al parecer, no la habían encontrado todavía, aunque, desde luego, el vestido no iba a servirles de nada.
Atisbó por entre los arbustos hacia la calle. Un poco de tráfico matutino empezaba a circular por ella; gente que iba a su trabajo; pero nadie miró hacia allá. Aun así, se acurrucó tras el volante, escondiéndose al máximo, mientras se cambiaba de ropa. No hubiera faltado sino que le detuvieran por exhibicionismo indecente.
Estaba claro que su suerte era magnífica. Lo había sido desde el principio. Quien es listo se labra su propia ventura y todo le sale bien.
Se puso los pantalones y quitó los alfileres de la camisa nueva. Una vez se la hubo abrochado, tomó la corbata y, sentándose muy tieso, se la anudó con los ojos fijos en el espejo. Luego, pasó el contenido de sus bolsillos al nuevo traje, deteniéndose para contar el dinero que todavía quedaba en la cartera de Griswold. Treinta y cuatro dólares. No era una fortuna, pero bastaría para pasar la jornada. Y, además, dentro de poco tendría más dinero. Más dinero y más tiempo.
Por vez primera se permitió considerar, abiertamente, aquella idea. Llevaba esperando algún tiempo, esperando con paciencia hasta que el escenario estuviera dispuesto. ¿Por qué limitar aquello a una sola función?
Ya se le había ocurrido en el sanatorio. Y la pasada noche lo sintió todavía con más fuerza. Aquel día, el punto culminante sería alcanzado y el telón caería después. Su papel en la obra habría terminado.
Pero ¿por qué tenía que terminar?
El eliminar testigos había sido ideado como una medida de precaución, por cierto, muy sensata. Pero ¿por qué detenerse allí?
El mundo estaba lleno de gente que acabaría siendo olvidada. Como aquel imbécil de la radio con su presuntuoso vocerío hablando de un «maníaco homicida». Sí, él y otros muchos.
En su cerebro se inició el paso de un desfile encabezado por una majorette de largas piernas, medio desnuda, que tocaba un tambor. Caminaba levantando las piernas, vestida con unos eróticos pantaloncillos, acariciando el falo de plata tan querido por todas aquellas fulanas provocadoras, humedeciéndose los labios mientras lo arrojaba al aire como una burla hacia el papel del hombre. Y tras de ella iba una imbécil y vociferante animadora con los pechos turgentes bajo el suéter, haciendo cabriolas, muecas grotescas y ademanes espasmódicos, mientras gritaba con ardor: «¡Una A, una S, una C, una O!» Y tras ella un corpulento, agresivo y pretencioso bruto, con cara de pescado congelado y ojos como bolas de cristal, moviendo el cuerpo indiferentemente al paso rígido de un robot: Su Majestad el sargento, aullando como un loco aquella culminación de la más incomprensible tontería: «¡Un, dos…!»
Y tras de él los demás, los millones y millones de otros seres que seguían a tales jefes. Que aceptaban las rotundas palabrotas de los locutores y las obscenas mentiras que usaban al hablar de gente a la que nunca habían visto y de productos que nunca habían utilizado. Que aplaudían a las majorettes llamándolas «preciosas» como parte del conjunto de «seres buenos y sanos», formado por cretinos que pegaban patadas, golpeaban y se lanzaban los unos contra los otros. Que gritaban palabras estúpidas bajo las órdenes de animadoras que no tenían idea de lo que era animar o dirigir. Que obedecían ciegamente los sordos gruñidos de quienes fingían sentir orgullo al caminar como en un desfile que conducía a los demás hacia la destrucción.
El desfile era interminable.
Pero él lo podía interrumpir cuando quisiera.
Por unos breves instantes tuvo la sensación de alguna similitud simbólica entre aquellas personas a las que evocaba. Cada una de ellas era hasta cierto punto una figura autoritaria. Y la idea en cuestión contribuía a incrementar aún más su impulso.
Estaba pensando en ello, mientras buscaba en la guantera unos pañuelos de papel con los que cuidadosamente limpió el salpicadero, el volante y el espejo retrovisor. Envolviendo las ropas sucias en el mismo papel que había contenido las nuevas, se puso el paquete bajo el brazo y salió del coche. Una vez fuera, utilizó los pañuelos para limpiar los tiradores de las puertas.
Mirando la calle por entre el follaje, esperó un momento en que no hubiera tráfico, y saliendo a la acera, empezó a caminar. Al llegar al cruce, se volvió y siguió una calle lateral. A medio camino, manzana arriba, se detuvo ante una hilera de cubos de basura dispuestos para ser vaciados. Miró otra vez a su alrededor, asegurándose de que no circulaba ningún automóvil ni de que nadie le observaba. Levantó la tapa de uno de los cubos y metió en él el paquete con las ropas viejas, cubriéndolo con periódicos. Fue una tarea desagradable, pero el fin justifica los medios, por sucios que éstos sean.
Volviéndose, bajó la calle otra vez. En algún lugar, cercano al cruce, debía haber un café. Luego de haber comido, se dijo que tenía que encontrar otro coche. Recorrió los callejones situados tras de las tiendas donde dueños y empleados aparcaban, hasta que logró localizar un vehículo cuyo despreocupado propietario había dejado puesta la llave del contacto. Otra actividad degradante, pero una vez más se dijo que solamente había que considerar el fin; el fin que pensaba imponer a los otros.
¿En qué consistía la irritante inanidad que los hippies habían adoptado en provecho propio? En un estilo de vida. Frase pretenciosa para una existencia vacía e irresponsable, desprovista de estilo.
Él era distinto. Su estilo de vida era la muerte.
No matarás.
Uno de los Mandamientos de la Ley de Dios que nadie practicaba mientras el mundo estuviera inmerso en tal desorden. Se dijo que, si la Providencia se presentaba a unas elecciones, las perdería.
Matar era fácil. Todo el mundo lo sabe. La mano cae sobre una mosca y el pie aplasta una cucaracha.
Mucha gente se detiene ahí, pero otros van más lejos. La esposa del granjero, cuando retuerce el cuello al pollo. Los matarifes abatiendo de un mazazo a las reses y acuchillando a los escandalosos cerdos.
El siguiente paso era la guerra, desde luego. Mas no quería pensar en ello. En el asesinato en masa de gente inocente.
Era mejor pensar en el exterminio legal de los culpables. Después de todo, aquello era un juego, un juego de moral y de pasión.
Pasión. El gusano se agitó mordiéndole en la ingle.
De pronto, y sin motivo alguno, se acordó de la clase de Biología en el Instituto y de la disección de una rana. Vio de nuevo la carne blanca del interior del animal y sus patas extendidas cuando se estremecía sobre la mesa, bajo los cortes del cuchillo.
La mesa se convirtió de pronto en una cama y la rana en un príncipe, o, mejor, en una princesa. Una joven de carne blanca que con las piernas extendidas se agitaba bajo otra clase de incisión.
Sabía muy bien quién era aquella joven.
Y aquel mismo día estaría con ella.