La Tierra gira alrededor de su eje en veinticuatro horas menos cuatro minutos.
Describe una órbita alrededor del Sol a unos veintisiete kilómetros y medio por segundo, mientras se lanza por el espacio a una velocidad de más de quince mil kilómetros por hora.
El teniente Franklyn Barringer lo aceptaba porque lo decían los sabios. Lo aceptaba, pero no lo acababa de entender.
Sentado tras su mesa, con ambos pies bien apoyados sobre el suelo, no podía hacerse a la idea de estar girando en círculo sobre una bola que, al propio tiempo, giraba alrededor de otra esfera a una velocidad pasmosa, para arriba o para abajo o de costado. Sin embargo, se dijo que aquello estaba ocurriendo y que era un hecho demostrable, aunque pareciera increíble. No había más que aceptar la evidencia y olvidar el asunto.
Lo malo es que algunas evidencias, aunque increíbles, no pueden ser olvidadas tan fácilmente. Y eso es lo que ocurría con la carpeta puesta sobre la mesa de Barringer y que aquella mañana se iba haciendo cada vez más gruesa por culpa de las notas, las llamadas telefónicas, las reseñas a máquina y los informes.
—Muy bien —murmuró—. No hay más remedio que aceptarlo. Aunque todavía no lo puedo creer…
—¿Y quiere que yo le convenza, verdad? —preguntó el doctor Vicente.
—No necesariamente —dijo Barringer, sirviéndose una taza de café—. Usted ya ha visto todos esos papeles. Ahora necesito su opinión.
—O, dicho de otro modo, una estimación adecuada —expresó Vicente, volviendo a llenar su taza de café—. Para empezar, ¿es posible que un hombre cometa todos esos crímenes en solamente cuatro horas? Bajo ciertas condiciones, la respuesta podría ser sí.
—¿Qué condiciones?
—Que tuviera los nombres y las señas de las víctimas… Y esto podría haberlo sabido de ellas directamente, o bien tomándolas del fichero de Griswold antes de quemarlo. También ha debido disponer de un medio de transporte… Y por las huellas de los neumáticos sabemos que conducía el coche de Tony Rodell, o por lo menos uno que hubiera estado en el garaje de éste. Finalmente, debería estar seguro hasta cierto punto de que esas personas regresarían a sus hogares o lugares de trabajo a última hora de ayer.
—Edna Drexel dijo a sus padres que estas personas partieron en distintas direcciones al llegar a Sherman Oaks.
—También dijo que estaba segura de que alguien la seguía.
—No olvide… que sólo dos horas antes Jack Lorch fue asesinado en Culver City.
—Sí. Pero desde Culver City a Bel Air hay tan sólo media hora en automóvil.
—¿Y cómo sabía que Edna Drexel pensaba ir a su casa?
—Por el mismo motivo que supo que iba a encontrar a Jack Lorch en su despacho. Esas personas no tenían otro sitio a donde dirigirse, sin dinero y sin comida.
—Parece haberle salido todo bien.
—No podía ser de otro modo. A mi modo de ver, lo que planeó en un principio fue asesinarles en masa cuando aquella noche estaban reunidos en el coche de Griswold. Según la historia contada por la Drexel, Tony Rodell les encañonaba con una pistola. Quizá tuvo la intención de llevárselos a casa de Rodell y acabar con ellos allí ayudado por éste. Pero cuando escaparon hubo de seguirlos uno por uno y correr diversos riesgos.
—Usted siempre habla de un hombre. Pero no olvide que hay dos de quienes nada sabemos.
—De acuerdo. Pero uno formaba parte del grupo que escapó. Y estará oculto en algún lugar, a menos que el asesino lo haya descubierto y aún no lo sepamos.
—No sabemos absolutamente nada, excepto que dos hombres siguen todavía en lugares desconocidos y que uno de ellos se llama Bruce Raymond. Éste puede ser el asesino o una víctima en potencia. Elija —el doctor Vicente tomó unos tragos de café y después puso la taza en la mesa escritorio.
—A juzgar por lo que sabemos de Raymond, puede ser tanto una cosa como la otra. He leído el informe de la Administración de Veteranos. Inestabilidad muy clara, pero cooperativo y con buena reacción a la terapia… Frases imprecisas que no son sino excusas para soltarlo y dar su cama a otro paciente. Un diagnóstico inconcreto con el que el doctor se protege luego de haber tomado su decisión.
—¿Quién se ocupó del caso allí?
—Un comandante llamado Fairchild. Ayer intenté ponerme en contacto con él, pero hace mucho que se marchó. Tienen unas señas suyas en Seattle… un establecimiento llamado Trade Clinic, mas cuando telefoneé me contestaron que se había ido de vacaciones al Japón. Posiblemente podría localizarlo a través de…
—No hay tiempo —le interrumpió Barringer moviendo la cabeza—. Pero aunque lo localizáramos, ¿cree usted que un médico militar que se encuentra ahora en el Japón podría prever que uno de sus antiguos pacientes iba a desmandarse por aquí?
—No, no puede, ni tampoco yo hubiera podido —respondió el doctor Vicente, echando su silla hacia atrás—. Pero puedo decirle algo sobre el tipo de hombre que cometió los crímenes.
—¿Otra suposición como las anteriores?
—No del todo. Ahora tenemos algunos hechos. Primero: como le dije, es indudablemente un sociópata.
—¿No puede explicármelo sin emplear esa jerga psiquiátrica?
—De acuerdo. No emplearé frases complicadas —Vicente sonrió y luego volvió a ponerse serio—. Repitiendo lo que ya sabemos, nuestro hombre no ofrece el aspecto de un loco. Su porte y su conducta son los de un ser humano racional. Lo que hace, lo hace a conciencia. Se las arregló para organizar su huida del sanatorio sin despertar la menor sospecha ni del personal ni de sus compañeros pacientes. E incluso consiguió que éstos le siguieran. Probablemente está acostumbrado a mandar, a dar órdenes…
—Raymond era oficial del ejército.
—De acuerdo —dijo Vicente, haciendo una señal de asentimiento—. Hay otra cosa. A juzgar por la naturaleza de los crímenes, debemos suponer que estamos ante una persona dotada de gran fortaleza física. Aun cuando aceptemos que Tony Rodell fuera su cómplice, resulta evidente que hubo de emplearse la fuerza acompañada de un elemento de sorpresa. Griswold fue amarrado a su sillón, a Jack Lorch le golpearon en la cabeza, un enfermero fue apuñalado, dos mujeres estranguladas, a Dorothy Anderson le cortaron el cuello…
—Ésta es otra de las cuestiones que me preocupan —aseveró Barringer—. Cada muerte fue distinta, y, por lo general, existen normas constantes.
—Es que no estamos tratando con un asesino que se rija por procedimientos únicos. No hay aquí fetichismos ni, al parecer, tampoco ningún componente claro de sadomasoquismo —Vicente hizo una pausa al darse cuenta de que había incurrido otra vez en su fraseología forense—. A nivel consciente este hombre mata sólo para cubrir sus huellas, utilizando los métodos que en cada caso le parecen más adecuados. Pero, desde luego, a nivel inconsciente la cosa varía. Cualquiera capaz de planear el modo en que eliminó a Tony Rodell…
—No sabemos si lo planeó o no —te interrumpió Barringer—. Puede haber sido accidental. Aunque en realidad, si bien los dobermans son feroces, debían conocer a su amo…
—En efecto —aclaró el doctor Vicente, removiendo los papeles sobre el escritorio de Barringer—. Usted ha hablado con su madre esta mañana.
—Pero no saqué absolutamente nada —dijo Barringer, moviendo la cabeza—. Aparte de identificar a su hijo como uno de los pacientes escapados, todo lo demás que nos dijo era de una falsedad clarísima. Tony era un buen chico, quizá un poco raro, pero sin problemas graves…
—Es la madre de la víctima. ¿Qué quiere que diga, teniendo en cuenta las circunstancias?
—No importa. Disponemos del informe sobre Tony.
Esta vez fue Barringer quien empezó a manosear los documentos, hasta encontrar una hoja que leyó por encima.
—Tuvo que abandonar la escuela. A los dieciséis años le acusaron de robar un coche. Libertad provisional. Su madre jura que nunca estuvo involucrado, pero tenemos aquí dos cargos por uso de drogas.
—¿Fue antes o después de haber organizado su grupo rock?
—Después. Al parecer, estaba logrando buenos resultados con su música… lo suficientemente buenos como para poder comprarse esa casa y mantenerla. Conseguí que la madre admitiera que llevaba casi un año sin haber visto a su hijo antes de que entrara en el sanatorio, pero rehusó hablar del motivo. Yo creo que entró allí porque estaba metido en la droga.
—¿Tiene algún motivo que apoye esa teoría?
—Hay dos mil motivos —replicó Barringer, tomando un último trago de café—. Dos botellas con un millar de cápsulas de anfetaminas cada una escondidas bajo los paquetes de carne en el congelador. Salieron a la vista esta mañana, cuando estuvieron registrando la casa. Una estaba abierta y la otra cerrada.
El doctor Vicente entornó los párpados.
—¿Y qué le sugiere todo eso?
—Que Rodell y el asesino llegaron juntos a la casa, posiblemente con intención de pasar la noche en ella. Es posible que fueran en el coche de Rodell y a lo mejor estuvieron juntos durante la tarde, cuando se cometieron los crímenes.
—¿Cree usted que Tony Rodell participó en ellos?
—Podría ser. En especial si antes, cuando fueron a recoger el coche, pudo localizar las cápsulas. No he de decirle lo que un adicto es capaz de hacer cuando se encuentra bajo los efectos de la droga —Barringer desplazó la taza de café que estaba sobre la mesa—. Creo que estaba todavía muy drogado cuando volvieron a la casa, lo suficiente como para maltratar a los perros, y éstos le atacaron. Su compañero se asustó y escapó en el vehículo.
—¿Hay alguna prueba de que maltratara a los perros? ¿Han encontrado sus hombres algún palo o látigo en el lugar del suceso?
—No. Solamente el envoltorio de uno de los paquetes de carne. Quizá se limitó a excitar a los perros enseñándoles la carne y luego se la quitó o algo por el estilo —Barringer se encogió de hombros—. Cuando se trata de un adicto, cualquier cosa es posible.
—Limitémonos a lo que es probable —dijo el doctor Vicente—. Según usted, no hay una norma fija en esos crímenes. O, lo que es igual, no hay un método único. Pero el planteamiento aparece evidente en el motivo. El asesino va eliminando una tras otra a cuantas personas podrían identificarle. Estamos de acuerdo los dos en que Tony Rodell pudo ser una de esas personas, lo que hace que su muerte pueda incluirse en el esquema general.
—¿Y cómo se las compuso el asesino para que el perro atacara a Rodell?
—No lo sé —manifestó el doctor Vicente, levantándose—. Como tampoco usted sabe, realmente, si Rodell estaba o no bajo la influencia de anfetaminas en el momento de morir.
—Pero lo descubriré —dijo Barringer, frunciendo el ceño y alargando la maño hacia el teléfono.
El doctor Vicente se mantuvo en silencio mientras el teniente hacía una llamada al despacho del forense. La conversación que siguió fue muy complicada, mas la expresión de Barringer, cuando colgó el auricular, era reveladora.
—Bueno, doctor —dijo—. La autopsia no está terminada, pero los análisis preliminares de la sangre de Rodell y del contenido de su estómago muestran que estaba completamente «limpio» cuando murió.
—¿No hay rastro de anfetamina?
Barringer movió la cabeza.
—No. Tenía usted razón en que los perros no le atacaron accidentalmente. Habían sido inducidos.
—¿Inducidos?
—Los animales fueron muertos esta mañana. Pedí un examen y, según el informe, sus estómagos estaban llenos de carne, y hay indicios de que también les dieron, por lo menos, media docena de cápsulas a cada uno.
—No me extraña que atacaran a Rodell cuando éste se acercó. Hubieran atacado a cualquier cosa en movimiento. Alguien drogó a los perros.