En el Sunset Strip reinaba un ambiente de fuertes vibraciones.
En el cine porno los fanáticos del desnudo hacían cola para la sesión de medianoche, en la que se exhibía una película donde, a base de escenas escabrosas, se narraban las desventuras de una muchacha india llamada Vello Partido.
Calle abajo, los mostradores al aire libre de los bares de hamburguesas estaban atestados de parroquianos que consumían tanto hamburguesas como porros.
En la esquina del Laurel Canyon Boulevard, Tony Rodell, inmóvil como una estatua, forzaba su imaginación. Estaba en todo, pero parecía como si todo se evaporara ante su vista.
El letrero pegado al todo terreno deportivo con sus letras bien marcadas: Joróbate.
El individuo con un sombrero a lo Christian Dior gritando a su compañero: «¿Cómo es posible que un chico como tú se enamore de Ronald? ¡Pero si es tan viejo que podría ser tu madre!»
La muchacha con el peinado afro gritándole a alguien en la acera: «Vente a la misa negra del sábado. Estamos buscando gente».
¡Caray!
Allí estaba lo bueno y se alegraba de haber vuelto. El más esplendoroso espectáculo del mundo, acción por dondequiera que se mirase; la calle llena de cow-boys de medianoche, y contemplando el espectáculo desde los enormes paneles, las caras risueñas de los dioses: los «Up Yours», los «Cloacas», Strockyard Slim y «los Cerdos».
El año pasado, el propio Tony figuraba también en aquellos anuncios. Fue cuando apareció el disco y el grupo estuvo listo para actuar en el Tahoe. Pero luego, todo se fue al diablo. La noche del estreno el local fue invadido por la Policía. Había sido su madre, su propia y fisgona madre, quien había dado el soplo.
Un verdadero desastre. Al principio, Tony se sintió muy afectado. No fue hasta más tarde cuando llegó a la conclusión de que ella debió haberlo sabido de antemano. Y de que hizo un trato aceptando denunciar al grupo a cambio de que a él lo dejaran libre. Aceptaron, siempre y cuando prometiera mantenerlo a buen recaudo. Y era por aquello por lo que la vieja lo metió «en conserva». Tuvo que gastar su buen dinero para tenerlo en el sanatorio, y, de salirse con la suya ella y Griswold, hubiera pasado la vida pensando en las musarañas, al menos hasta que durase el dinero.
Pero otra cosa se había terminado para Griswold antes de que el dinero tocara a su fin, y él no iba a volver al sanatorio. De ningún modo. Llevaba el pelo corto y se había afeitado la barba. Ni su propia madre le hubiera reconocido, al menos hasta que fuera demasiado tarde.
Demasiado tarde. Era ya más de medianoche y no aparecía nadie.
Tony movió los pies y paseó la mirada observando el tráfico a lo largo del Sunset. «A las doce, enfrente del Schwab», había dicho aquel hombre. Llevaba allí más de veinte minutos, y la vibración no era ya tan divertida. Recordó lo que hablaron la pasada noche.
Fue cuando aquel hombre volvió al aparcamiento y vio que todos se habían marchado, y que Tony estaba tendido en el asiento trasero abatido con un golpe de la pistola que se suponía iba a servirle para mantenerlos a raya. Se puso a golpear a Tony en la cara hasta hacerle volver en sí, y durante unos momentos Tony se quedó alelado al ver de lo que era capaz cuando se enfadaba.
—No pude evitarlo —decía Tony una y otra vez—. Saltaron sobre mí todos a un tiempo. Si me hubiera dejado usted poner las malditas balas…
—¿Para cargarte a alguien y tener encima a toda la Policía? —dijo el hombre, jadeando.
Luego dirigió a Tony una mirada siniestra y le dijo, con aire amenazador:
—Eres un asqueroso. No puedes imaginar cuánto te odio —se echó a reír, sin perder su aire perverso, lo que significaba que en el fondo todo iba bien—. No te preocupes, no esperaba mantenerlos allí mucho tiempo. Quizá será más fácil ahora que se han largado… A menos que alguno sea detenido antes.
—¿Antes de qué? —preguntó Tony.
El otro limitóse a reír, al tiempo que se metía la pistola en el bolsillo.
—Déjame a mí. Venga, hay que moverse.
—¿Quieres que conduzca?
El otro hizo un gesto negativo.
—Dejaremos el coche aquí mismo.
—¿Por qué?
—Por el mismo motivo por el que pienso librarme de esto —dio unos golpecitos con la mano en el bolsillo donde guardaba el arma—. A partir de ahora no dejaremos rastro. Buena estrategia militar, como diría Von Clausewitz.
—¿Von qué?
—Un amigo mío —el hombre ayudó a Tony a incorporarse y a salir del automóvil—. Tienes buen aspecto —dijo—. ¿Crees que podrás andar?
—Desde luego. Estuve inconsciente sólo unos minutos.
—Bien. Pues camina.
—¿No vienes conmigo?
El otro movió la cabeza.
—Quien anda solo, anda más de prisa —seguía mirando a Tony de tal modo que era casi posible distinguir los engranajes que estaban funcionando en su cabeza. Tony se preguntó si alguien habría logrado alguna vez penetrar en sus pensamientos. Quizá Griswold. Pero éste quedó atrapado en el engranaje, y Tony no estaba dispuesto a seguir el mismo camino—. Mañana por la noche —dijo el hombre.
Y así fue como quedó fijada la cita.
—Pero ¿por qué no me deja ir con usted? —preguntó Tony.
—Ni hablar. Suponte que alguien es detenido y da nuestra descripción. Es difícil identificar a alguien por sólo una descripción… Pero cuando son dos los que van juntos y las identificaciones coinciden, la cosa varía. Además, tengo que ocuparme de algo.
—¿Quiere decir que estaré solo durante veinticuatro horas?
—Sí, y tendrás que tomar precauciones —le dio algunos billetes, probablemente sacados de la cartera de Griswold—. Vete a un motel y descansa. Procura comer algo, y mañana quédate allí hasta que sea de noche.
—¿Por qué diantre no puedo irme a mi casa?
—Porque si la «poli» actúa, será el primer lugar donde irán a buscarte. Esperaremos hasta que haya pasado el peligro.
—Y entonces, ¿qué?
—No te preocupes. ¿Crees que voy a dejarte en un mal paso?
Los dos sabían que de no haber sido por aquel hombre y por sus planes, Tony estaría aún encerrado. Pero habían hecho caso de él y por ello se encontraban allí. Era mejor continuar por el mismo camino.
El hombre se alejó en dirección oeste mientras Tony lo hacía en sentido contrario, metiéndose en un de pauperado motel de Ventura, donde nadie se preocupaba por los equipajes. Igual que el otro, llevaba un traje normal en vez del atavío de los pacientes, lo cual le ayudó mucho a pasar desapercibido.
No le fue fácil dormir por culpa de las imágenes que se arremolinaban en su mente apenas cerraba los ojos. No había visto a Griswold ni a la enfermera, pero sí presenció cómo moría Herb. Había sido espantoso, y el recuerdo no le suavizaba la impresión, pero Tony se repitió que todo había pasado ya y que no había motivo para seguir preocupándose. Los demás estarían tan apurados como él, y valía más tomárselo con calma. El otro sabía lo que estaba haciendo y siempre cumplía con su palabra. Le dijo que escaparían, y se habían escapado. Ahora le aseguraba que lograrían recorrer el resto del camino, y así sucedería, sin duda alguna.
Hacia la madrugada Tony logró dormir un poco, y al mediodía sintióse mejor. Tomó un autobús en dirección a Hollywood Boulevard y se metió en uno de los cines de sesión continua, en el que vio dos películas. En la primera, los maduros soldados de la caballería estadounidense, vestidos de azul, destripaban a unos cuantos inocentes pielesrojas. En la segunda, unos policías asimismo maduros y también vestidos de azul, destripaban a inocentes jóvenes alborotadores. Así llegó el anochecer. Tony tenía lo justo para un par de bocadillos en un tenderete del Boulevard. No fue una buena idea, porque el contenido de los bocadillos le recordaba un poco los intestinos que había visto desparramarse en la película. Desde luego, el cine no era más que cine, y las películas estaban clasificadas como para todos los públicos. Pero nadie clasificaba a los bocadillos.
Tony empezó a andar Boulevard arriba, pasando ante los escaparates de las librerías (Militares Históricos del Viejo Oeste) y las tiendas de discos (Viejas Melodías del 1971.) Se preguntó distraídamente si su disco seguiría en venta, pero finalmente desistió de entrar a averiguarlo. Era mejor seguir andando.
Seguir andando y pasar ante las gentes que curioseaban a la entrada del «Grauman’s Chinese» («Mira, mamá, ¿es ése un hippie verdadero?»). Descendiendo por La Brea hasta el Sunset, y luego por éste más allá de las tiendas de alimentos especiales para los fanáticos de la salud, y los bares para invertidos. Salió luego al Strip, al otro lado de Fairfax, y por fin allí estaba. Pero ¿por dónde diablos andaría el otro?
Alguien hizo sonar un claxon y Tony volvió la cabeza, reconociendo el sonido. Al mismo tiempo reconoció también el coche. Era su propio MG, y el otro estaba al volante tomando la curva por la derecha en el sentido del tráfico.
—¡De prisa! —dijo el hombre, lo cual resultaba ridículo, porque todos los coches se habían detenido ante el semáforo rojo.
Tony saltó al interior, y al cambiar la luz, el MG terminó su giro y echó Laurel Canyon arriba.
—¡Eh! ¿De dónde ha sacado mi coche?
El hombre sonrió.
—De ese sitio estupendo donde tan bien vives.
Llevaba un traje nuevo: chaqueta oscura y pantalón deportivo. Tony se figuró que lo habría comprado gracias a la cartera de Griswold. Su sonrisa le dijo que todo le salía perfectamente.
—Ha estado en mi casa —dijo Tony.
El otro hizo una señal de asentimiento.
—Quería comprobarlo todo para asegurarme de que no íbamos a tener problemas.
—¿Qué pasa con los polis?
—Si la ignorancia es la felicidad, son la gente más feliz del mundo.
—¿Nadie ha dado el soplo?
—Ni un alma —se detuvo en el cruce del Hollywood Boulevard y luego se lanzó como un cohete en cuanto apareció la señal verde—. Tienes una casa estupenda.
—Estoy muy a gusto en ella.
—Lo que no esperaba era tanta elegancia. Creo que el arquitecto se arriesgó a ponerse en plan barroco.
—Había sido de un productor. Mi administrador la consiguió barata el año pasado. Me dijo que era un buen negocio.
—¿Es ése el que se ha estado ocupando de tus asuntos hasta ahora?
—No. Dejamos pendiente el contrato cuando fui al sanatorio. Mi vieja viene un par de días a la semana. Procura que la batería del coche esté en condiciones, limpia el piso y da de comer a los perros —Tony sonrió—. ¿Qué le han parecido los perros?
—Me dieron un susto de muerte. Empezaron a ladrar en cuanto salté la pared y estuve a punto de no seguir adelante —al llegar a Lookout Mountain torció hacia el callejón de la izquierda—. Menos mal que los tienes bien sujetos.
—Hay que tomar precauciones con los dobermans. Tener perros guardianes es una buena idea, ahí en la montaña. Desde luego, los dos me conocen, y también a mi madre, pero si se acerca un extraño, más vale que tenga cuidado.
—No dejaron de gruñir todo el tiempo que estuve en la casa. Pensé que tendrían hambre, y saqué de la cocina una lata de comida canina. Pero te aseguro que no me acerqué mucho.
—Cuando nos vean juntos cesarán de molestar. Conmigo y con mi madre se portan como dos cachorrillos.
El MG subió por Lookout, pasó ante Horseshoe Canyon, dirigiéndose hacia la escuela, y luego tomó la bifurcación de Wonderland Avenue. Incluso en la oscuridad, el camino era conocido para Tony, y éste de repente experimentó ese sentimiento peculiar que se manifiesta al volver a casa. Comprendió lo mucho que había añorado no vivir en su propia morada con Tiger y Butch.
—¿Dices que tu madre viene varias veces por semana? —preguntó el otro.
—No se preocupe; no vendrá otra vez hasta el jueves.
—¿Cómo lo sabes?
—Estoy seguro. Llamó al sanatorio anteayer y dijo que se iba a Las Vegas para un par de días.
—¿Y si se queda sin un céntimo? ¿No podría ser que regresara antes?
—Nunca va allí para jugar. Cuando hay una convención en el Flamingo, trabaja en las mesas. Es camarera de cocktails —Tony movió la cabeza—. Al verla nunca se diría que tiene un hijo mayor. Hace un par de años trabajó como top-less en el «Western».
—Una vez vi una camarera con un auténtico top-less —dijo el otro.
—¿Auténtico?
—Sí, auténtico —el hombre sonrió—. Le habían cortado la cabeza.
Tony sonrió a su vez, aun cuando aquella broma estaba ya muy gastada. Pero ¿sería en realidad una broma?
Con aquel tío nunca podía saberse. Tan pronto estaba haciendo bromas como hablando en términos filosóficos. Sin embargo, era el único que podía arreglar las cosas, y esto era lo que importaba.
El MG se metió en el parque Wonderland y continuó su ruta ascendente. La carretera se hacía cada vez más estrecha y oscura. Conforme ganaban altitud, la oscuridad y la estrechez se hacían más evidentes. No había luces en los patios, ni tampoco en las casas distribuidas por la montaña. Era difícil hacerse a la idea de que se hallaban a sólo diez minutos del Strip. Vivir allí era como meterse en un escondrijo. La mayor parte del tiempo se vivía entre la niebla, y normalmente hacía más frío que abajo. También la gente era más fría. Ésa fue una de las causas principales de que a Tony le gustara aquel lugar.
Sería muy agradable estar de nuevo en casa, aunque fuera por poco tiempo. Sólo por poco tiempo, desde luego, porque en cuanto la Policía se organizara, empezaría la caza.
Tony miró a su compañero.
—¿Qué haremos a continuación? —preguntó.
—Tengo unas cuantas ideas. Espera a que entremos y descansemos.
Tony observó que el MG avanzaba ahora muy despacio, a marcha reducida, tomando casi al ralentí las curvas que llevaban a la casa situada en la cumbre. El hombre miraba atentamente cualquier sombra, cualquier coche aparcado, asegurándose de que nadie oculto por allí les vigilaba. Desde luego, no era el momento para hablar del futuro. Había que tener el oído alerta.
Y ahora el oído le decía que los perros acababan de percatarse del coche, porque estaban gruñendo al otro lado de la pared. El MG se detuvo frente a la calzada, con el motor en marcha.
El hombre se metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y arrojó unas llaves a las rodillas de Tony.
—No tendrás que saltar por la pared —le dijo—. Las he encontrado en tu mesa.
Tony abrió la puerta y se deslizó hacia el interior. Podía oír a Tiger y a Butch gruñendo y husmeando, y el rumor de sus uñas rascando y arañando la pared cada vez más fuertemente. Bueno, también él estaba emocionado al ver la casa, después de tanto tiempo. La había echado de menos más de lo que se figuraba.
Tony miró al otro, que permanecía sentado tras el volante.
—¿No va a entrar?
—Antes dejaré el coche en el garaje. Si alguien lo ve mañana aquí en la calle, puede sospechar algo.
Era una buena idea. Tony subrayó su aprobación haciendo un ademán con el pulgar y el índice, y el otro asintió con la cabeza.
—Tú pasa, y procura apaciguar a los perros.
Tony abrió la verja. El ruido de la llave al girar en la cerradura le resultó confortador y familiar.
Se metió en el patio cerrando la verja tras de sí, mientras los perros seguían gruñendo. Oyó el ruido del motor del MG, que daba marcha atrás y se alejaba. Pero antes de poder pensar conscientemente en todo aquello, vio con gran sorpresa que Tiger y Butch estaban sueltos y que corrían hacia él mostrando los colmillos, con las fauces babeantes y las rojas pupilas resplandecientes a la claridad de la luna. Ésta se apagó en el momento en que los perros saltaron. Tony lanzó un grito y quiso huir, pero era ya demasiado tarde.