13

Louise Drexel fue la primera en oírlo.

Roger estaba en el estudio, concentrado en su colección de sellos y ella en la biblioteca. A Louise siempre le había gustado la lectura y en aquel último período le ocupaba más y más tiempo. La suya era quizá la única casa de Bel Air que carecía de televisión. La echaba realmente de menos, pero Roger se mostraba inflexible. «¿Para qué llenarse la cabeza de tonterías?», preguntaba. Su decisión de no ceder era evidente porque raras veces usaba semejante lenguaje. A Louise le entraban ganas de recordarle que hubo un tiempo en que no sólo miraba la televisión, sino que incluso patrocinó un programa. Fue únicamente después de haber vendido aquel negocio, cuando cambió de parecer. Al retirarse, renunció también a recibir el periódico. «A los sesenta y cinco años creo que tengo derecho a un poco de paz y de tranquilidad». «Ya tenemos bastantes dificultades para que nos preocupemos de los problemas de los demás».

Cuando hablaba de aquel modo, se refería concretamente a Edna; mas ninguno de los dos tenía ganas de continuar discutiendo sobre el tema. Habían obrado lo mejor que pudieron, y ahora todo era cosa de los médicos. La joven estaba recibiendo un tratamiento de primer orden, y ellos no podían hacer más. Después del último ataque sufrido por Roger, era mejor no alterarle sacando a colación cosas desagradables. Al principio, Louise se había sentido culpable porque, después de todo, Edna era su hija y a uno no le gusta que un hijo se convierta en tema de preocupaciones; pero luego se dijo que lo principal era su deber hacia Roger.

Durante la larga convalecencia de éste, abandonaron toda distracción y fueron perdiendo, gradualmente, la relación con una gran parte de sus amigos. A partir de entonces, ninguno de los dos había hecho esfuerzo alguno para renovar sus contactos sociales, en especial por causa de Edna, ya que, aparte del doctor y de la asistenta, nadie conocía lo sucedido ni sabía dónde se encontraba ahora la joven, y hubiera resultado embarazoso explicarlo.

Louise se sintió algún tiempo como perdida y solitaria; después llegó a la conclusión de que Roger estaba en lo cierto. Tal como iban las cosas, era mejor decidir algo concreto de una vez. En su condición de filatélico, Roger coleccionaba fragmentos y retazos procedentes de diversos lugares del mundo, que iba colocando en sus álbumes. Como lectora, Louise extraía de los libros fragmentos y retazos del mundo que dejaba pegados en su mente.

Por ejemplo, aquella noche estaba aprendiendo algo sobre Khumaraweh, un rey que vivía en un palacio con muros de lapislázuli y de oro, rodeado de árboles cuyos troncos y ramas estaban cubiertos por hojas de cobre dorado, y tenía leones como animales domésticos. Los ojos de su león favorito Zouraik eran azules. Como remedio contra el insomnio, Khumaraweh se hizo construir en el jardín del palacio un lago artificial de cuatrocientos metros cuadrados que llenó de mercurio. Dormía flotando sobre un colchón hinchable fabricado con pieles que, mecido por el movimiento del mercurio, le facilitaba el sueño.

Todo aquello sonaba como a cuento de hadas. En realidad Louise estaba leyendo una historia verdadera, ya que Khumaraweh gobernó hace cosa de mil cien años, en donde ahora se encuentra la ciudad de El Cairo. Al igual que Roger, lo único que deseó fue paz y tranquilidad.

Louise había empezado la parte del libro en la que se describía la sala que Khumaraweh destinaba a las estatuas de oro, cuando la paz y la tranquilidad de la vivienda se vieron sacudidas por un ruido.

El ruido no era muy estrepitoso, pero sí persistente, y parecía venir de la parte trasera de la casa. Louise pensó que lo producía algún postigo golpeando contra el marco de la ventana.

Con el ceño fruncido, Louise dejó el libro y atravesó la estancia.

Antes de entrar en la cocina pudo observar que las ventanas estaban firmemente cerradas. El ruido era de algo que golpeaba contra la puerta trasera.

Louise se preguntó si no sería mejor coger el revólver. Todo el mundo en aquel vecindario guardaba un revólver desde que los artistas de cine que vivían calle abajo habían sufrido un robo. Pero el arma se encontraba en un cajón del estudio, y tendría que molestar a Roger. No se ponga nervioso, le había dicho el doctor.

Louise vaciló. La puerta estaba asegurada con cerradura y cerrojo. Tal vez si tomaba el teléfono sin hacer ruido y llamaba a la Policía…

Los golpes se convirtieron en un martilleo frenético. Ahora Louise podía oír también una voz.

—¡Dejadme entrar! ¡Dejadme entrar!…

Inmediatamente Louise cruzó el recinto, manipuló la cerradura y corrió el cerrojo.

Apenas hubo abierto la puerta, cuando Edna cayó en sus brazos.

—Mamá… —dijo, jadeando y sollozando, con el pelo revuelto y el rostro contraído y cubierto de lágrimas.

—¿Qué te ha pasado?

Edna la miró, moviendo la cabeza, luego se volvió rápidamente y cerró la puerta. Ante la sorpresa de Louise, la aseguró y corrió el cerrojo con toda rapidez. Acercándose en seguida a la pared, apretó el interruptor y apagó las luces de fuera, tanto del patio como de la piscina.

Louise se percató entonces de que Edna llevaba, solamente, un vestido manchado sin nada debajo. Calzaba sandalias y sus pies desnudos aparecían hinchados en algunos lugares debido al roce de las correas. Su bronceada frente estaba roja y maltrecha.

Edna hizo una señal de alarma.

—¡Rápido! Vámonos de aquí antes de que llegue.

Louise alargó una mano.

—Espera. Tu padre está en el estudio. Ha pasado una grave enfermedad y no debemos alarmarle.

—Yo no estoy alarmado.

Louise se volvió. Roger estaba en la puerta mirándola. Parecía muy tranquilo.

—¡Papá! —dijo Edna, y empezó a sollozar otra vez, avanzando hacia él con los brazos tendidos.

Roger se hizo atrás.

—No, no —dijo—. Ya eres una mujer madura, Edna. Tienes cuarenta y dos años. Creo que nos debes una explicación a tu madre y a mí.

Su voz sonaba fría y cruel, mas Louise sabía por qué. No deben seguir tratándola como a una niña, había dicho el doctor Griswold. Es el único medio de que no siga recluyéndose en sus fantasías.

Desde luego, el doctor Griswold había dicho otras cosas, pero a Louise le era difícil aceptar sus puntos de vista. Todo cuanto ella y Roger habían hecho había sido intentar proteger a la joven de influencias perniciosas externas, apartarla de malas compañías y procurar que no cayera en manos de algún cazador de fortunas. Era absurdo pensar que todos aquellos años de cuidadosa defensa fueran la causa de haber provocado los síntomas paranoicos de la joven, y en cuanto a lo manifestado por Griswold, sobre represión sexual, era una indecencia con todas las de la ley. Sin embargo, no se podía negar que Edna necesitaba tratamiento, y el doctor Griswold les había sido altamente recomendado por su discreción.

—Esperamos que nos cuentes lo que ha pasado —estaba diciendo Roger.

—Él podría oírnos —dijo Edna, moviendo la cabeza.

Louise iba a replicar, pero Roger le impuso silencio.

—Vamos al estudio —propuso. Y volviéndose, las precedió por el vestíbulo.

Edna cojeaba visiblemente. Louise se dio cuenta, así como también de que la joven parecía controlarse, y de que el inquietante tic facial que la afectó durante los últimos meses antes de trasladarse al sanatorio parecía haber desaparecido. Una vez en el estudio, y tras hundirse en el enorme sillón, parecía una niña con un vestido que le viniera grande. Una niña asustada con algunos trazos grises en el cabello.

—¿Quieres tomar algo? —preguntó Louise—. Un vaso de leche…

—No, mamá.

Louise miró los pies de su hija.

—Déjame que te quite las sandalias.

Hizo ademán de hacerlo, pero Roger se interpuso. Sonrió a Edna y dijo:

—Lo primero es lo primero. Antes de cualquier otra cosa, quiero que sepas que tu madre y yo nos alegramos de verte otra vez en casa.

—¿De veras?

—Desde luego. Estoy seguro de que sabes que nuestra única preocupación eres tú. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí —respondió Edna, con voz débil, sin mirar a su padre.

—Bien —aprobó Roger, haciendo un movimiento de cabeza—. Entonces, también te darás cuenta de que si te ingresamos en ese sanatorio fue porque el doctor nos dijo que era el único modo de ayudarte. Te han cuidado bien, ¿verdad?

—Sí, papá —Roger continuaba sonriendo.

—¿Por qué te has escapado? —preguntó.

Edna le miró rápidamente.

—¡Yo no me he escapado! Me llevaron…

—¿Quién te llevó?

—Los otros. Tuve que salir con ellos. No podía quedarme allí después de lo que pasó. Salimos anoche en el automóvil del doctor Griswold.

—¿El doctor te dejó salir?

—El doctor Griswold ha muerto —aclaró Edna, moviendo la cabeza.

Roger había dejado de sonreír. Miró a Louise con el ceño fruncido y luego se volvió hacia su hija.

—Continúa —la animó suavemente.

Edna continuó su relato, pero su tono era ya tranquilo. Conforme iba hablando, su voz se agudizó hasta alcanzar un tono histérico, desprovisto de todo dominio.

Al escucharla, Louise recordó los gritos y protestas delirantes que había proferido cuando la llevaron al sanatorio. En el transcurso de aquellos meses, los gritos se habían ido velando en su memoria hasta quedar convertidos en ecos lejanos, e incluso la imagen de Edna había adoptado un tono pálido como una presencia fantasmal que la persiguiera en sus dolorosos sueños. Ahora, de nuevo aquella voz era real y también la presencia de Edna. Pero lo que estaba diciendo…

El doctor Griswold había muerto, y también la enfermera de turno de noche, y lo mismo el practicante Herb Thomas. Aquel hombre lo tenía bien planeado. Había matado a dichas personas y luego dijo a los demás que los pondría en libertad. Tomó el coche y anunció que iba a llevarlos a la ciudad, al sitio que quisieran. Pero se detuvo en un lugar de El Valle y les ordenó permanecer en el vehículo mientras se alejaba, después de haber dado una pistola a Tony y decirle que los vigilara hasta que él volviera. Fue entonces cuando Edna comprendió que mentía, que nunca les dejaría escapar, que acabaría matándolos a todos. Los demás parecían también creer lo mismo, porque empezaron a forcejear con Tony en el asiento trasero. Ella había saltado del coche y huido a toda prisa, ocultándose por la noche en el camino de Beverly Glen y tomando, al hacerse de día, las carreteras laterales hasta bajar a Bel Air. Hubiera llegado antes a no ser porque hacia el mediodía tuvo la impresión de que alguien la estaba siguiendo, de que iba tras ella vigilándola. Así es que tuvo que esperar hasta que se hizo de noche otra vez, y caminar muy lentamente, porque si la descubría…

—Pero ¿quién? —preguntó Roger—. ¿Cómo se llama?

—No… no sé su nombre.

—¿No lo sabes?

Edna movió la cabeza negativamente. Sus ojos se fijaron en las cortinas corridas de las ventanas.

—Puede estar ahí fuera —murmuró—. Y si me oye contar todo esto, os matará también a vosotros.

—Pero ¡es ridículo…! —exclamó Louise, aunque se contuvo cuando Roger le dirigió una mirada de advertencia.

Edna se acurrucó como si tratara de esconderse en el enorme sillón.

—Sus ojos —dijo—. Me parece ver sus ojos. Son como cuchillos afilados. Está loco, ¿sabéis? Los demás sólo son enfermos, pero él está realmente loco. Mira a la gente de tal modo que les obliga a lo que quiere. Por eso Tony le obedeció. Incluso tenía dominado al doctor Griswold. Te mira y sabe lo que estás pensando. Lo quemó todo en la chimenea, pero antes se enteró de dónde vivimos cada uno para poder perseguirnos. Porque no quiere que nadie lo sepa. Y si da conmigo…

La mejilla izquierda de la joven empezó a estremecerse. El tic había vuelto. Roger se acercó y le puso una mano sobre el hombro.

—No te encontrará —dijo—. Te lo prometo.

—Tal vez podamos escapar —manifestó Edna—. Podríamos irnos ahora mismo en tu coche.

—Buena idea —admitió Roger, volviéndose hacia Louise—. Llévatela arriba y ponle un vestido decente. No puede viajar de ese modo.

—Pero Roger…

—Haz lo que te digo —insistió él, guiñándole un ojo—. Subiré en un momento.

Roger se volvió, sonrió a Edna y salió al vestíbulo. Momentos después Louise pudo oír el ruido de la puerta de la biblioteca al cerrarse suavemente.

—Bien, Edna —dijo Louise—. Vamos.

—No —respondió la joven, moviendo la cabeza.

—¿Qué te pasa?

—No ha creído lo que dije.

—Claro que lo ha creído —afirmó Louise, tomando a Edna por una muñeca. La joven tenía la mano sucia y las uñas roídas. Notó cómo se le aceleraba el pulso al obligarla a ponerse en pie—. Por favor —insistió—, hemos de darnos prisa y salir en cuanto tu padre suba.

—¿Tú crees, mamá?

—Sí —dijo Louise, conduciendo a su hija hacia la puerta—. Vamos. Tomarás una ducha caliente y luego escogeremos un bonito vestido —elevó la voz con el fin de distraer la atención de Edna mientras pasaban ante la puerta de la biblioteca—. ¿Recuerdas aquel vestido tan lindo que estrenaste un poco antes de partir? Pues aún está en el armario. He conservado todas tus cosas con el máximo cuidado.

Tras la puerta de la biblioteca podía oírse la voz ahogada de Roger hablando por teléfono.

—… emergencia. Póngame con la Policía…

Edna se soltó de un tirón. Louise se vio cogida por sorpresa, y todo lo que se le ocurrió fue pensar en la fuerza que tenía Edna. Pero antes de que pudiera reaccionar, aquella fuerza explotó contra su sien, su cabeza se desplazó hacia atrás, dando contra la pared, y a partir de aquel momento ya no sintió nada más.

Al volver en sí, Louise vio a Roger inclinado sobre ella sacudiéndole los hombros. Conforme su visión se fue aclarando, la figura del hombre situado tras él quedó más definida con su uniforme azul y sus insignias.

—¿La Policía? ¿Cómo ha llegado tan pronto? —murmuró.

—Llevo un cuarto de hora intentando hacerte recuperar el sentido —dijo Roger—. Tranquila. No te muevas.

—Estoy bien —dijo Louise. Pero al sentarse continuó sintiendo aquella resonancia dolorosa que parecía irradiar de la parte superior de su cabeza, allí donde había dado contra la pared.

La ayudaron a ponerse en pie y observó que podía sostenerse, cuando Roger le rodeó los hombros con un brazo.

—¿Dónde está Edna? —preguntó.

No hubo respuesta. No era necesario. Cuando Louise miró por el vestíbulo hacia la cocina, pudo ver que la puerta trasera que daba a los terrenos de la parte posterior estaba abierta. Los focos se habían encendido, y en la distancia otras figuras vestidas de azul iban de acá para allá alrededor de la piscina. Louise parpadeó para aclarar su visión.

—Te oyó hablar y ha echado a correr —murmuró Louise—. ¿Por qué no la detienen?

Intentó liberarse del brazo de Roger, pero él la retuvo con firmeza.

—No salgas —le dijo.

No era preciso salir, porque los hombres de uniforme azul empezaban a entrar lentamente y Louise vio lo que llevaban en sus brazos. Ahora todo quedaba muy claro, tan claro como las gotas de agua que caían del vestido blanco y del pelo lacio y colgante.

Edna había echado a correr presa de un pánico ciego, había caído en la piscina… y se había ahogado…

Por un instante, Louise pensó que iba a perder otra vez el sentido. No la dejaron ver el cuerpo, y la obligaron a volver al estudio y a tenderse, mientras Roger le daba un poco de coñac.

No fue hasta más tarde cuando le contaron que, en realidad, Edna no había caído a la piscina. La encontraron tendida en el borde, con la parte superior del cuerpo sumergido en el agua. Pero no había muerto ahogada.

La habían estrangulado.