12

El agente encargado del servicio nocturno se llamaba Lubeck. Llegó al apartamento de Karen poco antes de las diez y sostuvo una breve conversación privada con Doyle en el vestíbulo.

Luego, Doyle se marchó y Lubeck ocupó su puesto. Era unos años mayor que su colega y pesaría sus buenos diez kilos más, pero su estatura y corpulencia infundieron confianza a Karen. Igual que antes hiciera Doyle, también recorrió el recinto comprobando armarios, puertas y ventanas.

—¿Quiere tener el acondicionador funcionando toda la noche? —preguntó—. Bueno. Entonces no querrá abrir ninguna ventana.

Regresó a la sala de estar y ajustó la cadena de seguridad en la puerta. Karen le miraba desde el dormitorio

—¿Puedo usar el teléfono? —preguntó—. Tengo que hacer una llamada.

—Sí, desde luego.

Karen estaba de pie en el quicio de la puerta mientras Lubeck marcaba el número. No quería entrar en el living mientras él estuviera telefoneando; quizá desde allí pudiera captar algo de la conversación.

Sin embargo, no sirvió de nada ya que Lubeck hablaba muy bajo y el zumbido del acondicionador anulaba su voz.

Karen movió la cabeza. ¿Por qué estaba actuando de aquel modo, temerosa de entrar en su propio saloncito? ¿Es que se sentía prisionera?

Un hombre con armadura es esclavo de ésta. Robert Dobing lo había dicho en «Heracles». Karen no podía saber el motivo por el que aquella frase había quedado fija en su mente durante tantos años. Nunca lo supo, pero de repente comprendió que decía una verdad. Todos llevamos una coraza y todos somos esclavos de ella. El tener a Lubeck allí la convertía en una prisionera… Prisionera de su propia necesidad de protección. Y en cuanto a Lubeck, con su chapa y su revólver de reglamento, era también un preso… Preso de todo el sistema que le obligaba a mantener informados a sus superiores. Y estos superiores eran, a su vez, presos de los políticos; y los políticos lo eran del pueblo, y el pueblo estaba, incluida también ella, cumpliendo una pena de cadena perpetua. Todos trataban de protegerse contra el mundo, aunque algunos habían sido condenados a muerte, y la sentencia podía ser ejecutada en cualquier momento.

Karen desechó aquella idea y haciendo un esfuerzo, traspuso la puerta en el momento en que Lubeck volvía a colgar el auricular.

—¿Alguna noticia?

Lubeck negó con la cabeza.

—Nada —se puso de pie—. No se preocupe. Todo está bajo control. Un coche patrulla circulará por la zona esta noche. Ahora que me acuerdo…

—Sí…

—Tendré que informar un par de veces, así es que si se despierta y me oye hablar por teléfono, no se extrañe.

—¿Va a estar sentado ahí todo el tiempo?

—Desde luego. Y no la molestaré a menos que sea absolutamente necesario. Pero tenga la puerta abierta y si oye algo raro, me llama en seguida —Lubeck le sonrió—. Sé lo que siente y comprendo que resulta embarazoso, pero no se lo tome a mal.

—No me lo tomo —mintió Karen.

—¡Ah! Otra cosa. ¿Toma algo al acostarse…? ¿Algún sedante? ¿Pildoras…?

—No.

—Bien.

Karen no estaba tan segura de lo que acababa de decir, pero lo disimuló. En realidad, hubiera deseado tomar algo que la dejara inconsciente. Mientras se desnudaba en el cuarto de baño, sentíase despejada por completo y consciente de la presencia del detective en la otra habitación. No podía dormirse con aquel hombre allí, y, por otra parte, tampoco hubiera podido dormirse si se iba. Un hombre con armadura es esclavo de ésta.

Sin encender la luz del dormitorio, Karen apartó el cobertor y se metió bajo las sábanas. Aunque no durmiera, al menos podría descansar. La luz del salón se filtraba hasta allí. Cerró los ojos y entró en la región de lo inconsciente a los treinta segundos de que su cabeza hubiera tocado la almohada.

En sus sueños apareció Bruce. Llevaba consigo una armadura y una espada en la mano.

Una espada manchada de sangre.